Diecinueve apagones y un destello. Valentín Roma
mirar de nuevo, que nos exige decir algo distinto y que nos demanda un ejercicio hermenéutico radical e imprevisible. Esta tríada constituye cierta «propuesta de uso» para nuestras capacidades de imaginar el mundo y, al mismo tiempo, una posición desde donde se desautoriza lo emblemático.
En uno de sus libros más feroces, El dolor (1985), Marguerite Duras narra la vuelta a casa del escritor Robert Antelme desde el lager de Duchau, los primeros diecisiete días de aquel cuerpo en lucha por recuperar las funciones elementales, como pasear, beber o dormir.
Es bien sabido que los deportados tenían numerosas dificultades físicas tras su liberación, entre ellas dos insalvables: comunicarse y comer cualquier tipo de alimento. El apagón del habla duraba meses, incluso años, no así la ingesta de materiales sólidos, algo imprescindible para ganar peso pero que implicaba un riesgo mortal, pues el estómago de aquellas personas se había empequeñecido y debilitado hasta tal punto que un simple trozo de fruta demasiado grande podía perforarles los intestinos y producir hemorragias fatales.
Marguerite Duras apenas se sorprende por el silencio de su marido, sin embargo dedica páginas y páginas a hablar de las heces de Robert L., el color viscoso y en nada parecido a algo humano, el hedor nauseabundo, similar a la putrefacción de ciertos vegetales muertos.
Barbas y mierda, hombres frustrados por la falta de fe de sus semejantes y hombres huyendo del animal que todos estamos (per)siguiendo. Desde Freud sabemos que la rebelión se escribe con caracteres escatológicos, nunca con letras doradas ni con signos de sangre. Tras leer a Marguerite Duras resulta imposible acercarnos a La especie humana (1947), el famoso relato de Robert Antelme sobre su experiencia en los campos de concentración nazis, sin sentir que aquel testimonio es también –o es, sobre todo– una advertencia de que a veces se escribe para sanar un cuerpo dolorido y atemorizado, con la ingenua pretensión de que así se curará el sistema nervioso y los organigramas de la humanidad.
La basura de la contemplación ha levantado edificios de adobe que, sin embargo, aguantaron en pie más tiempo que sus homólogos de mármol. Esta perdurabilidad puede atribuirse al sitio donde se ubican, entre lo indetectable y lo insignificante, es decir, entre aquello que no siendo visto tampoco puede ser atacado; entre eso que por carecer de relevancia impide a lo significativo cerrarse tras de sí.
Pero igualmente parece lícito pensar que en todas esas imágenes desechadas hay un augurio que espera su lectura, hay la sospecha de que ahí –ahí, sobre todo–, en este blackout con los pies de estiércol, no encontraremos verdades, sino, como decía José Lezama Lima, lo imposible golpeando contra lo posible y engendrando un infinito de posibilidad.
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