El síndrome de Falcón. Leonardo Valencia
El libro flotante de Caytran Dölphin (2006) se ocupa de la rapidez con que la red va cambiando la expresión verbal— es el novelístico, y en “¿Cuánta patria necesita un novelista?” (hay versiones anteriores de 2002 y 2006) comienza diciendo:
Una novela es inútil si se la lee entendiendo que su naturaleza es la del juego. Y los juegos, a su manera, sabemos que son inútiles, pero no por eso dejan de ser menos importantes. Por lo tanto queda planteada una contradicción: ¿qué importancia tiene para algo inútil como la novela, algo tan importante y “útil” como una patria? ¿Se corresponden o no? ¿O no será que las patrias no son tan importantes y las novelas sí? (p. 254).
Los lectores asiduos de Valencia notarán la consistencia de sus ideas y diversidad teórica en torno a cómo “piensa” la novela y cómo la practica, especialmente al conectar la posición y cuestionamiento citados con los de su erudito ensayo más reciente sobre la problemática de la impresión de totalidad del género, Moneda al aire (la primera edición ecuatoriana de 2017 tiene una estructura diferente, y un subtítulo menos).
Algunos lectores notarán la coincidencia temporal de ese ensayo respecto a la utilidad de los saberes humanistas con el manifiesto posterior La utilidad de lo inútil (2013) de Nuccio Ordine (quien a su vez sugiere indagar en Vargas Llosa, Borges y Cervantes respecto a la lectura y la ficción), especialmente en las acepciones que el profesor italiano le da a su oximorónico título en las comunidades cultas actuales. Como expresa explícitamente el ensayo que me ocupa, su autor ya había pensado en la utilidad, y no solo por no ser parte de ningún tribalismo nuevo o renovado, llámeselo patriarcado, jerarquía, poder o cúpula. El hecho es que en ambos libros de ensayo de Valencia la voz es muy suya y cercana, similar a la de Ordine y otros (George Steiner, Simon Leys en Le studio de l’inutilité de 2012, Christopher Domínguez Michael), como si la claridad moral fuera un solvente que quita las capas de décadas de los pequeños compromisos, decepciones y racionalizaciones de que se compone la vida de un escritor. Según Theodor W. Adorno, no hay que tomar el compromiso demasiado al pie de la letra, pues “si se lo convierte en norma de censura, entonces reaparece aquel momento del control dominante respecto a las obras de arte, al que ellas ya se oponían antes de cualquier compromiso controlable” (p. 321). Diferentes de sus coetáneos anglófonos, los hispanoamericanos sí tienen una idea de qué son el socialismo y el progresismo (en esta época revitalizados por los giros mundiales a la derecha), y de lo que han hecho en el pasado o hacen en sus países o en los vecinos, y no los desean.
En ese contexto Moneda al aire —que en ningún momento se refiere a Jeremy Bentham, padre del utilitarismo, o a su noción de que todo acto humano, norma o institución, deben ser juzgados según su utilidad, o sea según el placer o el sufrimiento que producen en las personas— parece menos un avatar de una experiencia generacional y más el ensayo de un literato que nuevamente se encuentra fuera de ella, como ocurre con El síndrome de Falcón. En un proyecto inédito sobre el boom la comparatista argentina Claudia Gilman asevera con razón, y en especial si se tiene en cuenta el estado de la crítica de la novela en el Ecuador, “Después de todo, es la relación que cada quien guarda con su propio presente la que lo incita a hacer afirmaciones del tipo: ‘la novela no es planta apta para aclimatarse en América’, o a ver novelas por todas partes”.3 Ese tipo de provincianismo (del que hubo numerosas muestras latinoamericanas, e incluso cierto triunfalismo respecto a novelistas que se “adelantaron” a Cien años de soledad), más el contexto de las interminables muertes y resurrecciones de las artes de narrar, impulsó a Valencia a explayarse ensayísticamente sobre ambos género, aun antes de practicarlos simultáneamente. Él se encuentra pues en todavía otra ocasión mundializada en que los bien publicados celebran los logros de la novela tienen en el aire novelistas que hablan de la crisis del género.
La autorreferencialidad crítica
A estas alturas es patente que con Valencia nunca es necesario ir página por página para demostrar conexiones conceptuales, porque piensa y escribe con mayor ambición y sin la inseguridad del neófito desesperado por figurar o “ganar”. Debido a que también evita exabruptos en la línea de “uno de mis autores favoritos”, con venias a los poderes institucionales, o las pontificaciones del tipo “en esto creo, y punto”; con él se está ante una especie de sesudo y juicioso atleta literario en una época de distracciones electrónicas y especializaciones voluntariosas, laboriosidad casi decimonónica parecida a la de un blogger en su aparente determinación por convertir cualquier trozo de conocimiento y experiencia en frases veloces y torpes. De hecho, Valencia ha tenido un blog y participa de los medios sociales, pero sabe bien que estos tejen experiencias dispares que, a cierto nivel, las convierte en indistinguibles. Si se examina cuidadosamente sus entradas o posts se notará que en esas mediaciones tiende a complicar positivamente cualquier lectura de su prosa no ficticia, y ese procedimiento cuaja con su narrativa y su actividad literaria general, que lo han convertido en uno de los prosistas hispanoamericanos más dinámicos de su generación.4
Valencia es de su generación (los nacidos poco después de la irrupción del boom, en el meollo de los cambios culturales de los cuales 1968 fue un detonante) pero nunca ha querido ser parte de las negociaciones de ella para plasmar capital cultural en determinados espacios intelectuales o mediáticos. Consecuentemente, varios contemporáneos suyos se siguen esforzando demasiado por mostrar que no son otra cosa que cosmopolitas, del primer mundo que quieren criticar; y cuando la oportunidad lo requiere, pugnan por refugiarse en un tercer mundo en el que no suelen vivir, y del que quieren ser portavoces comprometidos, con frecuentes estancias o viajes al primer mundo, editorial. Sin embargo, los que juegan a dos bandos también pueden ser afectados por el virus global mediante el cual, como nuevos autores fascinados por la realidad virtual o la red mundial, descubren que su mito personal no se traduce al tipo de reconocimiento de los de generaciones anteriores que no tuvieron acceso a los medios sociales. En ese contexto es revelador un epígrafe de El síndrome de Falcón: “Desde el momento en que el individuo se alegra de separarse de la sociedad que lo ha visto nacer y se opone a sus entusiasmos y efusiones, la reflexión se vuelve singular, personal, sospechosa, auténtica, perseguida, difícil, desconcertante y sin la más mínima utilidad colectiva” (énfasis mío) de Vie secrète (1998) de Pascal Quignard. Tampoco deja de tener importancia para entender algunos impulsos de Valencia que Quignard es autor de Les Ombres errantes (2002), especie de “no novela” total y fragmentaria, de varios estilos artísticos, y muy en particular una larga meditación sobre la escritura y la lectura. Son novelas que se separan del mundo para entenderlo.
En ese contexto, para otros narradores —en el último lustro Héctor Abad Faciolince en la revista Eñe española, Patricio Pron en la Revista de Occidente y a través de su El libro tachado. Prácticas de la negación y del silencio en la crisis de la literatura, Zambra en la Revista Chilena de Literatura, la argentina Matilde Sánchez en la revista chilena Dossier, y Cristina Rivera Garza en Los muertos indóciles. Necroescrituras y desapropiación y ensayos como “El escritor en ciberia”— la red mundial está cambiando si no canibalizando o acosando a los narradores de las generaciones recientes, destruyendo las fuentes del contenido y pertenencia que tanto ansían. Valencia no deja de participar en esas conversaciones con ensayos, narrativa y notas periodísticas sobre la novela multimedia o la mala política editorial de su país. A la vez, ha dedicado ensayos más detallados y posteriores como “El arte de la novela y las nuevas tecnologías”, o “Crónica de viaje de un novelista a la literatura digital y su regreso (felizmente) escarmentado”; ambos de 2011. En “Nunca me fui con tu nombre por la tierra”, especie de manifiesto a favor de no ver la literatura ecuatoriana como “emergente”, además de proveer un registro de autores de generaciones inmediatamente anteriores, asevera cautelosamente:
No es gratuito que los más jóvenes escritores de mi país estén creando tantos espacios de discusión literaria a través de Internet, y que por esta vía están mostrando lo que ocurre en sus primeros pasos. No quiero dejar de mencionarlos: pienso en Eduardo Varas, Miguel Antonio Chávez, Ángel Emilio Hidalgo, Ernesto Carrión, Francisco Estrella, Solange Rodríguez. Estamos a un botón de descubrirlos. (p. 289)
Detrás de esas cavilaciones también merodea la desconexión con la traducción (en su caso del italiano) y el desprestigio lingüístico, y para esos propósitos Valencia no se ve ni debe percibirse