La isla del tesoro. Robert Louis Stevenson
prematura y desdichada muerte.
En todo el tiempo que vivió con nosotros no mudó el capitán su indumentaria, salvo unas medias que compró a un buhonero. Un ala de su sombrero se desprendió un día y así colgada quedó, a pesar de lo enojoso que debía resultar con el viento. Aún veo el deplorable estado de su vieja casaca, que él mismo zurcía arriba en su cuarto, y que al final ya no era sino puros remiendos. Nunca escribió carta alguna y tampoco recibía, ni jamás habló con otra persona, quizás alguno de nuestros vecinos y sólo cuando estaba bastante borracho de ron. Nunca pudimos sorprender abierto su cofre de marino.
Tan sólo en una ocasión alguien se atrevió a hacerle frente. Ocurrió ya cerca de su final, cuando el de mi padre estaba también cercano, consumiéndose en la postración que acabó con su vida. El doctor Livesey había llegado al atardecer para visitar a mi padre y, después de tomar un refrigerio, pasó a la sala a fumar una pipa mientras aguardaba a que llevaran su caballo desde el caserío, pues en la vieja «Benbow» no teníamos establo. Entré con él, recuerdo cuánto me chocó el contraste que hacía el pulcro y aseado doctor con su peluca empolvada y sus brillantes ojos negros y exquisitos modales, con nuestros rústicos vecinos, sobre todo el que hacía con aquella especie de inmundo y legañoso espantapájaros, que era lo que realmente parecía nuestro huésped, tirado sobre la mesa y abotargado por el ron. Pero súbitamente el capitán levantó los ojos y rompió a cantar: «Quince hombres en el cofre del muerto. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Y una botella de ron! El ron y Satanás se llevaron al resto. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Y una botella de ron!».
Al principio yo había imaginado que el «cofre del muerto» debía ser aquel enorme baúl que estaba arriba, en el cuarto frontero y esa idea anduvo en mis pesadillas mezclada con las imágenes del marino con una sola pierna. Pero a aquellas alturas de la historia no reparábamos mucho en la canción y solamente era una novedad para el doctor Livesey, al que por cierto no le causó un agradable efecto, ya que pude observar cómo levantaba por un instante su mirada cargada de enojo, aunque continuó conversando con el viejo Taylor, el jardinero, acerca de un nuevo remedio para el reúma. Pero el capitán, mientras tanto, empezó a reanimarse bajo los efectos de su propia música y al fin golpeó fuertemente en la mesa, señal que ya todos conocíamos y que quería imponer silencio. Todas las voces se detuvieron, menos la del doctor Livesey, que continuó hablando sin inmutarse con su voz clara y de amable tono, mientras daba de vez en cuando largas chupadas a su pipa.
El capitán fijó entonces una mirada furiosa en él, dio un nuevo manotazo en la mesa y con el más ruin de los vozarrones gritó:
—¡Silencio en cubierta!
—¿Se dirige a mí, caballero? —preguntó el médico. Y cuando el rufián, mascullando otro juramento, le respondió que así era, el doctor Livesey replicó—: Solamente le diré una cosa: que, si continua bebiendo ron, el mundo se verá muy pronto a salvo de un despreciable forajido.
La furia que estas palabras despertaron en el viejo marinero fue terrible. Se levantó de un salto y sacó su navaja, se escuchó el ruido de sus muelles al abrirla y, balanceándola sobre la palma de la mano, amenazó al doctor con clavarlo en la pared.
El doctor no se inmutó. Continuó sentado y le habló así al capitán, por encima del hombro, elevando el tono de su voz para que todos pudieran escucharlo, perfectamente tranquilo y firme:
—Si no guarda ahora esa navaja, prometo, por mi honor, que en el próximo Tribunal del Condado lo haré ahorcar.
Durante unos instantes los dos hombres se retaron con las miradas, pero el capitán amainó, se guardó su arma y volvió a sentarse gruñendo como un perro apaleado.
—Y ahora, señor —continuó el doctor—, puesto que no ignoro su desagradable presencia en mi distrito, puede estar seguro de que no he de perderlo de vista. No sólo soy médico, también soy juez, y, si llega a mis oídos la más mínima queja sobre su conducta, aunque sólo sea por una insolencia como la de esta noche, tomaré las medidas para que lo detengan y expulsen de estas tierras. Basta.
Al poco rato trajeron hasta nuestra puerta el caballo del doctor Livesey, éste montó y se fue. El capitán permaneció tranquilo esa noche y he de decir, que otras muchas a partir de aquella.
La aparición de Perro Negro
Poco después de los sucesos que acabo de narrar, tuvo lugar el primero de los misteriosos acontecimientos que acabaron por librarnos del capitán, aunque no, como ya verá el lector, de sus intrigas. Fue aquel invierno un invierno en que la tierra permaneció cubierta por las heladas y azotada por los más furiosos vendavales. Nos dábamos cuenta de que mi pobre padre no llegaría a ver la primavera. Día a día empeoraba y mi madre y yo teníamos que repartirnos el peso de la hostería, lo que por otro lado nos mantuvo tan ocupados, que difícilmente reparábamos ya en nuestro desagradable huésped.
Recuerdo que fue un helado amanecer de enero. La ensenada estaba cubierta por la blancura de la escarcha, la mar en calma rompía suavemente en las rocas de la playa y el sol naciente iluminaba las cimas de las colinas resplandeciendo en la lejanía del océano. El capitán había madrugado más que de costumbre, y se fue hacia la playa, con su andar hamacado, oscilando su cuchillo bajo los faldones de su andrajosa casaca azul, el catalejo de latón bajo el brazo y el sombrero echado hacia atrás. Su aliento, al caminar, iba dejando como nubecillas blanquecinas. Al desaparecer tras un peñasco, profirió uno de aquellos gruñidos que tan familiares ya me eran, como si en aquel instante hubiera recordado con indignación al doctor Livesey.
Mi madre estaba arriba, velando a mi padre, yo atendía mis quehaceres y preparaba la mesa para cuando regresara el capitán. Entonces se abrió la puerta y apareció un hombre al que jamás antes había visto. Pálido, con la blancura del sebo, vi que le faltaban dos dedos en la mano izquierda, pero, aunque le colgaba un machete, no tenía trazas de hombre pendenciero. Yo, que estaba siempre pendiente de cualquier marino, tanto con una como con dos piernas, recuerdo que me sentí desconcertado, pues aquel visitante no parecía hombre de mar, pero algo en él olía a tripulación.
Le pregunté en qué podía servirle y dijo que quería beber ron, pero, cuando iba a traérselo, se sentó sobre una mesa y me hizo una seña de que me acercara. Me quedé quieto donde estaba con el paño de limpieza en las manos.
—Acércate, hijo —me llamó—. Acércate.
Yo di un paso hacia él.
—¿Esa mesa que está ahí preparada no será para mi compadre Bill? —me preguntó con aire burlón.
Le dije que no conocía a su compadre Bill, que aquella mesa estaba dispuesta para otro huésped a quien llamábamos el capitán.
—Bien —dijo—, eso le gusta a mi compadre Bill, que le llamen capitán. Pero si el que dices tiene una cicatriz grande en un carrillo y da gusto ver lo fino que es, sobre todo cuando está borracho, ése es mi compadre Bill. Además, vamos a ver, si tu capitán tiene una cuchillada en la mejilla… ¿no será además en el lado derecho? ¡Ah, ya decía yo! Así que… ¿está aquí mi compadre Bill?
Le contesté que se encontraba fuera, dando uno de sus paseos.
—¿Por dónde, hijo? ¿Por dónde ha ido?
Le indiqué la playa, le dije por dónde podría regresar el capitán pero que aún tardaría y, después que respondí a otras de sus preguntas, me dijo:
—Ah… Verme le va a sentar mejor que un trago de ron a mi compadre Bill.
La expresión de su cara al decir esto no me pareció muy agradable, por lo que pensé que el forastero no decía la verdad. Pero pensé que no era asunto mío; además, tampoco podía yo hacer nada. El hombre salió y se apostó en la entrada de la hostería, acechando como gato que espera al ratón. Cuando se me ocurrió salir a la carretera, me ordenó que entrase inmediatamente y, como no obedecí con la presteza que él esperaba, un cambio terrible se produjo en su rostro blanquecino, profirió un juramento tan terrible que me heló el alma. Entré rápidamente en la posada y él entonces se me acercó, recobrando su aire zalamero, y dándome una