La muchacha del ajenjo. Cecilia Domínguez Luis
hasta que, con el tiempo, conseguí hacerme amiga de algunas compañeras del instituto y poco a poco me fui integrando en su pandilla. La mayoría de ellas eran también inmigrantes, con lo que comprendían mejor mis estados de ánimo.
Aquella primera noche, y a pesar del cansancio, apenas pude dormir. Tenía demasiadas preguntas en mi cabeza. Echada sobre la cama, recorría mi habitación: el armario empotrado en una de cuyas hojas habían pegado un espejo, la pequeña mesa de estudio, las paredes desnudas y blancas que me daban una sensación de mayor soledad. Mañana mismo pondré algo en estas paredes. Ya se me ocurrirá: algún pañuelo, dibujaré algo…, no sé. En mi mesa de noche, junto a una pequeña lámpara, Nuestra Señora de París: un regalo de despedida de mis amigas. Ya sé que te extrañará este regalo, pero es que queríamos regalarte algo que te acercara a ese país donde vas a vivir ahora, así que le preguntamos al librero y nos recomendó este libro. Por lo menos es tan gordo como cualquier best-seller, bromeó Sofía. Esperamos que te guste.
Pues allí estaba, en mis manos, pero aún no había tenido el valor de abrirlo y leer su dedicatoria. Tenía que decidirme. Lo abrí. Quería enfrentarme de una vez a aquella despedida que se prolongaba y me hacía daño: A nuestra querida, queridísima amiga para que se acuerde de nosotras en ese fabuloso París donde estamos seguras de que será feliz y alcanzará lo que se proponga. Esperamos que regreses pronto. Siempre te recordaremos con mucho mucho cariño. Un beso muy fuerte. María, Carmen, Elia, Sofía, Marta, Isabel y Tere. Los «muchachos», Santi, Juan, Daniel y el resto también te piden que no los olvides.
Se me hizo un nudo en la garganta. Tragué saliva. No voy a llorar ahora, me dije. Pasé la página, no sé por qué me salté la introducción y me fui al primer capítulo. Intenté concentrarme en la lectura para ver si así por fin me llegaba el sueño.
Hace hoy trescientos cuarenta y ocho años, seis meses y diecinueve días que los parisinos se despertaron al ruido de todas las campanas repicando a todo repicar en el triple recinto de la Cité, de la Universidad y de la Ville.
De aquel 6 de enero de 1482 la historia no ha guardado ningún recuerdo. Nada destacable en aquel acontecimiento que desde muy temprano hizo voltear las campanas y que puso en movimiento a los burgueses de París; no se trataba de ningún ataque de borgoñeses o picardos, ni de ninguna reliquia paseada en procesión; tampoco de una manifestación de estudiantes en la Viña de Laas ni de la repentina presencia de Nuestro muy temido y respetado señor, el Rey, ni siquiera de una atractiva ejecución pública, en el patíbulo, de un grupo de ladrones o ladronas por la justicia de París...
Al llegar aquí me salté unas líneas, porque me llamó la atención lo que ponía en el párrafo siguiente:
Lo que aquel 6 de enero animaba de tal forma al pueblo de París, como dice el cronista Jehan de Troyes, era la coincidencia de la doble celebración, ya de tiempos inmemoriales, del día de Reyes y la fiesta de los locos.
¿Qué será eso de «la fiesta de los locos»? Bueno, aún queda mucho para que llegue, pensé, y el recuerdo de las pasadas Navidades, las primeras sin nuestro padre, una fecha en la que se hacen notar más las ausencias por más que intentemos disimularlo, pudo más que mi curiosidad por averiguar qué día era ese e hizo que cerrara el libro y me quedara con la vista fija en el techo, intentando pensar en otra cosa. Pero la lejanía, las despedidas, la tensión del viaje se confabularon para que se rompiese la poca fortaleza que aún me quedaba y lloré, tapándome la cara con la almohada. Así me llegó el sueño.
III
Me despertó la claridad que entraba por la ventana. Por unos segundos me creí en casa, en la isla que había abandonado. Abrí bien los ojos. Luego me los restregué para darme cuenta de esa realidad extraña de los muebles, de las paredes desnudas, de la cama que ahora me parecía estrecha e incómoda. Me levanté y abrí poco a poco la puerta que comunicaba a la habitación de mi hermano. Allí estaba él, con los brazos cruzados bajo la nuca y los ojos abiertos mirando el techo. Giró la cabeza, me miró y supe que él había sentido algo muy parecido a lo que yo sentí al despertar.
–¡Para la próxima, a ver si llamas a la puerta!
Si con eso quería empezar una discusión para aliviar sus tensiones, estaba listo. Yo no estaba dispuesta a seguir su juego. Me limité a mirarlo y volver a mi habitación, cerrando la puerta.
Oí que mi madre nos llamaba.
Yo me apresuré a salir, pasé como una exhalación por la habitación de mi hermano y me dirigí al cuarto de baño. Quería entrar primero que él y darme una ducha, al mismo tiempo que intentaba tranquilizarme. De la cocina salía olor a café y a pan tostado.
–Bueno, después de desayunar vamos a ir al Centro Social del que nos habló Pierre. Aquí tengo la dirección.
Carlos inició una protesta. ¡Pero si acabamos de llegar…!
–Por eso mismo. Cuanto antes nos pongamos al día, mejor. Yo empiezo a trabajar dentro de una semana y me gustaría decir dos o tres palabras en francés para no quedar como una ignorante. Además, allí conoceremos a gente que está en nuestra misma situación y a personas que nos ayudarán en estos primeros días. Iré a trabajar más tranquila sabiendo que tu hermana y tú…
–¡Vieja, que no somos unos niños…!
–Pues entonces no te portes como si lo fueras…
El Centro Social estaba a dos manzanas. Realmente era un piso que habían acondicionado: las habitaciones las habían convertido en aulas, en despacho o salas de reuniones y en el salón se podían ver algunas mesas y sillas, varios sillones, un televisor y un ordenador. A la entrada y detrás de un mostrador, una mujer joven nos recibió: Bonjour!
–Buenos días –contestamos.
–¡Ah, españoles! –nos respondió con ese acento francés del que tanto nos habíamos reído cuando lo oíamos en las películas.
El director del centro, Jean-Paul Morel, nos recibió en un despacho que era, a la vez, sala de reuniones y donde había varias mesas con ordenadores y otras llenas de papeles. En una estantería se alineaban archivos y algunos libros. Nos habló de todo lo que se ofrecía en el centro, aparte de clases de francés. Información sobre el barrio: comercios, centros de asistencia médica…
Luego nos preguntó si ya teníamos arreglado lo del ingreso en el instituto.
Le contesté que sí, pero que habíamos tenido alguna que otra dificultad y que yo, no sé por qué razón, tenía que repetir el último curso, a pesar de que había aprobado… Yo, que quería empezar ya a estudiar informática…
–No te preocupes. En el fondo creo que así será mejor para ti. Aquí hay especializaciones diferentes y a lo mejor este año descubres alguna de ellas que te atraiga más que la informática. Además, si sigues con tu idea tampoco te viene mal repetir. Así tendrás más tiempo libre, porque solo tendrás que repasar un poco las materias.
Desde luego, monsieur Morel es todo un optimista, pensé. Y aquí estoy yo, escuchándolo y sin rechistar y, lo que me parece más raro: mi hermano no ha dicho ni esta boca es mía, con lo que a él le gusta una protesta.
Mi madre le mostró su preocupación por su inminente entrada a trabajar sin saber nada del idioma. Monsieur Morel la tranquilizó diciéndole que entre los trabajadores era frecuente ayudarse y que, por lo pronto, se le enseñaría lo básico para poder defenderse los primeros días.
–Bien, y ahora voy a presentarles a la profesora que va a impartirles clases de francés y a su ayudante. Ella es española, de Barcelona, y él es un muchacho argelino que sabe algo de español pero, sobre todo, está aquí para reforzarles el francés, conversando en ese idioma con ustedes.
Fue así como conocí a Adel, un muchacho argelino que no parecía tener más de veinte años, no demasiado alto –un poco más que yo–, de ojos oscuros y labios gruesos, que nos saludó con un «encantado de conocerlos» en un español que convertía las erres en ges y que me hizo sonreír. A la salida y por indicación