La feliz y violenta vida de Maribel Ziga. Itziar Ziga

La feliz y violenta vida de Maribel Ziga - Itziar Ziga


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      © Itizar Ziga, 2020

      © De la presente edición: Editorial Melusina, s.l.

      www.melusina.com

      Primera edición: octubre de 2020

      Primera edición digital: octubre de 2020

      Reservados todos los derechos.

      Diseño de cubierta: Araceli Segura

      eisbn: 978-84-18403-20-0

      contenido

      Contenido

       1. Amor y muerte. Jimmy Somerville canta en nuestra despedida

       2. Plenitud y violencia. La feliz y violenta vida de Maribel Ziga

       3. Pobreza y supervivencia. El obrero es el dueño de los medios de producción o mis cojones 33. La plusvalía del patriarcado

       4. Revolución Al final, era el patriarcado el opio del pueblo

       Agradecimientos

       Contra-agradecimientos

      A mi hermana Ainhoa,

      por nuestra jovial supervivencia junticas.

      A María Jiménez, a Tina Turner,

      a Emma Gutiérrez Vallejos,

      a Hilaria del Bosque Hermoso, a Moni Nahia,

      a todas las valerosas mujeres que,

      como mi amatxo,

      sobrevivieron al amor patriarcal

      con toda su luz intacta.

      Y,

      por supuesto,

      a las que no sobrevivieron...

      ¡Vengaremos vuestra muerte destruyendo el patriarcado!

      A Beatriu Massià, a las mujeres de Tamaia,

      al feminismo.

      Y a Madonna Louise Veronica Ciccone, siempre...

      1. Amor y muerte. Jimmy Somerville canta en nuestra despedida

      La única anormalidad

      es la incapacidad de amar.

      Anaïs Nin

      Me bordo en cicatrices...

      La cicatriz como lugar de reconocimiento,

      como afectación creativa de la supervivencia

      y punto de fuga hacia una alianza de frágiles.

      Bárbara Muriel

      Si puedes entregarte al viento, puedes cabalgarlo.

      Toni Morrison

      Mientras mi madre entró en coma irreversible en el hospital, Jimmy Somerville me cantaba en sueños. You may break the skin but you can’t kill the soul I’ve had all I can take. I’m leaving tomorrow… Me despertó el fatal mensaje de mi hermana, esa noche la acompañaba ella. Ha vuelto a la uci, crisis cardio-respiratoria. Supe que era el final. Al salir de casa hacia el hospital con María, enero desplegaba un amanecer rosa brillante y los acordes épicos de la canción todavía me sonaban dentro. Ya no volví a verla consciente.

      A mi amatxo y a mí nos encantaba The Communards, su música disco combativa. Y a ella le hacía muchísima gracia cómo se movía Jimmy Somerville, le recordaba a una lagartija. Siento que ese maricón alzado con voz de contratenor que cantaba contra la homofobia, contra la crueldad y contra la Thatcher, le puso música a la despedida más difícil de mi vida, y le estaré siempre agradecida por ello. Eso sí: seis años después me sigue costando escuchar Tomorrow y es una de mis canciones favoritas desde niña, aunque a menudo me suena y me enaltece dentro.

      Murió a las pocas semanas, a finales de enero. Yo le dije que podía irse, que Ainhoa y yo estaríamos bien, que no iba a dejar a Ainhoa sola, que su amor precioso y no asfixiante de madre nos había predispuesto a buscar la dicha… Apoyé mi frente en su frente, miré sus ojos de miel velados por el coma, y le hablé de aquella tarde. Verano, 1987. De repente, se nos ocurrió tumbarnos en la angosta terraza, nunca lo habíamos hecho, así que corrimos a por mi colchón. Era una de esas madres gamberras que hacen cosas consideradas de crías, las más divertidas. No podíamos parar de reír. Espiábamos a los transeúntes por un agujerito entre los ladrillos y les gritábamos cosas absurdas. La Ari se nos unió eufórica y ahí permanecimos las tres, la madre, la hija y la perra, flotando en felicidad absoluta. Recordé aquella radiante tarde casi treinta años después y le dije que podía irse.

      Las dos estábamos en paz con nuestros demonios y con la violencia de mi padre.

      ...

      Las enfermeras acababan de retirar toda la cacharrería médica que la sostuvo mientras su vida se apagaba. Eran tres o cuatro, nos habían acompañado en las últimas semanas con ese saber hacer, tan animoso como delicado, por el que amaré siempre al gremio de las enfermeras. Al verme, salieron ellas sin decir palabra. Acompañaron sigilosas y presentes el dolor y el amor inmensos del momento: jamás olvidaré su coreográfica retirada. Nos dejaron a María y a mí con mi amatxo.

      Estaba desnuda y espléndida, ya sin tubos ni cables ni agujas ni esparadrapos, en paz. Es verdad que nos enfriamos rápido al morir. La acaricié, la besé, me deleité mirándola. Aquellos párpados de actriz del Hollywood dorado. Providencialmente, llevábamos licor de mandrágora en una petaca, así que rociamos su piel sedosa para lamerla. Sus tetas, su tripa, su ombligo. Besé aquella loma de carne de la que había salido 39 años atrás. María dijo: ¡hasta tenéis el coño igual!

      A mi ama le hubiera encantado este ritual tan improvisado como ancestral de brujas. Honrar el cuerpo de mi madre y despedirme de ella así es de las cosas más bellas que he vivido. Soy adoratriz porque mi amatxo me enseñó a amar.

      En junio de 2008 estuvo a un suspiro de la muerte. Regresó, y yo regresé a su lado. Llevaba viviendo plena y feliz en Barcelona desde el 2000, nunca me había planteado marcharme, no dudé ni un segundo en volver a Iruñea para disfrutar de mi maravillosa progenitora cuando la vida nos dio una prórroga. Otra más.

      Aunque perderla me dolió en lugares de mí que ni sabía que existían y la evocaré hasta mi último aliento, sé que murió en un momento crítico para ella: no le hubiera gustado continuar con mayor nivel de dependencia. Antes de ser ingresada en el hospital por insuficiencia respiratoria a finales del 2013, ya le costaba demasiado atravesar nuestro pasillo para ir al baño sola. No quería morir, pero tampoco disfrutaba tanto de la vida perdiendo movilidad inexorablemente. Ella, que había surcado las mil escaleras y los alocados terraplenes de Rentería sobre sus tacones de aguja de nueve centímetros parabellum.

      Cada noche la acompañaba a acostarse, como ella hacía con nosotras cuando éramos pequeñas. La arropaba y besaba, a veces también charlábamos. Yo sentía su desesperación entonces, cuando encogía su maravilloso metro cincuenta bajo las mantas al apagar la luz, aunque por la mañana se despertaba contenta.

      Mi amatxo murió en 2014. Temía los años bisiestos porque le habían traído catástrofes, la muerte de una hija recién nacida entre las más terribles. 2014 no fue bisiesto, y así acabamos con la maldición. Aunque nada es invivible cuando lo estás viviendo, me sobrecoge recordar mis primeros meses sin ella, aquel dolor tan nítido. Desde hacía muchos


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