Cultivo natural. Gustavo Germán Lista
fue que lograron capturar dos peces más, ambas de la misma especie que la anterior. En cada ocasión el padre intentó, infructuosamente, convencer a su hijo de que los liberara, pero finalmente no pudo contradecirlo. Al volver al lugar de acampe, el pequeño, orgulloso, exultante, les mostró sus capturas a su madre y a su hermano...
En el fuego del almuerzo aún quedaban brasas para los propósitos del niño. Con la ayuda de su hermano mayor, desviseró uno de los peces. Luego le añadieron limón y lo pusieron a asar, llenos de ansiedad. Cuando vieron que la carne ya era blanca y las escamas, negras, consideraron que el pescado estaba listo y se sentaron a comerlo.
–Primero probalo vos –invitó el pequeño a su hermano.
–Ni loco pruebo esa porquería… –dijo el grande–. ¡Papá dice que tiene gusto a barro feo!
Dicho esto, se alejó en busca de un nuevo pasatiempo para lo que quedaba del día. Sin perder su entusiasmo, el pequeño pescador tomó un tenedor, lo clavó en la tierna carne y se lo llevó a la boca. Sin embargo, al instante sus ojos se llenaron de lágrimas. El pescado era incomible. Comprendió entonces que la advertencia de su padre era cierta… Y comprendió también que, por culpa de su terquedad, tres vidas habían sido segadas sin sentido. Rompió en llanto desconsolado.
Sin embargo, ese día, su padre no lo consoló como acostumbraba. Tomó en cambio los peces, los arrojó a un pozo, miró al niño con tristeza y pronunció tres palabras: “Te lo dije”. Y después, dándole la espalda, le ordenó que juntara las cosas, que debían volver a la casa.
Esa noche, y también otras, el pequeño soñó con los tres peces. Inmenso fue su dolor. Desde entonces nunca volvió a quitar una vida sin sentido.
Así, el niño de la historia –hoy, el hombre que la escribe– agradece a las almas de los tres peces, que ya lo absolvieron de culpa. Y a la de su tierno padre, también, por haberle regalado una lección que lo forjaría para siempre.
Por qué este libro
Una alumna una vez me dijo: “Me gusta venir porque acá todo es posible, todo es sencillo”. Desde que enseño cultivo natural puedo demostrar justamente eso: no hay grandes técnicas, no hay grandes secretos. Es cuestión de animarse. Sembrar, observar, regar. Mi alumna lo agradecía porque siempre se había acercado a la jardinería con mucho temor y en el curso sintió que es poner tierra, poner semilla y observar lo que pasa, observar el crecimiento. Acompañar. No tanto más.
El cultivo natural es fácil, está a la mano, es parte de nosotros. Tener plantas en el balcón, en un patio o en una terraza brinda un montón de beneficios. Beneficios en lo estético, en lo emocional, en lo nutricional. Sentir un perfume, probar un sabor… es ampliar la experiencia de vida. Salir de la artificialidad, de lo virtual.
Este libro ofrece herramientas para cultivar en la ciudad bajo los lineamientos del cultivo natural. Formas de pensar en la tierra, las semillas, los brotes, las lombrices, las hormigas, las conservas, la comida, los desechos… todos estos son elementos de un sistema que se retroalimenta, un universo interdependiente del que también somos parte. Por eso, para tener un buen vínculo con las plantas no hace falta ser experto, sino simplemente un buen observador. Estar conectado.
Este libro está dirigido a personas que creen que, vivamos donde vivamos, siempre es bueno contactar con la naturaleza. Que tiene esa fe, esa confianza de que el ámbito urbano y el ámbito natural no son irreconciliables. Está destinado a las personas que quieren vivir en una urbanidad plena de biodiversidad. Propone una verdadera comunión entre la naturaleza y nosotros en el corazón mismo de la ciudad.
Recuperando el paraíso
La naturaleza, para el hombre, siempre tuvo un lugar privilegiado. Sin ir más lejos, el mismo Edén en muchas culturas fue representado como un vergel. Pensemos por ejemplo en el Paraíso de Adán y Eva, en los jardines de los templos orientales o en los oasis de los árabes. Desde siempre hemos sentido la necesidad de disfrutar y, muchas veces, de co-crear bellos espacios naturales, casi como artífices, nosotros mismos, de la Creación.
El Génesis, sin embargo, cuenta que el ser humano, que vivía en ese idílico entorno, pronto tuvo que marcharse. Esta historia está cargada de profundo sentido simbólico, hasta profético. Porque… nuestro modelo actual de economía ¿no está alejándonos aún más de lo que nos queda? ¿No nos estamos expulsando por segunda vez del Edén? ¿No estamos devastando nosotros mismos este mundo que tenemos? ¿Adónde han ido tantos peces, tantos animales, las frutas, el agua pura? Todo lo que nos fue dado con generosidad, ¿hoy dónde habita? ¿Es acaso lo que está en venta en los supermercados? Ni siquiera... por los procesos industriales de producción, las frutas y las verduras fueron perdiendo muchas de sus propiedades organolépticas, como el sabor, la textura, el aroma, la forma o el color que las definía. Hasta tal punto las perdieron –y nosotros, la sensibilidad para disfrutarlas– que hoy, cuando nos reencontramos con algunas de estas características de los alimentos naturales, nos parecen extrañas.
El reconocimiento y disfrute de los alimentos naturales tiene que ver con el placer y, por lo tanto, con la salud. También con volver al origen, a las fuentes. Imaginen un niño acostumbrado a comer caramelos de frutilla. Cuando coma una frutilla verdadera en su justo punto de maduración, es probable que no la reconozca como tal. Por lo tanto, la frutilla… ¿qué gusto tiene? Lo mismo pasa entre la rúcula de hoja madura recién cosechada y la que se vende en las verdulerías del circuito comercial: son tan distintas que, alguien acostumbrado a comer la comercial, es probable que no llegue a reconocerla. O con la zanahoria: ¿sabían que la zanahoria anaranjada es un invento del siglo XVI, de la casa real holandesa de Orange, para que el color de sus zanahorias combinaran con su nombre? También existen las púrpuras, amarillas, verdes, negras…
Ya sea a través de un jardín ornamental o con un pequeño huerto, nos resulta imperioso recuperar nuestra propia experiencia vital sin etiquetas. Por eso creemos que los jardines urbanos son nuestro refugio, un sitio que nos brinda / paraíso bienestar. Un espacio saludable en el que intervienen todos nuestros sentidos y que también pueden ser fuente de nutrición.
A menudo, entre los agricultores se entablan grandes debates sobre diferentes criterios y métodos para cuidar las plantas. Tipos de sustrato, optimizadores de compost, productos para combatir enfermedades, sustancias para mejorar la nutrición, formas de trabajar la tierra, horarios de riego. Cada abordaje teórico tiene su correlato en la práctica. Lo llamativo es que, muchas veces, estas prácticas no son solo diferentes entre sí, sino, muchas veces, incluso antagónicas. Unos dicen que al trasplantar hay que podar; otros, que no hace falta. Unos dicen que regar al mediodía quema las plantas; otros, que ese riego es fundamental. Hay quienes tutoran los tomates y quienes los dejan reptar. Tenemos agricultores orgánicos, biodinámicos, científico-químicos, naturales, tradicionales… Y todos estos criterios antagónicos esgrimen el mismo argumento: ser los únicos que están en sintonía con la naturaleza.
El maestro Masanobu Fukuoka1 nos da la respuesta a esta paradoja al afirmar que el hombre es incapaz de entender plenamente sus procesos y, por ello, todas nuestras intervenciones que hagamos sobre la naturaleza son limitadas. Las plantas nacen, crecen y mueren sin pedir ni preguntar.
El hombre, sin embargo, intoxicado por su sensación de omnipotencia, no se resigna y, una y otra vez, intenta dominarla. Con una expectativa concreta y aplicando un criterio particular, le fija objetivos a los procesos naturales a través de la labor cultural que ejerce sobre ella. Necesita lograr previsibilidad y, por lo tanto, un mayor rendimiento y productividad para su propio beneficio.
Cuando, luego de su intervención, el agricultor reconoce los cambios esperados, supone que fue a causa de su labor y la repite, con el mismo criterio y esperando idéntico resultado. Sin embargo, la segunda vez, esta nueva labor muchas veces no produce el mismo efecto, entonces devienen el desconcierto y la frustración.