Marido de conveniencia. Jacqueline Baird
–No creo que eso importe. ¿Cuánto tiempo estuviste en la clínica? ¿Una hora, dos? ¿Le dijiste al médico el nombre del padre? Algo me dice que no.
Y volvía a tener razón. Josie había ido a Oxford, donde nadie la conocía, y había pasado la mayor parte de la tarde en un café, intentando decidir lo que debía hacer.
–No, no se lo dije –admitió, y cerró los ojos, entristecida por el recuerdo de la muerte de Charles. Cuando volvió a abrirlos, Conan, que estaba estudiando atentamente su rostro, le tomó la mano y se la llevó a los labios.
–No te preocupes, Josie. No te arrepentirás de casarte conmigo, y es lo mejor para todos. Créeme.
Josie apartó la mano; el contacto de sus labios sobre su piel la había afectado más de lo que quería admitir.
–Oh, te creo. Conseguirás que todo salga maravillosamente bien –contestó con sarcasmo–. Y además, siempre podremos divorciarnos cuando… –se interrumpió bruscamente; le parecía demasiado cruel hablar en ese momento de la muerte del Mayor, o de su herencia.
–Tienes razón –confirmó Conan con sarcasmo–, pero antes tendremos que casarnos, ¿no te parece?
–Sí.
–Magnífico. No sabes cuánto me alegro de que nos hayamos entendido. Ahora tengo que dejarte, pero vendré a buscarte para que vayamos a cenar el lunes por la noche. Como te he dicho, el funeral es el martes e iremos juntos.
Josie no tuvo oportunidad de contestar porque su padre entró en ese momento en el salón.
–¿Cuándo es el funeral? ¿Ya está todo organizado?
–Sí, señor Jamieson. El martes a las dos. Pero ahora tenemos que hablarle de algo –la tomó por la cintura–. Su hija ha tenido la amabilidad de aceptar ser mi esposa y quisiera contar con su bendición.
–¿Es eso cierto, Josephine? ¿Te has comprometido con Conan? –su padre la miraba estupefacto–. ¿Estás segura de que sabes lo que estás haciendo?
–Sí, claro que sí papá –dijo, forzando una sonrisa.
–Quiero a su hija, señor Jamieson –miró a Josie a los ojos–, y hoy me ha convertido en el hombre más feliz de la tierra.
Josie miró a su padre, convencida de que Conan no habría conseguido engañarle, pero pronto comprendió lo equivocada que estaba.
–¿De verdad crees que podrás ser feliz casándote con Conan? No tienes por qué precipitar una boda en un momento como éste…
–Pero quiero hacerlo. No tengo ninguna duda, papá: adoro a Conan.
–Bueno, si estás tan segura. Y parece que tienes mejor aspecto. El color ha vuelto a tu rostro.
El color era el resultado de la combinación de su enfado y la cercanía de Conan, pero, por supuesto, no iba a desilusionar a su padre.
–En ese caso, Conan, claro que cuentas con mi bendición.
Josie miró el rostro sonriente de su padre, cada vez más sorprendida por su ceguera.
–Me alegro mucho por vosotros. La muerte de Charles ha sido una tragedia, pero no tiene ningún sentido añadir una tragedia más a la desgracia. Josephine es una chica afortunada –se acercó a su hija para darle un abrazo–. Es un milagro, Josephine. Ya te dije yo que todo saldría bien. Por cierto, hija, ¿has visto dónde he dejado el periódico?
Josephine se acercó a la mesa en la que su padre solía dejar el diario pensando en cuánto le gustaría pegarle en la cabeza con él. Por mucho que adorara a su padre, éste no dejaba de ser un machista; su opinión no importaba en absoluto al lado de la de Conan. Le dirigió a su padre una mirada cargada de exasperación, advirtiendo de paso el brillo de humor que iluminaba los ojos de Conan.
–Déjame acompañarte a la puerta –le dijo a Conan, deseando que se marchara cuanto antes.
–Cuando me dirigía esta mañana hacia aquí, dudaba que quisieras siquiera escucharme –le confió Conan cuando estaban en la puerta–. Me ha sorprendido descubrir que tienes más sentido común del que pensaba, y estoy encantado de que te hayas mostrado de acuerdo en ser mi esposa.
–Bueno, al fin y al cabo, se trata únicamente de una especie de negocio.
–Por supuesto. En cualquier caso, ten cuidado con la sortija, era de mi abuela –y le dirigió una mirada tan posesiva, que la joven se estremeció en su interior, preguntándose si sus intenciones serían realmente platónicas. En ese momento, Conan la agarró por la muñeca, le colocó el brazo en la espalda y la obligó a acercarse a él.
–¿Qué…? –comenzó a preguntar mientras intentaba liberarse.
–No te asustes, Josie. Sólo quiero sellar nuestro acuerdo con un beso –inclinó la cabeza y buscó sus labios.
Para vergüenza de Josie, su traicionero cuerpo reaccionó al instante, pero sobreponiéndose a la sorpresa, apartó la cabeza y posó las manos en su pecho para empujarlo.
–Recuerda, el nuestro sólo será un matrimonio de conveniencia. Tú mismo lo has dicho.
–Es cierto, pero deberemos dar la imagen de una pareja de enamorados. Por lo menos hasta que nazca el bebé. Los besos serán inevitables, y me parece que necesitas algo de práctica –replicó riendo–. Te veré el lunes –y sin más se marchó.
Josie se quedó observándolo mientras se alejaba con la terrible sensación de haber cometido el error más grande de toda su vida.
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