La Biblioteca de Ismara. Javier L. Ibarz

La Biblioteca de Ismara - Javier L. Ibarz


Скачать книгу

      PRÓLOGO

      Una difusa luz ambarina anunciaba el crepúsculo cuando una figura encapuchada entró en la gran cámara.

      —Mi señor —dijo, arrodillándose—. Hemos encontrado al Oponente. Los Riglos, finalmente, han salido a la luz.

      —¿Estamos seguros de que es quien buscamos? —preguntó una sombra espigada, elegante y siniestra, apartándose del ventanal hexagonal que iluminaba la estancia.

      —Sin estudios y pruebas que lo confirmen, Antiste, todo parece indicar que es así.

      La sombra volvió a mirar a la ciudad que se abría a sus pies. Su voz sonó rotunda.

      —No esperaremos ningún análisis. Es mejor que muera cuanto antes. La Hermandad se ocupará.

      Hubo un segundo de duda.

      —¿En la superficie, señor?

      —Serán discretos. Saben hacerlo cuando es necesario. Ve.

      La figura encapuchada no se movió.

      —¿A qué esperas? —añadió, impaciente, la sombra—. ¿Quieres morir tú también?

      —¡En absoluto, mi señor! —Había auténtico miedo en la respuesta—. Solo pienso si no sería mejor comprobar si es realmente el Oponente antes de que desaparezca.

      —Ya le harás la autopsia después y entonces sabremos si hemos eliminado lo que nunca debió nacer. Y ahora vete. No tengo más tiempo para ti.

      —Antiste —dijo la figura con una reverencia, y se retiró. La noche estaba cayendo sobre la ciudad, y luminarias de color ámbar comenzaban a encenderse en todos los edificios.

      La sombra sonrió con una mueca gélida. Acabar con el Oponente era el primer paso para recuperar lo que era suyo por derecho. Y luego el mundo sería un lugar mejor.

      Mejor… para las sombras.

      I

      EL ACCIDENTE

      1

      —¡Ojalá te mueras! —Clara dio un portazo y se lanzó sobre la cama, desesperada. Su madre, una vez más, haciendo el comentario que más podía dolerle mientras su padre no se molestaba siquiera en intentar entenderla. Enterró la cabeza entre los almohadones y suspiró.

      —Clara. —Una voz masculina, enfadada, se oyó al otro lado de la puerta—. Abre.

      Clara no respondió. La rabia la devoraba por dentro. Todos sabían de lo que era capaz cuando se enfadaba, pero desearle la muerte a alguien, y más a una madre, era… no se le ocurría un adjetivo lo bastante fuerte. Esta vez se había pasado. Debería pedir perdón.

      —Me da igual cómo te pongas —continuó su padre—. Estoy muy, muy cabreado contigo. No creo que mamá se merezca que la trates así.

      «Tampoco yo me lo merezco» quiso contestar ella, pero lo pensó mejor y no dijo nada. Replicar ahora solo serviría para empeorar las cosas.

      —El silencio no es la mejor actitud —añadió él, impaciente—, pero tú sabrás lo que haces. Ya tienes quince años, así que no creas que vamos a esperar a que se te pase la rabieta y entres en razón. Salimos ahora mismo. Si vas a venir con nosotros, será mejor que te decidas ya.

      Tras unos segundos de silencio, Clara emitió un gruñido.

      —Muy bien —concluyó su padre—. Nosotros nos vamos; pero ni se te ocurra salir de casa. Te quedarás aquí, meditando sobre lo que has dicho. Hablaremos a la vuelta.

      Eso fue todo. Apenas se apagó la conversación y oyó que la puerta se cerraba, su primer impulso fue salir detrás de sus padres y pedirles perdón, pero ese momento pasó pronto.

      La rabia volvió para aferrarse a su garganta. Quería romper algo. Se sentó en la cama, agarró la almohada y la mordió hasta sentir cómo los dientes atravesaban la tela. Un grito subió desde su pecho, raspando sus cuerdas vocales como un papel de lija. Pero no encontró alivio.

      No tendría que haberlo dicho.

      ¿Y si llamaba a su madre al móvil? No, no era una buena idea. Cuando hablaban en caliente terminaban gritándose y diciéndose cosas que no sentían. Y tampoco era la única que se había pasado; ellos también deberían disculparse. Lo mejor sería esperar a que las cosas se calmaran.

      Eso intentó a lo largo de la mañana; calmarse.

      Internet, whatsapp, vídeos, mensajes en el muro… pero las imágenes de la discusión se resistían a desaparecer. Era esa casa la que no la dejaba en paz. Si seguía allí encerrada se volvería loca. Tenía que irse a dar una vuelta. Daba igual que se lo hubieran prohibido; ¿cómo se iban a enterar en la sierra de lo que estaba haciendo en Madrid? A las tres y media salió a la calle. Sola, sin vigilancia, con toda la tarde por delante, era libre. Y esa libertad había que disfrutarla con los amigos.

      Pero no consiguió quedar con nadie. Los que no tenían un plan de críos tipo «estoy en Guadalajara con mis abuelos», se habían ido al cine o no tenían ganas de salir.

      La fabulosa tarde que había imaginado terminaría con ella haciéndole compañía a los lagartos de piedra que colgaban del alero de su casa.

      De vuelta en su cuarto, tuvo que volver a enfrentarse con el asunto que había intentado esquivar: la discusión. Ahora parecía más grave. Porque todo el mundo sabía que Clara se cegaba discutiendo y que podía soltar sapos y culebras por la boca, pero había cosas que no se le debían decir a nadie (y menos, a una madre). En cuanto volvieran de la sierra, les pediría perdón. No lo diría más. Nunca.

      Encendió la tele, hizo zapping en busca de alguna serie para reírse un rato, terminó el cuento corto que tenía como trabajo de Lengua… Se le daba bien escribir, pero tampoco había que volverse loca. Un cuento de tres hojas sobre un junco que crecía en un lodazal cumplía más que de sobra. Sin releerlo, fue al despacho de su padre a imprimirlo.

      No había papel en la impresora. Revolvió toda la habitación en busca de folios y encontró un envoltorio medio vacío en el que quedaban unos diez. Más que suficientes. Encendió la impresora e imprimió el documento. Rebuscó en los cajones del escritorio una carpeta para guardarlo y entonces vio, al fondo, bastante escondido, un paquetito envuelto con papel de regalo.

      La curiosidad le pudo. Abrió el cajón y dio la vuelta al paquete. Tenía adosada una tarjeta, con su propio nombre escrito en el dorso. Se sonrió. No podía ser un regalo de navidad, porque aún quedaba mucho para diciembre. Y su cumpleaños era en febrero. Intentó resistirse a leer la tarjeta, sin éxito. Quiso volver a dejarlo. Si sus padres llegaban ahora… solo una ojeada y ya está. Solo leer lo que le había puesto.

      «Hoy hace cinco años que me enseñaste tu primer cuento y me dejaste maravillado. Este es solo un pequeño detalle para que recuerdes la gran escritora que eres y lo mucho que te quiero».

      Se acordaba perfectamente. La ilusión que había visto en los ojos de su padre cuando leía la página y media que ella había escrito… Desde entonces, el dieciocho de octubre de cada año, su padre le regalaba algo. Aún quedaban dos días, y Clara se moría de ganas de abrir ese paquete.

      Lo palpó con cuidado. Parecía un libro pequeño, con tapas duras. Se contuvo. No quería dejarse llevar y acabar abriéndolo. Volvió a ponerlo en su sitio y cerró el cajón. Le encantaban las sorpresas. Recordaba con especial cariño los misteriosos regalos que había recibido por correo cada cumpleaños. En el sexto llegó el último paquete, como siempre sin remite. Un libro: El pequeño alquimista, y luego el silencio. No hubo más paquetes sorpresa. Más tarde llegaría a la conclusión de que el misterioso donante tenía que ser su padre, pero siempre que lo comentaban, él zanjaba el tema diciéndole que no tuvo nada que ver, y que


Скачать книгу