La seducción del jefe - Casada por dinero - La cautiva del millonario. Maureen Child
–Tres años. Llevo tres años trabajando para ti.
Jefferson no se había dado cuenta. No obstante, resultaba casi como si Caitlyn llevara allí toda la vida. Como si fuera parte integral de la empresa.
–Razón de más para que no requieras ayuda –dijo Jefferson, algo asombrado al ver la mirada de ira que se estaba empezando a formar en los ojos de Caitlyn. ¿Por qué estaba tan disgustada?
Como si ella le hubiera leído el pensamiento, Caitlyn se tomó un instante y trató de tranquilizarse. Tras respirar profundamente, volvió a tomar la palabra.
–El día me estaba resultando algo duro –dijo, al fin–. Georgia sólo estaba siendo amable conmigo.
–Sólo con ser amable no se hace el trabajo –replicó Jefferson. No le interesaba saber por qué el día le estaba resultando a Caitlyn algo duro. No se implicaba en la vida personal de sus empleados.
–No me sorprende que digas eso…
–¿Cómo?
–Nada.
–Y si estás pensando en que Georgia te sustituya mientras te vas de luna de miel, piénsatelo otra vez. Haz que una empresa de trabajo temporal envíe a alguien que pueda realizar su trabajo sin cometer errores tan costosos.
–Eso no será necesario –repuso ella, dándose la vuelta.
–Claro que lo es –dijo él, siguiéndola–. Estarás ausente cuatro semanas. No pienso aceptar que Georgia se ocupe de los asuntos de este despacho.
–A lo que me refería era a que no será necesario llamar a una agencia de trabajo temporal –aclaró ella mientras arrancaba el ordenador–. No me voy a marchar.
Jefferson frunció el ceño y se acercó a la mesa de Caitlyn. Observó cómo ella preparaba la impresora para volver a escribir la carta. Entonces, fue cuando él se dio cuenta de que el anillo de compromiso que había llevado puesto durante los últimos seis meses había desaparecido de su mano izquierda. Aquélla debía de ser la razón del mal día.
Maldita sea.
Se frotó la nuca con una mano. No quería saber nada de su vida personal. Prefería ceñirse a su relación laboral. Si ella no le hubiera pedido cuatro semanas para su luna de miel, él jamás se habría enterado de que Caitlyn se iba a casar. En aquellos momentos, parecía no sólo que no se iba a casar sino que, dado que Caitlyn había sacado el tema, iba a tener que preguntarle.
–¿Qué ha pasado con la luna de miel?
–No se puede una ir de luna de miel sin boda –replicó ella, sin mirarlo.
¿Qué se suponía que decía uno en aquellas circunstancias? ¿Lo siento? ¿Enhorabuena? Ésta última palabra encajaba más con su modo de pensar. No entendía por qué la gente se casaba para unirse de por vida a un ser humano. Sin embargo, consideró que era mejor no contarle a Caitlyn su punto de vista.
–Eso quiere decir que se ha cancelado.
–Yo diría que sí –comentó ella, sin dejar de trabajar.
Aparentemente, Jefferson se había equivocado. A ella le interesaba tanto hablar de su ex como a él escucharla. Saber eso lo tranquilizaba. A pesar de todo, no podía dejar de sorprenderse por el hecho de que Caitlyn no quisiera hablar del tema.
En su experiencia, no había nada que gustara más a las mujeres que aburrir a los hombres hasta dejarlos en estado de coma charlando de sus sentimientos, de sus necesidades, de sus deseos y de sus quejas. Evidentemente, Caitlyn era la excepción a esa regla.
Con una ceja levantada, observó cómo las pequeñas y eficientes manos de su secretaria se movían sobre el teclado del ordenador como las de una concertista de piano. Terminó de redactar el documento en cuestión de instantes y apretó el botón de impresión. Cuando la hoja de papel salió de la impresora, la tomó con energía y se la entregó a Jefferson.
–Aquí tienes. Crisis solucionada.
Jefferson la estudió brevemente, asintió al ver que el cambio se había realizado satisfactoriamente y miró de nuevo a Caitlyn. Fuera cual fuera la razón por la que había cancelado la boda, parecía llevarlo bien, algo por lo que él, personalmente, le estaba muy agradecido. No le habría gustado que estuviera todo el día lloriqueando en el despacho. Quería que su mundo siguiera tan imperturbable como siempre.
–Gracias.
Ella asintió, apagó el ordenador y volvió a tomar su bolso.
–Si eso es todo, me marcho.
Jefferson asintió. Se estaba dirigiendo a su despacho cuando se le ocurrió algo que le hizo detenerse en el umbral de la puerta.
–Dado que no te vas a casar –le dijo, dándose la vuelta–, supongo que estarás disponible para el viaje a Portugal.
–¿Cómo?
Jefferson siguió andando y entró en su despacho, dando por sentado, sin equivocarse, que ella lo iba a seguir.
–Nos marchamos dentro de tres semanas. Quiero ir a comprobar ese crucero personalmente y te necesito a mi lado. Dado que tus planes han cambiado, no veo razón alguna para que no me acompañes.
Con eso, tomó asiento y adjuntó la nueva carta a la oferta antes de meterla en el sobre. Entonces, vio que ella se le acercaba con fuego en los ojos y un duro rictus en la boca.
–¿Y eso es todo? ¿No tienes nada más que decir? –le preguntó ella.
–¿Sobre qué?
–Sobre el hecho de que yo no me vaya a casar.
–¿Y qué más debería decir?
–Oh… Nada –dijo ella, aunque el tono de su voz indicaba claramente que había esperado algo más.
–Si estás esperando que te diga que lo siento, está bien. Lo siento mucho.
–Vaya –exclamó ella, llena de fingida emoción–. Esas palabras han sido tan sentidas, Jefferson… Espera un momento a que me recupere.
–¿Cómo dices? –preguntó Jefferson, poniéndose de pie. La actitud de Caitlyn le había sorprendido profundamente. Jamás la había visto así en los años que llevaba trabajando para él.
–No lo sientes en absoluto. Simplemente te alegras de que vuelva a estar a tu disposición.
–Siempre estás a mi disposición –señaló él, sin comprender por qué se sentía tan enfadado.
–Por el amor de Dios, es cierto, ¿verdad? –le preguntó Caitlyn, observándolo como si nunca lo hubiera visto antes.
–¿Y por qué no iba a ser así?
–Tienes razón. Es mi trabajo y se me da bien. Probablemente demasiado bien y por eso estoy así en estos momentos. Sin embargo, Peter estaba equivocado…
–¿Peter? ¿Quién es Peter?
–Mi prometido… Dios mío, estuve seis meses prometida con él y ni siquiera sabías su nombre…
–¿Y por qué iba yo a saber su nombre?
–Porque, entre los seres humanos, se considera normal estar interesado en los compañeros de trabajo.
–Tú no eres una compañera de trabajo –señaló Jefferson–. Eres mi empleada.
–¿Nada más? –le preguntó ella, atónita.
–¿Y qué más puede haber?
–¿Sabes una cosa? Estoy segura de que esa última pregunta la has hecho en serio. No tienes ni idea.
–¿Ni idea sobre qué?
–Si no lo sabes, no soy yo quien tiene que explicártelo.
–Ah…