El continente vacío. Eduardo Subirats
más relevante entre los planteamientos reformistas de la conquista americana no fue tanto esa virtual defensa de la vida y la integridad ética y jurídica de los habitantes del Nuevo Mundo, sino su identificación con el sometimiento espiritual del indio a la jurisdicción eclesiástica. Era la Iglesia y su discurso teológico-político de salvación lo que se instauraba efectivamente como verdadero orden jurídico y moral universal en nombre de su defensa de los indios. Era el discurso político y teológico de la conversión que cristalizaba como logos de la colonización.
Ello explica las ambigüedades que el simple principio de «defensa de los indios» de ningún modo podría aclarar. De Vitoria, en efecto, deslegitimó la guerra santa. Pero al final de sus lecciones sobre los derechos de los indios americanos no expuso con menor convicción una serie de títulos bajo los cuales los españoles podían «emigrar a aquellos territorios y permanecer allí». Entre esos títulos sobresalen el estado de naturaleza del indio, su carencia de civilización y cultura, y su necesidad de tutelaje.120 De Vitoria apelaba en última instancia a la misma representación negativa del indio como carencia de ley que, de acuerdo con Sepúlveda, justificaba la servidumbre y, en consecuencia, la guerra de vasallaje.
Semejante ambigüedad recorre asimismo la argumentación de Suárez. En 1621 apareció su tratado sobre la guerra y la paz. Eran, en realidad, las lecciones que sobre este tema había pronunciado en Roma en el año de 1584. Ya he señalado que Suárez se opuso al derecho de guerra contra los infieles. En aquellas lecciones se declaró, además, en favor de los derechos del indio. Pero, de nuevo, es preciso repetir que su propósito no era exactamente la «defensa de los indios» en el sentido literal de estas palabras, sino la defensa de la jurisdicción de la Iglesia sobre sus almas y sus formas de vida, estilizada como garantía institucional de su protección y tutelaje. Esta jurisdicción institucional de la Iglesia solamente podía legitimarse, sin embargo, en nombre de la paz, la caridad y la fe, pero entendidas como fines trascendentes.
La guerra santa era injusta. Pero la guerra contra indios podía ser legítima bajo determinadas condiciones que solo debía y podía sancionar la Iglesia. El verdadero problema casuístico no residía en la guerra, sino en la definición de estas condiciones, allí donde la doctrina heroica de la conquista se contentaba con el principio simple de una guerra sin ley contra bárbaros y demonios. Si se establecía que los indios sacrificaban sangre inocente en sus cultos, por ejemplo, la guerra era justa. Entonces y solo entonces, «en defensa de los inocentes es lícito atacar a estos infieles», se decía en el tratado de Suárez. El filósofo consideraba que los americanos, en virtud precisamente de sus cultos diferentes, «al obrar de esta manera son peores que los locos. Y porque no son dueños de su propia vida, cualquiera podrá obligarlos a que no se suiciden […] siempre que esta forma de asesinato sea injusta».121 El camino argumental que recorría Suárez resultaba ciertamente más ambiguo y alambicado que el que podía esgrimir un Ginés de Sepúlveda, pero su objetivo era idéntico.
Ciertamente, la moral heroica heredada de las guerras medievales contra el islam en Iberia había sido superada y suprimida. La ocupación territorial americana se legitimaba ahora en nombre de la utopía renacentista del «buen gobierno». Pero la introducción de este elemento utópico en las estrategias evangelizadoras tampoco garantizaba resultados precisamente maravillosos. Significaba más bien una redefinición de la conquista y la cristianización en los términos seculares de una acción civilizadora que, sin embargo, no tenía por ello que cambiar sus estrategias, ni suspender su violencia. Ya no había necesidad de avasallar a los indios porque fuesen infieles. Bastaba hacerlo porque sus leyes y formas de vida y de gobierno no fueran perfectas. De todos modos no podían serlo mientras no fueran cristianas.
Así como Las Casas justificaba la conversión de los indios como «mejorada libertad», así también Suárez legitimaba la ocupación militar como «mejorado gobierno». La utopía cristiana del buen gobierno no se basaba, sin embargo, en un principio ético de las costumbres ligado a la realidad espacio temporal de un pueblo. La verdadera ciudad de los cristianos era la ciudad de los cielos, y en la tierra, de lo que se trataba era de la institución de la Iglesia y la burocracia de la fe. El ideal de un «buen gobierno» consistía en la salvación en el más allá, y en la sujeción interior y exterior, por diezmos, sacramentos y vigilancia exterior, a la suprema potestad de la Iglesia.122
Montesinos, Las Casas, De Quiroga, Zumárraga, Mendieta… todos ellos han sido estilizados por una tradición cristiana y liberal que prolonga sus buenos afanes hasta la contemporánea teología de la liberación, a la vez como apóstoles de la cristiandad católica o universal y defensores de la particularidad del indio americano. Tutelaje y conversión: ¡esta era la cuestión! Es cierto que la labor protectora de estos pioneros de la modernidad con respecto a algunos derechos de los indios de América fue tan loable y ejemplar como la de sus sucesores. Solo que no es este el problema. El dilema principal residía en la resistencia de formas de vida, en la conservación de la memoria y los conocimientos tradicionales y en la defensa de una comunidad autónoma. Tal fue la dramática preocupación de las crónicas críticas de América: las de Garcilaso o Guamán Poma. La cuestión apostólica de la defensa del indio, en cambio, pasaba por su conversión como condición absoluta de cualquier otra reivindicación. Pasaba por la eliminación de la memoria, la destrucción de las expresiones espirituales y conocimientos, y la anihilación de las formas de vida del amerindio.
El postulado moral de la caritas cristiana desempeñaba en este proceso un papel distintivo. Constituía, primero que nada, aquel nexo espiritual que vinculaba entre sí las tareas del apostolado con la defensa de la vida: la unidad de propaganda y supervivencia. Pero esa caridad, versión reductiva del eros cósmico de la tradición griega, islámica y judía que va de Heráclito y Lucrecio a Leone Ebreo, era también la piedra fundamental de ese buen gobierno colonial. Ningún sistema político era moralmente justo si no se basaba en el principio de esta figura del amor cristiano y, en consecuencia, si no se erigía asimismo sobre sus premisas institucionales. Eso quería decir que la caridad era el medio instrumental para llevar al mismo orden colonial que había definido previamente la estrategia política y jurídica de la guerra justa contra indios.123
En el mismo orden de una concepción reformadora de la cristiandad debe incluirse el universalismo antiimperialista de los grandes filósofos del siglo XVI: Paracelso, Franck, Vives, Erasmo… frente al panorama histórico de las guerras de religión en Europa y de las guerras coloniales de América, todos ellos expusieron el programa de una historia universal presidida por el ideal de la paz y de la libertad.124 Su renovadora mirada teológica, jurídica y filosófica instauraba una nueva era histórica bajo la bandera de un humanismo cristianizado. En su nombre, el descubrimiento del Nuevo Mundo se transformaba en la real instauración de un Mundo Nuevo. Era una contradictoria construcción del nuevo orden católico o global. Suponía al mismo tiempo la erección de un principio universal de libertad y la implantación de la uniformización represiva de todo el mundo. Al mismo tiempo que imponía un orden global, instauraba nuevas y radicales separaciones étnicas, religiosas y económicas sobre la faz de la tierra. Se trataba de un orden que, por parafrasear a Inca Garcilaso, debía ser concebido a la vez como un todo plural y diverso, pero era, al mismo tiempo, un solo mundo unificado bajo un solo principio de coerción y violencia.
En el Timeo de Platón, el mundo, definido como cosmos, se identificaba con un orden armonioso y perfecto. Este orden era intrínseco al universo.125 Su equilibrio, belleza y armonía de ningún modo podían expresarse en los términos de una trascendencia. El Fedón exponía este cosmos como el resultado de un equilibrio interior, la isotropía, que al mismo tiempo abrazaba el orden de la naturaleza y un equilibrio humano de las costumbres (ethos).126 La filosofía cristiana, sin embargo, no podía aceptar sin más esta