El síndrome de Falcón. Leonardo Valencia
una pauta y, después, la revisión de grandes novelas y autores inscritos en esa tradición aparentemente marginal: casos que parecían rarezas como Bomarzo (1962) de Mujica Láinez, desenvolviéndose en el Renacimiento italiano, o novelas como La tejedora de coronas (1982) de Germán Espinosa, o autores como Sergio Pitol, han pasado a considerarse como representativos de esa versatilidad del escritor. Sólo bajo esta perspectiva se puede entender la normalización de esa errancia que, bajo diferentes registros, se reforzó en la década del noventa del siglo XX. Que Jorge Volpi elija una temática alemana en novelas como En busca de Klingsor (1999), Mario Bellatin trate anécdotas japonesas en novelas como El jardín de la señora Murakami (2001) o Shiki Nagaoka (2002), Jesús Díaz se desplace a Rusia en Siberiana (2000) o Europa del Este en Las cuatro fugas de Manuel (2002), o que César Aira baile con gracia no sólo en sitios recónditos de Argentina sino de Europa, Venezuela o Panamá, son una muestra mínima. Lo cierto es que esas líneas de trabajo permiten releer su tradición y revelar la variedad de líneas de trabajo que se han desarrollado. El caso de Los detectives salvajes refleja una gran síntesis de esta explosión de territorios abordados por la literatura, donde se integran distintas voces de latinoamericanos y españoles en varios países –las esquirlas de la explosión del boom están recogidas en esta gran novela y clausuran su expansión epigonal–, por no hablar de 2666, que es donde se verifica el nuevo panorama, en el que el recorrido narrativo por el mundo responde a una problemática de índole indefectiblemente universal donde no se pierden los rasgos de cada una de las identidades transversales que aparecen en estas novelas: se las hace interactuar porque tales identidades son vasos comunicantes. Este procedimiento ha convivido con otras obras que siguen revisando las historias de cada país desde adentro. Los procesos, en cualquier caso, no son unidireccionales. Reflejan más bien una riquísima variedad de caminos, incluido tratar temas o personajes connacionales a los autores, de manera que en estos se puede encontrar incluso una vía distinta: la problematización del retorno. Volpi vuelve a México –previo paseo delirante por Francia– con El fin de la locura (2003), o el caso de Piedras encantadas (2001) de Rey Rosa, donde el protagonista intenta volver a Guatemala. Ni Bolaño ni Aira, y tantos otros autores, han descuidado a sus respectivos países en su novelística. De manera que esa errancia son varias errancias, y se experimenta incluso en cada autor que empezó proyectándose como desarraigado que vuelve, y que con la misma libertad se vuelve a marchar.
No dejemos de observar las implicaciones en la escritura novelística. En el ensayo de Carlos Fuentes de 1970, Casa con dos puertas, el autor mexicano señaló un punto clave en la novela de la época, y que no deja de serlo de cualquier novela arriesgada: “No hay una sola novela importante de los sesentas que no realice ese doble tránsito: primero, aprehender una estructura verbal previa; en seguida, liberarla sólo para crear un nuevo orden del lenguaje”. Bajo esta consideración se puede reconocer cuándo se viene abajo cualquier novela reciente que siga la cartografía tópica latinoamericana tanto como la que aborda la errancia por otros países y culturas. Esa incorporación de una estructura verbal (conocimiento de la tradición) y ese nuevo orden del lenguaje (exploración formal y lingüística), exige unas difíciles condiciones de escritura y legibilidad que muy pocos autores están dispuestos a asumir y a las que difícilmente se enfrenta el lector acostumbrado a dejarse llevar por productos de más fácil consumo y que, por lo tanto, se aparta de la media de la oferta editorial. Es como si, en aras de tal legibilidad, se optara por una resta frente a la multiplicidad latinoamericana que exige, más bien, una suma y una síntesis. En esa resta conviene detenerse.
Para empezar, se produce una pérdida si se entroniza a la novela como el eje de la literatura latinoamericana, deslindándola de sus provechosas relaciones —marcadas por su tradición— con el cuento, la poesía, el ensayo y el teatro. Es reductor olvidar que la gran narrativa de la década del sesenta estuvo atravesada por las relaciones con los poetas, el ensayo y, last but not least, el oficio del cuento. Imposible entender a Fuentes sin la impronta ensayística y poética de Reyes y Paz, a Borges sin el oficio poético, a Vargas Llosa –traductor de Rimbaud– y a García Márquez embebidos de la poesía de Rubén Darío, por no hablar de la rendida admiración del ejercicio crítico de Cortázar con la figura de Keats o a Roberto Bolaño por la poesía, al punto que está tematizada en varias de sus novelas. La estatura intelectual y la versatilidad de la prosa del escritor latinoamericano siempre estuvieron fundadas en este diálogo de géneros –aspecto sutilísimo pero insoslayable, como demostraron Borges y Monterroso—, ajeno a la actual profesionalización de novelistas que apenas aluden o se nutren de esos procesos, y que prescinden por ejemplo de un ejercicio crítico que vaya más allá del simple reseñismo o la tertulia de mesa redonda, y que llegue a una discusión intelectual con verdadera capacidad crítica de disensión: “Entre el brindis y el silencio, las nuevas ficciones no han suscitado ni un intenso arbitraje de valores ni una reflexión sobre el destino de la novela ni un auténtico debate sobre la situación en Hispanoamérica. De ahí la apariencia, por de pronto, un tanto amorfa y bastante superficial del fenómeno”, ha señalado Gustavo Guerrero en La religión del vacío y otros ensayos. Luego tenemos la puesta en un segundo plano de la tradición del cuento latinoamericano, dándole escasa representatividad e incitando, perversamente, a su aparente abandono por parte de escritores que prometen como cuentistas natos y terminan como forzados novelistas. Es aquí, en este cruce de coordenadas, o su difuminamiento editorial, donde una reflexión podría reordenar las perspectivas y aclarar el panorama de un canon menos efectista pero más consistente.
Toda especialización o segmentación en el territorio literario de Latinoamérica significa una resta que termina por llevar al desaliento de lo banal, a la cortedad de miras y, sobre todo, a la pérdida de una estatura intelectual y de escritura. Visto el novelista latinoamericano como un agente de sí mismo, aislado del diálogo y de la revisión de sus tradiciones, facilita la idea de una entidad minusválida, e incluso puede llevar a algunos escritores a una actitud generalista: el rechazo en bloque de sus tradiciones para entregarse en brazos de una internacionalidad puesta al día por centros de irradiación fuertemente asentados en lo que dicta, por ejemplo, la literatura norteamericana, o las imposiciones esporádicas de Frankfurt o Londres. La salida del latinoamericanismo tópico que marca cartografías encasilladoras no puede pasar por el abandono en bloque de su tradición a riesgo de dar saltos en el vacío, precisamente porque, aunque no tan visible, esa discusión está insertada con fuerza en la tradición latinoamericana. El apresuramiento por obviar o negar la tradición latinoamericana, debido a un miedo a constar como epígono en aras de un brillo individual, puede dar rápidos frutos mediáticos en el panorama editorial y literario, pero termina siendo un empobrecedor fuego fatuo.
De manera que podríamos perfilar distintas orillas que conviven actualmente en la narrativa latinoamericana. Por una parte una orilla nacionalista, escrita desde adentro de cada país y con poca salida o difusión intercontinental. Luego está la orilla internacionalizada, en la que curiosamente convergen dos variantes en apariencia contradictorias: la que satura su obra de los tópicos de América Latina y la que, por llevar la contra a esa vertiente, ha quemado las naves con su tradición, negando incluso la existencia de “lo latinoamericano”. Y una más, de menos difusión, que relee la tradición, que la amplía en su relectura, y que suelta las amarras de una nave que no tiene otro puerto que su propia navegación en la aventura de la lengua. Aquí tiene sentido la observación del múltiple desterrado que fue Edmond Jabès: “La lengua es hospitalaria. No toma en cuenta nuestros orígenes. Ya que sólo puede ser lo que logramos sacar de ella”. Como ejercicio crítico de esta superación de las orillas, señalaría el caso de César Aira por su Diccionario de autores latinoamericanos (2001), donde se comprende el alcance enciclopédico con el que hay que tratar esta tradición. Aira es uno de los pocos escritores que cumplen, paralela a su obra creativa, una amplia labor ensayística en la tradición que han llevado a cabo Paz, Vargas Llosa, Fuentes, Cortázar, Monterroso, Pitol, Saer, García Ponce o R.H. Moreno Durán. Entre los escritores nacidos desde la década del cincuenta hay que señalar el trabajo ensayístico de poetas y narradores como Gustavo Guerrero, Alberto Ruy Sánchez, Williams Ospina, Eduardo Chirinos, Jorge Volpi o Fernando Iwasaki.
Como coda y muestrario, para una revisión de este fértil terreno inasible de las literaturas errantes de Latinoamérica –y esta condición inasible de su errancia es precisamente la que sostiene su fuerza imaginativa y las nuevas tensiones