El ataque de los zombis. Raquel Castro

El ataque de los zombis - Raquel Castro


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eso sí, te pasas la vida twitteando desde tu chingado iPhone. Para eso sí tienes recepción, ¿no?

      Estaba exagerando. Pero me dio entre horror y vergüenza que él supiera de mi cuenta en Twitter, así que me quedé muda. Cuando terminó de regañarme me dijo el motivo de su llamada: que al día siguiente le comprara a la señora de la fruta mandarinas en vez de naranjas.

      Me daba terror cada vez que sonaba mi celular. Despertaba en las mañanas con náuseas y dolor de cabeza. El dolor de espalda ya era permanente y se me empezó a dormir un brazo. Toño me compadecía a medias, porque estaba de acuerdo en que Phil era un tirano, pero no podía entender por qué aceptaba yo ir a deshoras a la oficina o por qué le contestaba el teléfono fuera del horario de trabajo.

      Una mañana, Phil me llamó a su despacho.

      —¿Un café, querida?

      Estaba en su modalidad amable.

      —Perdona si en ocasiones he sido un poco duro, pero no es un año normal de trabajo. Estamos viviendo un periodo extraordinario.

      No supe qué contestar, así que siguió hablando.

      —Te lo cuento porque has demostrado ser leal. Pero no se lo digas a nadie. ¿Me lo juras?

      Asentí con la cabeza.

      —Se va a acabar el mundo. En pocos meses.

      Sentí ganas de correr lejos, pero sólo pude volver a asentir con la cabeza.

      —No es broma. Es una cuestión magnética. Se está despolarizando la Tierra y si eso acaba de ocurrir, todos los átomos se separarán y se perderán en el vacío. Las reuniones que organizamos (que sin ti no se harían, por cierto. Gracias, querida) son para canalizar la energía y potenciarla para que eso no pase. Es un plan perfecto, pero faltan dos reuniones más: una preparatoria, como las anteriores, y la decisiva. El mundo depende de nosotros, pero debemos trabajar a marchas forzadas. Te necesito más que nunca.

      Imagino que mi cara estaba para foto, pero él no hizo ningún comentario al respecto. Me dio un par de engargolados gordísimos y me dijo que mi tarea para el día era leerlos, entenderlos y “ponerme la camiseta”.

      Lo peor de todo es que, al leer los documentos que me pasó, me di cuenta de que era verdad todo lo que me había dicho. En los engargolados había pruebas irrefutables de que una tormenta cósmica se acercaba a la Tierra desde otra dimensión y nuestras opciones eran solamente dos: que se reuniera suficiente gente adiestrada para generar un campo magnético que la rechazara o disolvernos en la nada. Lo que más me aterró fue que los textos estaban redactados de un modo tal que se tenía que creer en ellos incluso si uno no lo deseaba o si, como es mi caso, no sabía nada de ciencia. Leí todo y supe que era verdad. Supe que no dejaría de creer nunca.

      Así, aterrorizada, fui al privado de Phil.

      —¡Tenemos que difundirlo, llamar a los periódicos, que todo mundo sepa! —estaba yo histérica.

      —Cálmate, niña. Si hacemos eso, vamos a tener millones de personas al borde del colapso, justo como estás tú. Eso no sirve de nada. Lo que tienes que hacer es ser discreta y confirmar a los asistentes de la siguiente reunión. Ése es tu granito de arena.

      Vinieron días todavía peores. Encima de que tenía que estar haciendo llamadas desde las siete de la mañana hasta las once de la noche, me daba pavor que no consiguiéramos nuestra meta. Y me pesaba muchísimo no poder contarle nada a mi novio o a mis amigos. Aunque, claro, ni siquiera los veía.

      El humor de Phil era otro problema: cada vez más voluble, se enojaba de todo y luego se contentaba como si nada. Me hacía la ley del hielo si desde su punto de vista me había equivocado en algo y cuando me perdonaba me dejaba algún regalo sobre mi escritorio, o me llamaba al teléfono de la oficina desde su extensión para contarme cualquier tontería.

      —Tenemos mil doscientos confirmados, Phil. ¿Será suficiente?

      —Para esta reunión necesitaríamos unos dos mil. Háblales aunque sea de madrugada. Y prepárate, la última va a estar más difícil.

      Casi me mudé a vivir en la oficina.

      Mi mamá me habló muy preocupada. Me dijo que temía que me hubiera metido en negocios sucios. Se enojó porque me tuve que despedir a los dos minutos.

      —Ái me hablas cuando volvamos a existir para ti —dijo antes de colgar.

      Toño me condicionó:

      —Entiendo que eres responsable y que te importa tu chamba. Entiendo que viene un evento importante. Pero si después de eso sigues en las mismas, cortamos.

      Con todo, logré que confirmaran dos mil doscientos. Pensé que Phil me invitaría a la reunión, pero no mencionaba nada, así que le pregunté.

      —No estás lista; ya te dije que tu parte es otra.

      Supongo que puse cara de decepción, porque añadió:

      —Lo que haces es tan importante o más que lo que hace la gente que va. Y piensa que a la siguiente tenemos que ser cinco mil. Ve pensando en dónde podría ser.

      A lo mejor no nací para ser heroína. La sola idea de tener que conseguir un lugar para cinco mil personas “barato, céntrico y discreto” (como me había encargado Phil) me pesaba. Eso por no hablar de todas las llamadas que habría que hacer. ¿Y si al final no conseguíamos salvar al mundo? Otra gente habría pasado sus últimos días a gusto, yendo a bailar, comiendo sabroso o cogiendo, mientras yo habría vivido colgada del teléfono, soportando a un jefe bipolar.

      Cuando Phil me pasó el archivo con diez mil contactos y me dijo que teníamos un mes para confirmarlos, me pregunté si no sería mejor, de veras, que se acabara el mundo. Pero de inmediato me arrepentí. Tenía que sacrificarme por mi mamá, mi novio, mis amigos. Y también porque tenía el sueldo de varios meses acumulado en mi cuenta: a la fecha no había tenido tiempo de gastármelo en la ropa fina y los zapatos cucos que me habían profetizado.

      —Oye, Phil, ¿y no estaría bien contratar a alguien más? Digo, entre dos lo haríamos más rápido… —me atreví a sugerir.

      Me miró como si le hubiera mentado la madre.

      —¿Qué tan difícil es agarrar el teléfono y hacer una llamada? Si te aplicaras, podrías hacer treinta o cuarenta en una hora. ¡Trescientas en un día, y sin quedarte hasta muy tarde!

      Una matemática excelente, siempre y cuando cada vez me contestara de inmediato justo la persona a la que le tenía que llamar, que me escuchara con atención y no tuviera ninguna duda, que tuviera un lápiz y un papel a la mano y no me pidiera que le dictara más despacio la dirección de la sede de la reunión. También haría falta que nunca se me secara la garganta ni necesitara ir al baño ni estornudara…

      La verdad es que me ofendió por insensible. Supongo que se me notó, porque de inmediato cambió el tono para ser otra vez el jefe amable y comprensivo:

      —Mira, niña, te prometo que cuando salvemos el mundo todo va a cambiar. Lo haremos público y ganaremos un dineral. Claro, entonces habrá más trabajo, pero será mucho mejor pagado.

      —Phil, si salvamos el mundo…

      —¿Cómo que “si salvamos”? ¿No confías en mí? Di “cuando salvemos” —me interrumpió.

      —Bueno. Cuando salvemos. Cuando salvemos el mundo… yo voy a renunciar. No puedo seguir haciendo esto.

      Mi jefe soltó una carcajada larga.

      —¿Estás loca? ¿No te acuerdas del contrato que firmaste? Te comprometiste a trabajar de por vida en esto. Nuestra misión es demasiado delicada como para dejarte ir.

      Cuando llegué a mi casa leí por primera vez mi copia del contrato. Era verdad. Decía que yo trabajaría para siempre con Phil y que si algo me pasaba, él no sería responsable. Estaba redactado del mismo modo que los documentos que probaban el fin del mundo: quien lo leyera sabría que yo era, de hecho, propiedad


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