Identidad robada. Carmen María Montiel

Identidad robada - Carmen María Montiel


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momentos cuando venían a visitarnos. Jugábamos todo el día. Pero un verano nuestra generosidad fue puesta a prueba.

      En una ocasión, estábamos jugando en el patio trasero cuando oímos que alguien estaba en el porche, en el frente de la casa, tocando a la puerta. Éramos pequeños y llenos de energía. Corrimos al frente y allí estaba un anciano guajiro (indígena habitante de esa zona de Venezuela que compartimos con Colombia). Estaba pidiendo algo. Los guajiros tienen su propio idioma y, cuando hablan español, debido a su acento indígena, es difícil entenderlos.

      Hicimos nuestro mejor esfuerzo. Le preguntamos una y otra vez qué era lo que quería. Finalmente llegamos a la conclusión de que pedía limones.

      —¡Bueno! Eso lo podemos resolver —nos dijimos los unos a los otros.

      —Vamos a la mata de limones de atrás —dijeron los más grandes.

      Mientras tanto, le pedimos al señor que esperara, que volveríamos en poco rato.

      Nos fuimos al patio, decididos y orgullosos porque íbamos a ayudar a alguien. Teníamos que conseguir suficientes limones para aquel anciano. Nos sentíamos como guerreros.

      El árbol estaba muy alto para nosotros. Conseguimos una silla, un bate y empezamos a bajar limones como monos colgados de las ramas. Teníamos una bolsa y la llenamos. ¡Dios mío! ¡Cómo nos reíamos! Aquello nos encantaba. Nos sentíamos muy orgullosos de nosotros mismos.

      Una vez que la bolsa estuvo llena, corrimos hacia el porche y le entregamos la bolsa al anciano. En todo momento pensamos que estaría feliz con nuestro logro. ¡Pero no! El señor se enfureció y comenzó a golpear con fuerza la reja de hierro con su bastón mientras nos gritaba:

      —¡Limona, limona!

      —¡Sí! Aquí tiene: una bolsa de limones —le respondimos, pero él seguía gritando.

      —¡Limona!

      Salimos corriendo a la parte trasera de la casa, muertos de miedo. El anciano seguía golpeando la reja y vociferando. Corrimos hacia adentro gritando, asustados. Mi mamá y mi tía nos recibieron, consternadas. Les explicamos lo que estaba pasando mientras escuchábamos los gritos del señor afuera.

      —¡Ah! ¡Él lo que quiere es una limosna! —dijeron mamá y mi tía.

      Acto seguido, ellas salieron y le dieron dinero al anciano. Hasta hoy nos reímos cuando recordamos esa historia.

      Estaba segura de que iba a extrañar a mi Maracaibo. Pero sabía que volveríamos, pues parte de la familia y amigos estaban allá, de modo que siempre sería un punto de regreso.

      Llegamos a Caracas. Un vecindario nuevo, amigos nuevos, pero también familia, la que vivía allí. Fue lindo poder disfrutar del clima de Caracas, abrir las ventanas y usar suéter por la mañana y por la noche. Maracaibo es tan caliente que vivíamos con el aire acondicionado encendido todo el tiempo y encerrados dentro de la casa o de cualquier otro lugar, siempre en ambientes aclimatados.

      Como siempre, el mayor desafío fue comenzar en una nueva escuela, con chicas que no conocíamos.

      Mi madre nos llevó a comprar los uniformes: un jumper gris con camisa blanca para usar debajo, zapatos negros y medias blancas. Compramos los libros con todos los útiles y finalmente llegó el día... el primer día de clases.

      Estaba empezando segundo grado. Llegamos y, por alguna razón desconocida, mi hermana fue a su salón de clases, pero a mí me llevaron a la oficina de la directora, una monja. Allí había otra niña que también comenzaba ese día y en segundo grado, igual que yo, sus estudios en el Colegio Santa Rosa de Lima. Era pelirroja. Nos sentamos allí las dos, una al lado de la otra, sin hablar.

      El colegio era un edificio magnífico. Parecía un castillo o un convento. Me sentía muy pequeña dentro de él. Los techos eran altos, tanto que me sentía minúscula allí. Se dice que el último dictador de derecha de Venezuela, Marcos Pérez Jiménez, construyó esa escuela porque sus hijas estudiaban allí. Todo lo que él hizo fue perfecto, hermoso y magnífico. El período de Pérez Jiménez fue un tiempo de construcción. La mayoría de las autopistas y edificios fueron construidos durante su dictadura.

      Miré a la chica sentada a mi lado, pero no nos hablamos. Seguíamos mirándonos con timidez y con miradas pícaras. Mis ojos mostraban que sentía miedo. Ella debía tener miedo también. Miedo a lo desconocido. Éramos nuevas y nos hallábamos dentro de aquella espectacular edificación. “¡Este edificio nos podría comer!”, pensé para mis adentros. Mi cerebro infantil giraba de manera muy creativa.

      Estábamos en el Colegio Santa Rosa de Lima. Las hermanas pertenecían a la orden dominica. Las monjas iban impecablemente vestidas. Sus hábitos blancos brillaban. Algunas tenían cubierta negra y otras blanca. Era la forma de determinar la jerarquía. La parte frontal de la cabeza iba tapada con una banda blanca y luego llevaban una sobrecubierta blanca que salía de la parte delantera sobre su velo, blanco o negro.

      Por fin, una hermana vino a buscarnos. La otra niña y yo comenzamos a caminar juntas detrás de ella y nos tomamos de la mano. No nos conocíamos. Simplemente nos presentaron y comenzamos a caminar tomadas de la mano. La monja abrió la puerta del aula, donde ya había comenzado la clase, y le dijo a la maestra: “Estas niñas pertenecen a este salón. Las dos son nuevas. Ellas son Carmen María y Amarilis”.

      Entramos y la profesora nos mostró dónde sentarnos. La vida nos demostró que no caminaríamos juntas solo ese día. Años más tarde, nuestras vidas caminarían también en paralelo.

      Los siguientes días trajeron consigo los primeros desafíos de mi vida.

      Tenía un fuerte acento maracucho, algo que resultó ser el centro de las bromas para el resto de las niñas. No hay nada más cruel que los niños, no porque lo sean por naturaleza, sino porque no tienen filtro, dicen lo que piensan. Se burlaban de cada palabra que decía, de la forma como llamaba “gomas” a los zapatos de tenis, de mis expresiones naturales…

      Odiaba ir a la escuela. Extrañaba a mis amigos de Maracaibo. ¡Hasta que un día decidí que aquel acento mío debía desaparecer! Al cabo de muy poco tiempo aquello se solucionó: estaba hablando como una caraqueña y las bromas terminaron. Lo que no sabía era que existía otra posibilidad de vergüenza. Soy disléxica, pero en aquel entonces no se sabía nada acerca de la dislexia. Pasaba de grado porque tenía las calificaciones suficientes en todas las asignaturas, pero no sabía leer. En aquel momento todo el mundo pensaba que era perezosa o tonta. En Maracaibo, mi mamá había contratado diferentes tutores para que me enseñaran a leer, pero nada. Estaba bloqueada. Veía las letras y era como ver chino. No entendía.

      Mi madre, cuando nos inscribió en la escuela en Caracas, quería que me ubicaran en primer grado, pero yo era demasiado alta para mi edad. Las monjas le dijeron a mamá que no les parecía buena idea, que yo era muy grande y el contraste en tamaño era mucho. Agregaron que sus profesoras eran pedagogas especializadas y que, si yo no era capaz de leer para el mes de diciembre, entonces me ubicarían en primer grado.

      Dios mío, ¿qué habría sido peor? Pero, como lo predijeron las monjas, ya para diciembre estaba leyendo; no perfectamente, aunque había mejorado como nunca lo había hecho antes.

      No fue hasta cuando estaba en la universidad y leí un artículo en el consultorio del oftalmólogo, mientras esperaba mi turno para tratar mi ojo vago, cuando supe cuál era mi problema... “¡Soy disléxica!”, me dije a medida que iba leyendo. Yo era la viva imagen de lo que aparecía en ese artículo. Cada palabra, cada descripción de los síntomas era como si estuvieran hablando de mí. A pesar de eso, logré graduarme magna cum laude en la universidad y trabajar como ancla de noticias, lo cual requiere leer un teleprómpter, algo que jamás habría imaginado cuando era pequeña.

      Creo que aquella mudanza y todos los cambios que vinieron aparejados a ella me hicieron sentir más consciente y segura de mí misma.

      Una vez que mi acento cambió y que logré hablar como las caraqueñas, mi vida escolar empezó a ser normal: comencé a aprender, a estudiar, a jugar kickingball, a bailar


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