Mujeres viajeras. Luisa Borovsky
humano pueda producir tanto.
Yo confieso que en los Museos, como en las grandes Librerías, me siento tan empequeñecida, tan abrumada por la cantidad, que no acierto casi á discernir la calidad. Me ha sido siempre difícil leer en las Bibliotecas; aquel agrupamiento de libros, parece pesar sobre mi entendimiento y reducirlo á nada. Lo mismo me pasa con los cuadros; me parece que se dañan unos á otros; me producen confusión, sobre todo cuando por vez primera entro á un Museo. Una preciosa edicion de Motley, THE RISE OF THE DUTCH REPUBLIC, regateé ese dia, como dicen los franceses, en casa de Appleton; pero el librero fué tan inflexible cuanto mi estrecho budget, y no pude comprar aquella obra, mi favorita, vestida con el vistoso ropaje que tan bien le sentaba.
Quiso la fortuna compensarme de otra manera y aquella misma noche tuve la dicha de estrechar la mano del autor. Motley nos fué presentado por el banquero Phelps: para algo bueno sirven los banqueros; y escuché de los labios del gran historiador estas palabras:
“Señora V. me favorece; más fácil es escribir una buena historia que una buena novela; y V. ha escrito el Médico de San Luis.”
Hay horas dulces para los pobres autores! Motley iba entónces á Washington á conferenciar con el Secretario de Estado, que poco después le nombraba Ministro de los Estados Unidos, en esa Dutch Republic, cuyo nacimiento han pintado con paleta májica, especialmente en el primer tomo, donde aparece la gran figura del Emperador Cárlos V, sobre el cual, el patriota Americano arroja toda la odiosidad, que otros han acumulado sobre la cabeza del II Felipe y de su General el Duque de Alba, el destructor de Las Flandes. Motley moría doce años después, en esa tierra de libertades, cuna de Guillermo de Orange, ese Taciturno que ha trazado el Bostoniano con un vigor de colorido y un brío dignos de Tácito.
Con los cabellos grises, muy abundantes y crespos, la fisonomía del historiador americano, por su dulzura y algunos de sus rasgos, recordaba la del doctor Montes de Oca, que acaba de dejar tan gran vacío entre nosotros. Motley tenía modales muy elegantes, gran hábito del gran mundo, gustaba mucho de la sociedad europea, que había frecuentado en sus dilatados viajes y no mostraba nada del politician: verdad es que no lo era.
Alguna vez, más tarde, ví cruzar una sombra por la frente del olímpico Senador Sumner, cuando le manifesté mi admiracion por Motley.
“He is a dreamer.” Fué la respuesta de aquel personaje que no podía tolerar en América más reputación que la suya. Sumner era, sinembargo, á más de hombre de acción, gran pensador y su erudición vastísima, le señalaba como una excepción entre los politicians de los tiempos modernos.
No ha llegado el momento de hablar detenidamente del gran abogado, del triunfante defensor de la raza desheredada, del hombre más popular en la Union, de aquél que más contribuyó con su influencia á la caída del Sud y que, sinembargo, no fué nunca Presidente.
Pero, no quiero, ya que de él me ocupo, echar en olvido una pregunta algo cándida, que me dirijió en mi salón de Washington algunos años después.
“Supongo, querida señora, que allá en el Plata Vd. y Mr. Sarmiento son excepciones?” Mi respuesta no viene aquí al caso; hay cosas que deben decirse fuera de la patria, y callarse en ella.
1 En los textos escritos originalmente en español se ha respetado la escritura de la época. En los textos traducidos, en cambio, se ha aplicado la gramática vigente [N. de la T.].
Lina Beck-Bernard
Claroscuros de la vida en Santa Fe
En la ciudad de Santa Fe, frente a la Plaza de Mayo, a mediados del siglo XIX una casa con mirador replicaba al Arca de Noé. Rodeada por ejemplares de especies ya conocidas y por curiosos especímenes de la fauna autóctona, en ese solar –donde hoy se alza el Palacio de Tribunales– vivía la familia Beck-Bernard.
Las provincias integrantes de la Confederación Argentina habían aprobado en 1853 una Constitución que –inspirada en las ideas de Alberdi– fomentaba la inmigración europea para realizar la transformación productiva del país. A los esfuerzos del gobierno en ese sentido, la provincia de Santa Fe decidió sumar los de agentes particulares. Atraído por la posibilidad de participar del proyecto colonizador, en 1856 Charles Beck creó en Suiza la empresa Beck y Herzog, y un año después se estableció en Santa Fe, donde concretaría la fundación de la colonia agrícola San Carlos. En su experiencia lo acompañarían su esposa, Amelie Bernard, y sus hijas.
En 1824, en un hogar protestante y burgués de Alsacia nació Lina Bernard. Como consecuencia del asesinato de su padre, su niñez alsaciana estuvo signada por la templanza. Su adolescencia transcurrió, en cambio, en la liberal, democrática atmósfera suiza, donde –bajo la tutela intelectual de su bisabuelo poeta– recibió una notable formación: allí estudió latín y griego, ciencias, dibujo e incluso derecho penal. Allí se casó con el holandés Charles Beck y nacieron sus dos hijas mayores, con las que emprendió el viaje a la Argentina.
Lina Beck-Bernard trajo al mundo dos hijas más en Santa Fe y se cree que la temprana muerte de una de ellas en 1861 fue el motivo de que regresara a Suiza antes que su marido. Instalada en Lausana a partir de 1862, se dedicó al estudio de temas sociales –con especial énfasis en la situación de las mujeres– y a la escritura. Tres ensayos expresan sus avanzadas ideas sobre las causas sociales de la criminalidad y sobre sus penalidades: La pena de muerte (1868), Memoria sobre las prisiones de mujeres (1869) y Patronazgos preventivos para las mujeres (1872). La agudeza de su pensamiento se reflejó también en la correspondencia que mantuvo con intelectuales como el novelista ruso Alexander Herzen o con figuras de la política como Giuseppe Garibaldi.
Del propio Garibaldi, y de otros personajes influyentes como Bartolomé Mitre, hizo diestros retratos en Le Rio Paraná. Cinq années de séjour dans la République Argentine. Publicado en París en 1864, el libro ofrece uno de los escasos testimonios que nos permiten conocer cómo transcurría la vida en Santa Fe en el período comprendido entre 1857 y 1862. A diferencia de su marido, Lina no participa de manera activa en el proyecto civilizador que contribuye a validar cuando escribe. Pero sin necesidad de autorización masculina, decide tomar la palabra para narrar lo que observa: la naturaleza y la arquitectura, la vida social y política de la provincia, las costumbres, la religión, la conflictiva interacción de las clases privilegiadas con los indígenas “que permanecerán irreconciliables como lo serán siempre los pueblos desposeídos y los invasores”. Los capítulos funcionan como una especie de muestrario organizado con criterio etnográfico, con abundancia de referencias históricas, detalles e incluso transcripciones que refuerzan su intención documental.
Desde su privilegiada posición social –desde el mirador de su casa–, Lina Beck-Bernard observa los signos de una cultura desconocida en busca de claves para interpretarlos. Observa un mundo en construcción, que debería consolidarse con el triunfo de la cultura republicana y colonizadora sobre la naturaleza primitiva. En su mirada se debaten el imaginario y la existencia. La descripción de lo contemplado convive con la propia experiencia de habitar ese espacio e incluso con la posibilidad de ser ella misma objeto de observación.
Lina es “la señora médica” que con sus gratuitos remedios caseros –ella los venda, Dios los cura– devuelve la salud a “la clase pobre”, que no cree en la vacuna de la viruela, considera incurable la lepra, y que –por convencimiento o por limitaciones económicas– recurre al curandero en lugar del médico.
Ella recibe a cambio su gratitud, “ese elevado don del cielo”. Esta definición de la gratitud revela una perspectiva protestante, que se hace más explícita en otros momentos del libro: “Las mujeres participaban para que admiraran sus hermosas joyas. Los jóvenes, para ver a las doncellas. Los niños, para pelear y fastidiar a todo el mundo. Nadie, hasta donde sé, pensaba en rezar y hacer penitencia”. Con estas palabras describe una procesión religiosa. Del mismo modo, señala que la pompa mundana convierte las celebraciones de la Pascua en una lista de “piadosas saturnales a las que solo la ignorancia profunda, la fe ingenua, la credulidad llevada al extremo, salvan del sacrilegio que por lo demás, parecen constituir”. Para Lina Beck-Bernard la religiosidad colonial es irreverente,