La Biblioteca de Ismara. Javier L. Ibarz
no, no influirá para nada en la nota de la asignatura. Esto es totalmente al margen.
Era una oferta generosa. «Demasiado como para no pensar que hay algo oculto», se dijo. Y acto seguido se burló de sí misma. Se estaba volviendo demasiado paranoica. Su tío podía ser un asesino, el nuevo profesor tenía segundas intenciones… A lo mejor tenía que dejar de ser tan peliculera.
Clara dijo que se lo pensaría y salió del despacho. De verdad tenía que pensarlo. Sí, siempre era mejor tener al profesor a favor que en contra, pero ¿y si se ponía muy pesado? Lo último que quería era tener que buscar la manera de quitárselo de encima. Aunque no le había dado la impresión de ser un plasta. Hasta le había parecido guay, que era mucho más de lo que Fernando había sido nunca; por mucho que no se alegrara de su muerte, empezaba a ver un lado positivo a las malas noticias.
Sí, ese pensamiento había sonado mezquino.
Recordaba ese cuento. Era la última historia que había escrito, justo antes de saber que sus padres habían muerto.
Se negó a que el dolor volviera a apoderarse de ella, apretando los dientes. Funcionó el tiempo necesario para salir del instituto y alejarse de sus compañeros.
Al llegar a casa revisó el cuento. Adolfo tenía razón. Podía alargarse para que abarcara diez o doce páginas más. Se puso a ello. Hacia las siete de la tarde, cuando Gabriel la llamó para comer alguna cosa, casi había terminado de reescribirlo. Sonrió, mientras devoraba una tostada de queso y salmón ahumado. Por primera vez en dos meses, se sentía realmente bien.
Gabriel la miraba encantado. Para él también era una victoria verla sonreír.
Clara volvió a la habitación con intención de concluir el cuento, pero la inspiración se había ido. Le salían frases previsibles, sin ritmo ni sentido, así que pronto se vio de nuevo en internet, chateando, haciendo planes para el fin de semana y cambiando su estado a «aburrida».
A última hora recordó el «estudio del natural» que les había mandado Adolfo. Echó una rápida ojeada por la habitación. No vio nada que le pudiera servir y tampoco le apetecía darle al profesor nuevo algo demasiado personal. Y entonces se le ocurrió. Le pareció divertido usar uno de los coleteros de su tío para hacerlo pasar por uno suyo. Salió de la habitación, fue al cuarto de baño y recogió uno de los muchos elásticos que su tío tenía enrollados en el mango de un cepillo. De vuelta a su cuarto, en poco más de cinco minutos había llenado tres cuartos de hoja con una descripción detallada. Plegó el folio y lo metió en un sobre junto al coletero. Trabajo terminado.
Esa noche tuvo un sueño extraño. Un ser oscuro vestido de gris, con un signo hexagonal en el pecho, los ojos brillantes ocultos en una capucha, susurraba: «He de encontrarle, he de encontrar mi némesis».
A la mañana siguiente había olvidado el sueño, pero la palabra resonaba en sus oídos: némesis. Fue al diccionario, pero no la encontró. Miró en la Wikipedia y vio que era la diosa griega de la venganza… Quiso preguntarle a su tío, pero había vuelto a desaparecer. ¡Eso era talento para el escapismo, y no lo de los magos de YouTube!!
Sabía quién podría contestarle: Óscar. Estaba claro que él sí se preocupaba de verdad. No entendía cómo podía ser amigo de su tío. Uno tan guay y el otro tan estirado. Al principio había creído que Óscar era el chófer, pero nada de eso. Si conducía era porque su tío no tenía carné. Ni chófer, ni mayordomo, ni nada. Óscar era perfecto.
Clara se lo preguntó mientras desayunaban.
—Es la venganza de los dioses —le contestó enseguida—, la respuesta al pecado de orgullo, o hibris.
—Y entonces, ¿qué sentido tendría la frase: «He de encontrar mi némesis»?
—¿Dónde has oído eso? —preguntó intrigado Óscar.
—Lo he soñado. Alguien lo susurraba en la oscuridad.
Clara hubiera jurado que Óscar se había estremecido, pero si fue eso, pasó con rapidez, porque contestó de inmediato.
—Supongo que se referirá a alguien capaz de destruirle. «Némesis» tiene ese sentido en inglés y ahora muchos lo utilizan también en castellano.
«Némesis es quien acaba con alguien que ha pecado de orgullo». Se quedó con esa idea. Y se preguntó de dónde demonios podía sacarse una palabra que no conocía, para soñar con ella.
En el instituto, Lucas tenía la respuesta.
—Es de los X-men.
—A mí no me gustan los cómics —repuso Clara.
—Pero eso no quiere decir que no lo hayas oído. Se te quedaría en la cabeza. A veces pasa. Yo vi una vez la foto de una tía con tres pezones y de cuando en cuando me vuelve… —El coro de adolescentes que le rodeaba se rio con ganas. Clara ni se dignó en contestar. Valiente panda de micromentes.
En el recreo, su amiga Patricia la vino a buscar:
—Estoy harta de cotilleos. Que si Lucas está tan bueno como el Mario Casas, que si se ha enrollado con Elena, que si no durarán, que si Lucas por aquí…
Patricia no callaba.
—Decían que él y una tía de bachillerato… —continuó.
—Vale, ya lo pillo —le cortó Clara—; vienes de un programa de cotilleo.
—Pero de los bien cutres.
Siguieron riéndose, poniendo a caldo a todo el instituto. Entonces Clara vio, a través de las ventanas que daban al patio, a su tío hablando con María, la profesora de inglés. Tuvo que mirar dos veces, porque al principio no lo reconoció. Parecía alguien distinto, alguien… ¿cuál era la palabra…? Normal. Con ropa normal, gafas oscuras normales y aspecto normal. Sí, incluso la coleta parecía normal. Nadie se fijaría en él dos veces. Excepto, claro está, su sobrina. Pero allí estaban los dos, conversando como si ya se conocieran de antes.
No dijo nada, pero no les quitó el ojo de encima mientras Patricia pasaba de los líos de Marisa y Rubén a la salida del armario de Aarón. Para Clara no era difícil. Podía mantener una conversación insustancial mientras pensaba en otra cosa. Esa capacidad le había permitido superar un montón de clases y charlas estúpidas sin convertirse en una borderline. Al cabo de unos minutos, Gabriel se fue.
Clara se disculpó con Patricia y salió corriendo detrás de él. Lo detuvo en la puerta del instituto.
—Hola —le dijo él, al verla. Y sin darle la oportunidad de preguntar nada, añadió—: he venido a hablar con tus profesores, a ver qué saben de la muerte del amigo de tu padre y, de paso, interesarme por tus notas.
Una explicación que no había pedido… y demasiado simple. Lo que se temía; su tío ocultaba algo.
—¿Conocías a la de inglés de antes?
—¿La de inglés?
—María Benedé.
—Ah, tu nueva tutora… Apenas. Mientras te recuperabas, hemos estado en contacto un par de veces… Te han pasado muchas cosas en estas semanas, y quería saber cómo afecta eso a tu rendimiento académico.
Sonó la campana de final de recreo y se despidieron. Mientras lo veía marchar, pensó que la conexión entre esos dos no parecía deberse tan solo a una o dos charlas en un mes. Volvió a clase, dándole vueltas a la mejor estrategia para averiguar qué estaba pasando. Preguntarle a su tío otra vez sería inútil. Si quería saber de qué conocía él a su profesora de inglés, y breve suplente de lengua, o por qué y de qué estaban hablando, tendría que descubrirlo sola.
Decidió investigar por su cuenta.
V
TARDE DE COMPRAS
1
El