La ruta del afecto. Gabriel Gobelli

La ruta del afecto - Gabriel Gobelli


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vine a vivir a Buenos Aires.

      Llegué a la panadería, me dijeron que no iba a abrir. Me encontré con Susana, la chica que trabajaba en casa de mis tíos y me dijo ante mi pregunta: “Están heridos”.

      Salí para Bragado en el auto de un vecino. El desasosiego, la perplejidad y la confusión seguramente contribuyeron a que nadie reparara en que mi traslado al lugar del hecho se hiciera sin que compartiera ese trayecto con ningún miembro de mi familia.

      El sol, aún acostado sobre el este, venía en dirección opuesta a la marcha del coche y cegaba la vista. A mitad de camino sobre la mano izquierda un micro deformado: kilos de chapa retorcida, vidrios, troncos que traía el camión que lo impactó no dejaban lugar a dudas. Fui el último en llegar y la imagen más fuerte que retuve fue la cara de mi papá cuando me vino a buscar en el momento en que abrí la puerta del auto en el que había llegado.

      La vuelta de Bragado fue esa tarde del jueves 15. Un sol alto sobre el oeste de la ruta y al fondo ese espejismo de agua que se advierte en los días de sol a pleno. La llegada a casa, la casa que habíamos construido con mi mamá a la cabeza, donde alguien más tarde corrió los muebles del living para acomodar los féretros. Las cabezas vendadas. Sólo los ojos y la boca al descubierto. Los troncos que se incrustaron en el micro fueron demasiado para cualquier resistencia humana.

      Día 7

      Sólo actos de fe pueden servir para relatar hechos o momentos que su memoria borró de cuajo; suprimió sin dejar ningún filamento que le permita reconstruirlos y vivenciarlos como propios. Un acto de fe en su prima Ali, quien le relató que en algún día posterior a ese diciembre se trasladaron junto a su padre y el de ella a la ciudad de Bragado, a buscar las pertenencias de las víctimas que habían quedado retenidas en la comisaría. Le cuenta que se sentaron los cuatro en la plaza principal del pueblo hasta que les avisaron que los iban a atender. Le dice que los cuatro miraban en dirección al piso, en absoluto silencio. Su prima le contó todo eso. No tiene por qué no creerle.

      Mi prima Ali se fue a dormir no muy tarde esa noche. Solía sentarse en el banco de cemento de la vereda a disfrutar del fresco cuando ya el pueblo comenzaba a dormir y la fragancia de los árboles hacía su aparición en las noches de verano. Su mamá le había armado la cama que se desmontaba de la parte inferior de un mueble cuya mitad superior estaba ocupada por una biblioteca.

      Se sintió dentro de un sueño cuando ante las primeras luces de la mañana que se filtraban por la ventana, un zamarreo inusual la despertó. Susana, quien colaboraba con las tareas de la casa, y a esa altura ya miembro de la familia, hablaba a los gritos tratando de explicar algo que la tenía en estado de shock. Se levantó, se vistió como pudo con lo que pudo y eligió el camino de la calle para trasladarse a la panadería. Su casa se comunicaba a través de los patios internos con el negocio, pero producto del estupor y de la cercanía de su habitación con la calle salió por el zaguán y caminó esos treinta metros recostada sobre ese muro largo y sin ventanas que tenía la panadería sobre la calle lateral. Ingresó por la entrada de servicio y recorrió con un temblequeo que desafiaba sus jóvenes dieciséis años el trayecto que la llevaba al lugar donde observó una escena que no olvidará mientras viva. Sobre el centro de la cuadra, la fábrica del pan, vio a mi papá y a mi tío, su padre, confundidos en un abrazo que reducía el volumen de ambos a su mínima expresión. El llanto invadido por gritos entrecortados que parecían extinguir su propio sonido quedó grabado a fuego en sus oídos y retinas. Tanto como las manos colgando de mi papá manchadas de harina. Completaban el cuadro los empleados que miraban consternados el sufrimiento de sus patrones que se ubicaban en el centro del local. Algunos empleados de mayor edad habían visto crecer a mi papá y a mi tío cuando mi abuelo administraba el negocio. La amasadora y la sobadora habían sido apagadas. No tenían razón alguna esa mañana para permanecer encendidas.

      Día 8

      Trata de pensar luego de tanto años cuáles eran las ideas que pasaban por su cabeza en el breve lapso que medió entre el momento en que lo despertó su padre, ya conocedor de la noticia y el instante en que se enfrentó con su rostro en la puerta del hospital de Bragado. Los dos, ninguno, su madre, su hermano?

      El sedante que alguien consideró importante que tomara en ese momento acaso haya funcionado en él como un elemento simbólico de una implosión silenciosa, lenta, asintomática, cuya manifestación externa aparecería diez años más tarde con una virulencia incomprensible cuando se encontraba transitando en un contexto diferente.

      Permanecí un tiempo en un ambiente de persianas bajas donde la luz diurna de ese verano abrasador ingresaba a modo de cuchillas luminosas entre las hendijas de las casi cerradas cortinas de enrollar. Cumplí con los rituales diarios dentro de una atmósfera silenciosa. Me acoplé al intervalo tácito que suelen tener naturalmente las personas en su relación con el mundo exterior luego de una tragedia. Dejé de ir a la pileta del club que se erigía usualmente en epicentro veraniego.

      El ingreso en la adolescencia me ubicaba en la necesidad y el deseo de dejar la pileta familiar de los amigos del barrio para integrarme al club donde concurrían compañeros de colegio y las chicas que empezaban a interesarme. Ser habitante de un pueblo chico de la pampa húmeda nos ponía ante la “obligación” de tener conquistas tempranas. No había margen dentro de los pequeños grupos de amigos de mostrar flaquezas o dudas. Las conquistas se contaban como victorias que sumaban a un ranking implícito que flotaban en el conocimiento de los pares pueblerinos. Padecí esa presión. En ese contexto, a unos treinta días de haber comenzado la reclusión involuntaria, volví al club. Me sentí observado. Salí del vestuario por la puerta que desembocaba en la pileta sobre el cemento alisado que la rodeaba perimetralmente. A la manera de los túneles de las canchas de futbol, la salida se efectuaba por unos escalones. Los accesos a los vestuarios, damas y caballeros, se ubicaban en el medio de los lados cortos del perímetro de la pileta. Recorrí aquella tarde del retorno ese túnel que me depositó en el nuevo escenario. Lleno de temores, de inseguridades y con la certeza de que parte de los integrantes de mi familia no saldría más por esas puertas.

      Día 9

      Es un sábado lluvioso y frío en Buenos Aires. Vence a la tentación de la siesta y se dirige con su hija mayor a las pistas contiguas del autódromo a practicar manejo para que ella pueda sacar su registro de conducir. Ella ha sido una de las destinatarias de los primeros escritos de su historia no contada. En determinado momento ella comienza a preguntar y él contesta. Pregunta por las repercusiones de las historias íntimas que ha compartido con familiares y amigos. Él contesta. Hablan de la vida, como suele hacer con ella cuando lo acompaña en los viajes de trabajo. Pero esta vez hablan de cosas no dichas. Su hija le dice que aquellos casilleros vacíos de la composición de la historia familiar empiezan a completarse con la aparición en escena de su abuela y su tío. Él le habla de períodos muy duros donde ella ya existía, le habla de los períodos que se vio preso de una profunda depresión muchas veces solapada. Su hija le devuelve apreciaciones brillantes, sentidas, como sabiendo que algún día iban a empezar a hablar de ese agujero negro subyacente en el relato familiar.

      Vuelven por la autopista y piensa y repiensa la charla que acaba de tener con su hija. Le vienen a la cabeza las palabras de su cuñado: “Esa maravilla que son las chicas, también se empezaron a gestar esa noche trágica”.

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