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con mi entendimiento. Y así observaré, por ejemplo, que mi mujer manifiesta permanentemente su bondad… ¿Con qué percibiré esas cualidades? Con los ojos de la razón.

      Al comparar estos diferentes órganos de percepción, advertimos cuán importante es que nuestros ojos de fe estén muy bien desarrollados ¿no les parece? Porque, claro, si contemplamos a nuestro cónyuge con ojos puramente naturales, la visión que ellos nos ofrezcan de él o ella tendrá encanto mientras se esté en los años jóvenes, pero con el correr del tiempo dicho encanto se desvanecerá. Sí; porque la belleza y la figura hermosa tarde o temprano se deshacen. Vale decir que la fuerza del hombre acaba un día por disiparse. Por eso si nosotros nos contemplamos sólo con ojos materiales, la alta estima que nos dispensemos no durará mucho.

      Algo similar acontece con los ojos del entendimiento. Suele ocurrir muchas veces que cuando se ha avanzado años la agudeza del entendimiento se debilita. Pero si nuestros ojos de fe están bien provistos y acondicionados con las fuerzas necesarias, entonces al contemplar al cónyuge, la mirada irá siempre más allá de lo terrenal y contemplarán la vida divina, al Dios Trino que mora en él o ella.

      Con estas reflexiones he anticipado, de algún modo, la respuesta. ¿Qué decía la afirmación planteada? Que la fe es una luz clara. Así es... ¿Y sobre que realidades arroja luz la fe? En primer lugar, sobre el hombre mismo y su destino; y en segundo lugar, sobre el acontecer mundial en su conjunto.

      Ahora habría que contemplar con mayor detenimiento ambos aspectos y extraer conclusiones concretas. En primer lugar, a la luz de la fe nos conocemos a nosotros mismos y a nuestro destino. ¿Y qué es lo que vemos de nosotros mismos a la luz de la fe? La elevación de nuestro estado. ¿Qué elevación de estado? ¿Cómo es esta elevación?

      Paso a exponerles lo que ya acabo de decirles, pero vertiéndolo en otra forma.

       No sólo participamos de la vida animal y de la vida angélica, sino también de la vida del Dios Trino. Esto quiere decir, en la práctica, que somos realmente hijos del Padre y miembros de Cristo.

      ¿Y en qué consiste nuestro destino? En que nuestra vida sea semejante a la vida de Cristo. ¿Qué significa esto concretamente? De este hecho extraigo sólo dos consecuencias que revisten una gran importancia para nuestra vida.

       Les repito que el sentido de mi vida es el asemejamiento a la vida del Señor. La vida de Jesús fue una vida gloriosa, pero también crucificada. Tomémoslo con gran seriedad. Esto quiere decir, en la práctica, que es perfectamente natural y evidente que debamos estar clavados en la cruz. El sentido de mi vida es asemejarme a Cristo.

      No sé ahora qué se imaginan al pensar en una vida crucificada. Pero ya en nuestra última reunión hablamos con detenimiento sobre las decepciones de nuestra vida conyugal. Vale decir entonces que las desilusiones que podamos experimentar por parte del cónyuge sencillamente forman parte del sentido de nuestra vida. De alguna manera tenemos que cargar con una cruz, estar clavados en ella. Si abrazamos con seriedad la vida cristiana, si somos buenos cristianos, no nos asombremos de estar clavados en la cruz de sufrir decepciones, de padecer desprecios. Insisto en que todo ello simplemente es parte de nuestra existencia.

      Recuerden, por favor, aquella imagen que les presenté y comenté tantas veces en otros encuentros: De un lado de la cruz esta clavado el Crucificado... y del otro debo estar clavado yo mismo. Les repito, y nunca será excesiva la frecuencia con que lo escuchemos, que el sentido de nuestra vida es asemejarnos a Cristo, y también al Cristo crucificado.

      Permítanme avanzar un poco más y extraer una segunda conclusión. Si es verdad que somos miembros de Cristo, que somos otros tantos “pedazos” de Cristo; si por lo tanto también mi esposa es un pedazo de Cristo –aún cuando este enferma o me haya desilusionado-, ¿qué es lo que amaré entonces en ella? Amaré todo lo hermoso, incluso toda la hermosura corporal que haya en ella. Puedo asimismo amar su alma, su corazón bondadoso. Pero ¿qué es lo fundamental, lo más profundo que puedo y debo amar en ella?: Cristo está en ella. Ella es un pedazo de Cristo.

      ¿Cuál es el motivo más hondo para ese amor?: El hecho de que una esposa sea un “prójimo” y también yo lo sea. Por eso queremos amarnos uno al otro tal como nos amamos a nosotros mismos. Pero aún no basta; porque todavía no hemos tenido en cuenta la realidad de que somos un “pedazo” de Cristo.

      Ahora bien, no pasen por alto que por el hecho de haber sido redimidos no sólo somos “como” Cristo, sino que en Cierto sentido somos también “otros Cristos”. Ser otro Cristo… Vale decir entonces que lo que les hagan a los demás, me lo han hecho a mí.

      Esta reflexión nos brinda una excelente oportunidades para hacer un examen de conciencia. Les pregunto entonces: Mi amor hacia el prójimo, incluso el amor a los hijos, el amor a nuestros amigos... ¿Es un amor puramente natural o es un amor sobrenatural?

      Porque si nuestro amor, y también nuestro matrimonio, el vínculo conyugal, debe ser y quiere ser fiel (indisoluble), eso dependerá de que amemos a Cristo en el otro. ¿No es cierto? Es comprensible. Y esto vale lógicamente no sólo para los matrimonios, sino para todos los cristianos, también para los que están en el convento.

      Pero en nuestro caso, ¿cómo amó Cristo a los hombres a diferencia del Antiguo Testamento? Entregando todo, incluso su vida, por los demás.

      ¿Cómo amaré entonces a mi prójimo, vale decir, el esposo o la esposa la esposa al esposo? Si nos contemplamos mutuamente a la luz de la fe, se nos hace claro que debemos estar dispuestos a dar todo por el otro, ¿no es cierto?

      Podemos imaginarnos esta realidad de la siguiente manera: Todos somos miembros de Cristo; el esposo, la esposa y los hijos son miembros


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