La piel insomne. Mauricio Montiel Figueiras
conciencia, haciéndonos entender el significado de prohibido. Y sin embargo, queríamos que el futbol continuara, qué carajos, diez-diez, imposible aceptar un empate; aún había un poco de luz en lontananza, un fulgor similar a un hilo de sangre oxidada, y además allí estaban las estrellas, el sabor a luna en la punta de la lengua. El hilo de sangre en el cielo nos remitía a ese otro hilo convertido en firma sobre nuestro pacto de hermandad secreta, el trozo de papel que cargábamos siempre en un bolsillo de los jeans junto a nuestro fetiche de látex y nuestros sueños de conquistadores y los cerillos que sacábamos para encender otro Camel y tratar de olvidar las miradas en la nuca. Un ridículo nerviosismo causó que nuestra voz surgiera del estómago cuando gritamos ¡a buscar más balones para el desempate! y nos lanzamos a la caza de otra tumba abierta, una fosa donde no se ahogara un sapo como el que aún croaba. El solo hecho de pensar en el anfibio agazapado en la oscuridad, listo para brincarnos a la cara, nos ponía la carne de gallina; el humo se nos atoraba en el paladar, la saliva se nos espesaba.
Así fue que nos entregamos a la búsqueda de otras bocas destapadas en el suelo, aguzando el oído para identificar sus bostezos, cuidándonos de las gárgolas y sus susurros. La luna se exprimía entre los pinos y difuminaba el follaje mientras recorríamos el deshuesadero; nos sentíamos Sam Spade con algo de Dick Tracy, quizá un poco Nosferatu por nuestros movimientos de película muda y porque además estábamos mudos. Nadie hablaba, sólo el viento en su infinito diálogo con el mármol. En la lejanía los perros le aullaban a un dios perdido entre los arbustos, tal vez al animal que habíamos inmolado en un lote baldío como parte de los ritos de paso de la pubertad. Comprendíamos que estábamos haciéndonos hombres y por eso la mascota naranja del carnicero había dado tumbos entre nuestras risas, incendiando una parcela de nuestra juventud al igual que los cigarros, llevándose en el hocico un jirón de nuestra inocencia; un jirón que había anticipado el hilo rojo que goteó sobre el papel luego del ir y venir de la navaja en nuestro índice. Debíamos sepultar al niño que aún traíamos dentro, enterrar sus pantalones cortos ahora que nos encontrábamos en el deshuesadero jugando por primera vez con la muerte, burlándonos de ella en un lúgubre partido de futbol que tenía que seguir. Por eso saltábamos entre las estatuas en pos de otros balones, un Camel recién prendido en los labios, y nos carcajeábamos al comprobar que el hombre captado por el rabillo del ojo era un ángel ciego, y suspirábamos de alivio al descubrir que lo que reptaba bajo nuestros tenis era únicamente una rata.
Exploramos el deshuesadero con el tabaco raspándonos la garganta y los nervios. Acabábamos de subir a una tumba para normalizar la respiración y tener una mejor perspectiva de los sepulcros cuando sucedió lo que debía suceder, lo que ya estaba previsto que nos sucediera al violar la quietud del deshuesadero e incluso desde antes, mientras cantábamos a Bill Halley y Elvis Presley o nos reuníamos frente a la tienda del viejo Gato o imaginábamos mentiras para fugarnos de las garras paternas o cuando en la casa del árbol uno de nosotros dijo, en medio de una bocanada de humo, vamos a jugar futbol entre las lápidas.
Un instante me hallaba allí, de pie sobre una tumba fumando un cigarro, y al siguiente ya no: un segundo sí y luego no, visible e invisible, ahora me ves, ahora no me ves, abracadabra. Creí seguir parado y cuando reaccioné estaba cayendo; la losa que cubría la tumba se había vencido bajo mi peso y ahora me precipitaba en una boca larga y profunda, custodiado por terrones y esquirlas de granito. La noche se transformó en un rectángulo índigo con estrellas cerca de los bordes; empezaba a verla desde abajo de la tierra. De nuevo quedé suspendido en el aire por la eternidad de la caída y ya no fueron tres o tres metros y medio sino cuatro, cinco, cincuenta, quinientos mil metros, los suficientes para despeñarme durante una hora, tres días, seis semanas, nueve meses. La oscuridad se frotaba contra mi piel y mi ropa y las rasgaba con pedruscos o dedos o dientes salidos de quién sabe dónde, de todas partes o de ninguna; la oscuridad y a la vez un caleidoscopio de colores y sensaciones que me hacía perder toda noción de tiempo y distancia y caer seguido por rocas y pedazos de una inscripción que conmemoraba al dueño de la boca que me devoraba; caer despellejándome la cara y las manos en los colmillos de la tumba y aspirando el hedor más penetrante del mundo, la fetidez de lo que acechaba allá abajo con los brazos bien abiertos como mis ojos; caer hacia un fondo cada vez menos lejano mientras asumía que en ese fondo me aguardaba una noche doblemente noche y algo más, una sacudida que me rompería la columna antes de que las tinieblas cerraran sus quijadas sobre mí, quizás un abrazo tan gélido que me obligaría a comprender que nadie me ayudaría a salir, que estaría solo como siempre había estado, que Carlos y Manuel y Esteban continuarían siendo los mismos inútiles fantasmas que yo había inventado para ser el líder de un club que nunca existió, los mismos amigos ficticios que jamás me rescatarían y que me acompañarían hasta el final de la caída, cuando todo se redujera a un relámpago de dolor antes de que la noche se colara a mis poros, justo antes de aceptar que mi destino sería esperar pacientemente a que alguien desenterrara mi cráneo para astillarlo durante un partido de futbol y recordarme que a fin de cuentas la idea había sido mía aquella tarde con el sol medio quebrado en el horizonte.
LA DULCE PESADILLA DE SOFÍA
Como cada domingo que se dejaba asfixiar por el oro fundido de la siesta, Sofía empezó a soñar con la terraza. Allí la tarde jugaba a trenzar hebras de luz y sombra entre las macetas, en las divisiones de las baldosas, quizás hasta en los canarios que gorjeaban melancólicamente al fondo de la casa envuelta en el sopor estival.
Primero vino un entumecimiento delicioso, la sensación de manos que con cariño depositaban piedras en el pecho y las rodillas. Segundos después –aunque en el sueño no existía el tiempo, decía mamá durante la cena– llegó el cosquilleo en la cintura, una oleada de hormigas que escaló el vientre y los pezones de ocho años y se detuvo en el cuello con una efervescencia similar a la del Alka-Seltzer que papá tomaba antes de dormir. Por último fue la telaraña que de un jalón se untó a los ojos e hizo recordar las mascadas de mamá, la impresión de que alguien arrojaba un sombrero sobre el rostro para clausurar ese canto de aves a lo lejos y permitir que la saliva fluyera, espesa y caliente, rumbo a la almohada por donde deambulaba una mosca.
Y así Sofía fue entrando en el sueño de puntillas, quedito quedito, como le hubiera gustado entrar en el cuarto de papá y mamá cuando se encerraban por la noche. Papá comenzaba a alzar la voz y mamá intentaba calmarlo pero mejor sollozaba; luego eran las patadas en la pared, el mueble volcado en el suelo, los misteriosos insultos de papá, las súplicas de mamá transformadas en gritos y al cabo de unos minutos en quietud, acre silencio segado por golpes que podrían ser producidos por un látigo al morder la carne.
Sofía pasó a su pesadilla a través de una puerta de madera ajada que se abrió conforme alguien le quitaba del rostro el sombrero con olor a naftalina. De pronto ahí estaba ella, de pie en la terraza con vis ta a la calle, enfundada en el vestido blanco que papá quemó en un acceso de cólera y que mamá había comprado para una primera comunión cada día más incierta.
Sofía brincó, asustada por el estallido que reverberaba en sus tímpanos. Volteó hacia atrás, el corazón desbocado, y se sintió tonta al descubrir que la explosión la había provocado la puerta principal, empujada por una ráfaga proveniente del interior de la casa. Sonrió: mamá no había cerrado la puerta, qué olvidadiza. Papá se molestaba cuando oía ese ruido y empezaba con los reproches: a ellas les tenía sin cuidado la propiedad que les había regalado el abuelo, si a ellas no les importaban los muros de por sí jodidos entonces que los derribaran, mejor destruyan la casa de una vez por todas y se acabó, viviremos más felices bajo los escombros, entre el polvo y las ratas. Siempre las mismas injurias, la misma furiosa letanía mezclada con el gorjeo de los canarios.
Transcurrieron varios segundos –aunque en el sueño no existía el tiempo, ¿quién decía eso?– y no hubo señales de que papá fuera a aparecer en el umbral, las facciones encendidas por el alcohol que mamá le traía del supermercado. La puerta continuó azotándose contra la pared, marcando el ritmo cardiaco de Sofía que ya se normalizaba: uno dos, uno dos. Sin soltar la escoba que alguien le había colocado entre las manos, ella cerró la puerta con excesiva lentitud, disfrutando la brisa que soplaba desde el patio trasero. Se alarmó al ver, por el rabillo del ojo, las plantas que se mecían en las macetas como esqueletos verdes.
Nunca