Obras Completas de Platón. Plato
—Sí, ciertamente.
—¿También disputaréis sobre cuál es el más hermoso?
Ambos se echaron a reír.
—No os preguntaré —repliqué yo— cuál de los dos es más rico, porque sois amigos; ¿no es así?
—Sí —dijeron ambos.
—Y entre amigos se dice que todos los bienes son comunes, de suerte que no hay ninguna diferencia entre vosotros, si realmente sois amigos, como decís.
Acto continuo iba a preguntarle cuál era el más justo y el más sabio; pero llegó uno, que obligó a Menéxeno a marcharse, so pretexto de que el maestro de palestra le llamaba, porque creo que estaba encargado de la vigilancia del sacrificio. Luego que se retiró Menéxeno,[4] me dirigí a Lisis.
—Dime, Lisis, tu padre y tu madre te quieren mucho; ¿no es así?
—Mucho —me dijo.
—Por consiguiente, ¿querrán hacerte lo más feliz del mundo?
—¿Puede ser otra cosa?
—Y ¿consideras dichoso al que es esclavo y no es libre de hacer lo que quiere?
—No, ¡por Zeus!, no es dichoso.
—Entonces tu padre y tu madre, si te aman verdaderamente y quieren tu felicidad, deben hacer los mayores esfuerzos para hacerte dichoso.
—Es claro.
—¿Te dejan, pues, hacer todo lo que quieres, sin regañarte nunca, ni impedirte obrar a tu capricho?
—¡Por Zeus!, sucede todo lo contrario; me impiden hacer muchas cosas, Sócrates.
—¿Cómo así? ¿Quieren que seas dichoso, y te impiden hacer tu voluntad? Dime; ¿si quisieses montar en uno de los carros de tu padre, y tomar las riendas cuando hay alguna lucha, te lo permitiría tu padre o te lo prohibiría?
—Ciertamente que no me lo permitiría.
—Y ¿a quién lo encomienda?
—Hay un conductor que recibe por esto un salario de mi padre.
—¿Qué dices?, ¿permite a un mercenario mejor que a ti hacer lo que quiere de los caballos, y le da además un salario?
—¿Por qué no? —dijo.
—¿Pero se te permite conducir la yunta de mulas y castigarlas con el látigo cuando te acomode?
—¿Cómo quieres que se me permita eso?
—Entonces nadie puede castigarlas.
—Sí, verdaderamente —dijo—; el mulatero puede hacerlo.
—¿Es libre o esclavo?
—Esclavo.
—Tus padres, a lo que veo, hacen más caso de un esclavo que de ti, que eres su hijo, puesto que le confían, con preferencia a ti, lo que les pertenece, y le permiten hacer lo que quiere en el acto mismo que te lo prohíben a ti. Pero dime aún; ¿te dejan en libertad de conducirte por ti mismo?
—¿Cómo me lo habían de permitir?
—¿Pues quién te guía?
—Mi pedagogo, que ahí está.
—¿Es esclavo?
—Sí, y propiedad nuestra.
—Vaya una cosa singular —dije yo—: ¡ser libre y verse gobernado por un esclavo! ¿Qué hace tu pedagogo para gobernarte?
—Me lleva a casa del maestro.
—Y tus maestros ¿mandan sobre ti igualmente?
—Sí, y mucho.
—¡Vaya un hombre rodeado de maestros y pedagogos por la voluntad de su padre! Pero cuando vuelves a casa y estás cerca de tu madre, ¿te deja esta hacer lo que quieres para que seas dichoso? Por ejemplo, ¿te deja revolver la lana y tocar el telar mientras ella teje, o antes bien te prohíbe tocar la lanzadera, el peine y los demás instrumentos de trabajo?
Lisis echándose a reír,
—¡Por Zeus!, Sócrates —me dijo—, no solo me lo prohíbe, sino que me pega en los dedos si llego a tocar.
—¡Por Heracles! —exclamé yo—, ¿has hecho alguna ofensa a tu padre o a tu madre?
—No, ¡por Zeus!, no les he ofendido en nada —me respondió.
—Pues ¿de dónde nace que te impiden ser dichoso y hacer lo que quieras, obligándote todos los instantes del día a ser obediente, y, para decirlo de una vez, a reducirte a la condición de no hacer nada por tu voluntad, puesto que de todas estas riquezas ninguna está a tu disposición, como que todo el mundo las administra excepto tú, y tu cuerpo mismo, a pesar de ser tan hermoso, note presta ningún uso, toda vez que otro, distinto que tú, lo cuida y lo gobierna? En definitiva, tú, Lisis, ni haces ni diriges nada a tu voluntad.
—Es —respondió— porque aún no tengo la edad, Sócrates.
—Mira, hijo de Demócrates, que acaso la edad no sea la verdadera razón, porque hay cosas, tan importantes como las que hemos referido, que a mi parecer tus padres te dejarán ejecutar sin reparar en tus pocos años. Por ejemplo, cuando quieren que se les lea o se les escriba alguna cosa, es seguro que serás tú el primero a quien se dirijan en casa, ¿no es así?
—Sí —respondió.
—Y cuando escribes, ¿no eres libre de trazar esta letra la primera y aquella la segunda y leerlas en seguida en el mismo orden? Asimismo, cuando coges la lira, ¿te impiden tus padres aflojar o apretar las cuerdas que quieres puntear o tocar con el plectro?
—No.
—¿Por qué razón te permiten unas cosas y te prohíben otras, según hemos dicho?
—Sin duda porque unas cosas las sé y otras no las sé.
—Bien, excelente joven. Luego, no es la edad la que espera tu padre para permitirte hacer todas las cosas, porque el día que te crea más hábil que él, ese día te confiará todos sus bienes y hasta su persona.
—Así lo pienso —dijo.
—Bien, pero dime; ¿tu vecino no hará contigo lo mismo que tu padre, y no crees que te entregará su casa para gobernarla, más bien que para administrarla, el día en que te crea más hábil que él?
—Creo que me la confiará.
—¿Y los atenienses a su vez no te confiarán sus negocios, en el momento en que te crean más experimentado?
—Sí, ciertamente.
—¡Por Zeus! —repuse yo—, ¿qué haría el gran rey de Persia? ¿Entre su hijo mayor y nosotros, a quién confiaría el cuidado de dar sazón a los distintos platos de su mesa, si le probásemos que nosotros somos más entendidos que su hijo en la preparación de condimentos?
—A nosotros, evidentemente.
—Más aún; no permitiría que su hijo se mezclara en nada, y a nosotros nos dejaría obrar, aun cuando quisiéramos echar la sal a puñados.
—Sin duda alguna.
—Dime más: si su hijo tuviese malos los ojos, ¿le permitiría tocarlos con sus manos, sabiendo que no entiende nada de medicina, o se lo impediría?
—Se lo impediría.
—Pero si nos tuviese a nosotros por buenos médicos, ¿no nos dejaría obrar, aun cuando quisiéramos llenar de ceniza los ojos del hijo, confiando en nuestra habilidad?
—Tienes razón.
—¿Y no sucedería lo mismo en cuantas ocasiones parezcamos nosotros más hábiles que su hijo?
—Necesariamente,