Historia de la Revolución Rusa Tomo I. Leon Trotsky
y toscos, tiene orgullo; y quiere que nosotros también les tengamos orgullo. La revolución es, para él, ese breve y valioso momento en el que los humildes oprimidos levantan su voz». (Isaac Deutscher, El profeta desterrado: Trotsky, 1920-1940)
La genialidad de Historia nace de su método dialéctico, de la habilidad con la que Trotsky relaciona los conflictos y contradicciones puntuales con el desarrollo general de la historia: la contradicción entre el atraso económico y la industria moderna, entre el gobierno provisional y los soviets; la presión de la guerra mundial sobre la burguesía, de los obreros y soldados sobre los soviets, de los campesinos sobre el gobierno provisional; la tensión entre la dirección del Partido Bolchevique y sus cuadros y militantes, entre unos dirigentes y otros; el autor teje cada trama en un mismo paño que revela el verdadero proceso revolucionario en movimiento.
El historiador y revolucionario argentino Milcíades Peña, aseveró que solo dos obras, para él, logran una íntegra comprensión dialéctica, «donde la realidad ha sido captada en su evolución, en sus contradicciones, en sus diversas fases cuantitativas y cualitativas. Esas obras son El capital de Marx e Historia de la Revolución Rusa de Trotsky». (Milcíades Peña, Introducción al pensamiento de Marx).
Historia contiene y afirma las fundamentales lecciones de la Revolución Rusa: que las revoluciones las hacen las masas trabajadoras, y que pueden triunfar únicamente si un partido revolucionario las logra dirigir hacia la conquista del poder.
Así lo ilustra Trotsky en el prólogo: «El rasgo característico más indiscutible de las revoluciones es la intervención directa de las masas en los acontecimientos históricos. En tiempos normales, el Estado, sea monárquico o democrático, está por encima de la nación; la historia corre a cargo de los especialistas de este oficio: los monarcas, los ministros, los burócratas, los parlamentarios, los periodistas. Pero en los momentos decisivos, cuando el orden establecido se hace insoportable para las masas, éstas rompen las barreras que las separan de la palestra política, derriban a sus representantes tradicionales y, con su intervención, crean un punto de partida para el nuevo régimen. (...) Sin una organización dirigente, la energía de las masas se disiparía, como se disipa el vapor no contenido en una caldera».
Estas lecciones fueron secuestradas durante décadas por el aparato contrarrevolucionario mundial del estalinismo, tanto más desde que su sicario, Ramón Mercader, logró asesinar a Trotsky en 1940 en México. Generación tras generación, las masas, inspiradas en el Octubre bolchevique, hicieron revoluciones que llegaron a expropiar a la burguesía en un tercio del mundo el siglo pasado. Pero el estalinismo, en nombre del socialismo «realmente existente», cumplió su pacto de coexistencia pacífica con el capitalismo imperialista, y frenó, desvió, abortó o aplastó a cada una.
Ese aparato contrarrevolucionario se derrumbó entre 1989 y 1991, liberando de sus ataduras a las enormes fuerzas revolucionarias de los pueblos del mundo. Contradictoriamente, al no surgir nuevas direcciones revolucionarias en la ex Unión Soviética, no se restauró allí la democracia socialista, sino el mercado capitalista; y apareció un nuevo obstáculo para los revolucionarios del mundo. Aquella vívida inspiración que el triunfo bolchevique había grabado en el imaginario social de las masas oprimidas se desvaneció ante la ofensiva neoliberal del imperialismo, que logró convencer a millones de que la historia había terminado, que el socialismo había fracasado y que no había sistema posible más allá del capitalismo. Nuevos procesos revolucionarios recorrieron el mundo; en América Latina protagonizamos nuestro Argentinazo, nuestras revoluciones bolivarianas y andinas contra el amo del norte. Pero predominó la idea de que al capitalismo no había con qué darle, de que había que limitar las luchas a los cambios «posibles».
Todo eso cambió con la crisis sistémica en la que entró el capitalismo mundial desde 2008. A partir de entonces, cada vez más, lo que está en tela de juicio, lo que parece fracasar, es el capitalismo. Entramos en una nueva etapa de polarización y revoluciones. Hemos visto a la Primavera Árabe derrocar dictadores que llevaban décadas al mando; vemos a indignados e independentistas poner al régimen monárquico español contra las cuerdas; vemos a pueblos que llevaban largos años dormitando, tomar las calles en EEUU, Europa y Asia; vemos recorrer en el mundo una nueva ola feminista. Todo está cuestionado. Necesitamos un nuevo Octubre que se instale en las cabezas de millones como inspiración y ejemplo a seguir, como lo hizo el de hace 100 años en Rusia.
Historia de la Revolución Rusa de Trotsky, que durante todos estos años resguardó celosamente la experiencia y las conclusiones de aquella gesta, multiplica su valor en esta etapa de crisis que atravesamos. Para los que militamos hoy con la convicción de transormar la barbarie capitalista en un mundo que valga la pena ser vivido, es una lectura imprescindible. En ella encontraremos unas cuantas lecciones útiles para comprender, no solo el pasado de nuestros antecesores, sino también nuestra propia realidad actual.
Los editores
Noviembre de 2018
PRÓLOGO
En los dos primeros meses del año 1917 reinaba todavía en Rusia la dinastía de los Romanov. Ocho meses después estaban ya en el timón los bolcheviques, un partido ignorado por casi todo el mundo a principios de año y cuyos jefes, en el momento mismo de subir al poder, se hallaban aún acusados de alta traición. La historia no registra otro cambio de frente tan radical, sobre todo si se tiene en cuenta que estamos ante una nación de 150 millones de habitantes. Es evidente que los acontecimientos de 1917, sea cual fuere el juicio que merezcan, son dignos de ser investigados.
La historia de la revolución, como toda historia, debe, ante todo, relatar los hechos y su desarrollo. Mas esto no basta. Es menester que del relato se desprenda con claridad por qué las cosas sucedieron de ese modo y no de otro. Los sucesos históricos no pueden considerarse como una cadena de aventuras ocurridas al azar ni engarzarse en el hilo de una moral preconcebida, sino que deben someterse al criterio de las leyes que los gobiernan. El autor del presente libro entiende que su misión consiste precisamente en sacar a la luz esas leyes.
El rasgo característico más indiscutible de las revoluciones es la intervención directa de las masas en los acontecimientos históricos. En tiempos normales, el Estado, sea monárquico o democrático, está por encima de la nación; la historia corre a cargo de los especialistas de este oficio: los monarcas, los ministros, los burócratas, los parlamentarios, los periodistas. Pero en los momentos decisivos, cuando el orden establecido se hace insoportable para las masas, éstas rompen las barreras que las separan de la palestra política, derriban a sus representantes tradicionales y, con su intervención, crean un punto de partida para el nuevo régimen. Dejemos a los moralistas juzgar si esto está bien o mal. A nosotros nos basta con tomar los hechos tal como nos los brinda su desarrollo objetivo. La historia de las revoluciones es para nosotros, por encima de todo, la historia de la irrupción violenta de las masas en el gobierno de sus propios destinos.
Cuando en una sociedad estalla la revolución, luchan unas clases contra otras y, sin embargo, es de una innegable evidencia que las modificaciones por las bases económicas de la sociedad y el sustrato social de las clases desde que comienza hasta que acaba no bastan, ni mucho menos, para explicar el curso de una revolución que en unos pocos meses derriba instituciones seculares y crea otras nuevas, para volver en seguida a derrumbarlas. La dinámica de los acontecimientos revolucionarios se halla directamente informada por los rápidos, tensos y violentos cambios que sufre la psicología de las clases formadas antes de la revolución.
La sociedad no cambia nunca sus instituciones a medida que lo necesita, como un operario cambia sus herramientas. Por el contrario, acepta prácticamente como algo definitivo las instituciones a que se encuentra sometida. Pasan largos años durante los cuales la obra de crítica de la oposición no es más que una válvula de seguridad para dar salida al descontento de las masas y una condición que garantiza la estabilidad del régimen social dominante; es, por ejemplo, la significación que tiene hoy la oposición socialdemócrata en ciertos países. Han de sobrevenir condiciones completamente excepcionales, independientes