Jarampa. Antonio Aguilera Nieves

Jarampa - Antonio Aguilera Nieves


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      Acabo de conocer a alguien excepcional. Se ha presentado como Barto. Me ha contado que es ebanista. Su apariencia dice sesenta, su carné dirá cincuenta. Sus manos van por los setenta. Se queja de que la gente no tenga muebles de madera. Todo lo compran en Ikea. Cuando se cansan de ellos o se rompen, los tiran. Hoy todo es de usar y tirar, murmulla a su cuello.

      Barto se ha quedado sin trabajo. Vive en el garaje que es su taller. Me ha pedido ayuda para cargar en la tartana unos muebles que alguien acaba de dejar junto a los contenedores. Acaricia a mi perra con devoción. La suya se la ha tenido que dar a un sobrino por no poder cuidarla, eso sí, cada sábado por la noche pasa a verla. Es cuando se toma un rato libre; esas noches son demasiado peligrosas para andar rebuscando en la basura.

      No huele a alcohol ni a tabaco. Sí a trabajo de noria, concentrado, reiterado, de círculo vicioso. Los muebles reparados y niquelados los vende en el Jueves de la Feria, en Alcosa o donde le dejen. En el móvil lleva unas cuantas fotos a modo de catálogo de venta.

      Al acabar de subir entre los dos la última cajonera desencajada, se vuelve. Con sudor en la frente y media sonrisa, suelta: «¿Sabes que yo soy muy famoso?». Así, en presente habitual. Abro mucho los ojos y la boca me dibuja medio canuto, que lo invita a hablar. «Sí. Le hice un trabajito fino a la duquesa, a la de Alba. Entonces, ella empezó a presumir de mueble y todos los señorones se pusieron a llamarme, a encargarme trabajos. Estaban todos deseando hacerse fotos conmigo, no veas cómo son los nobles y los famosos, todo es aparentar, presumir, gastar, ostentar. ¿Sabes? Creo que aproveché bien el momento. ¡Qué buena época! Ahí lo ganaba bien, bien, ¿sabes? Un día conocí a la reina, la doña Sofía; quería que le arreglara un tocador que tiene en el Alcázar, el de Sevilla. No veas lo que hay allí dentro».

      No era plan de estar toda la noche. Hice un gesto para que avanzara en la historia que entendió al momento. «Y, claro, todo lo bueno, como empieza, acaba. A uno de mis ayudantes no le dio por otra cosa que robar una figurita del palacio de los Botín. Pensó el cabrón que nadie se iba a dar cuenta. En unas horas se lio la de Dios. Me llamaron. El chaval acabó confesando y yo pagué el pato. A partir de ahí, apestado. La fama es como un tiro bien dao, tiene orificio de entrada y orificio de salida. Viéndolo en la distancia me alegro, porque si la bala se me hubiese quedado dentro, ahora estaría muerto».

      Cierra la puerta de la furgoneta. Agradece con fina educación la ayuda. Le deseo suerte.

      Cuatro gotas

      Como si me inyectaran oxígeno en los pulmones. De golpe, sin avisar, sin lugar a que me desperece del sueño, del polvo, del abandono de ocho meses. Un tirón con el que me crujen todas las varillas. Encima se quejará de que chirrío.

      Sin calentamiento. A la calle. A proteger sus mechas de las cuatro gotas. Ni que fuese lejía.

      Me lleva a ponerle una reclamación a la compañía del teléfono. A eso me ha traído. Por el camino, venga hablar. Vaya incómodo y patoso zarandeo.

      Mírala. Se lleva el enfado, y, a mí, me olvida. Sabía yo que eran cuatro gotas. A ver si me roba alguien pronto.

      Dos castañas

      Coronaban el postre que eligieron por mí. No intervine en nada, esta vez, mi única obligación era soplar las velas.

      No soy muy goloso, pero al final de una espléndida comida, el buen trato y un gran vino, estaba entregado.

      Encima de esa especie de artística tartaleta fueron ellas dos las que atraparon mis sentidos.

      Las dos, enteras, a la cuchara, a la boca, bastaron rápidos giros de muñeca.

      La primera se me hizo amarga al paladar, estaba sana y lustrosa por fuera, pero su interior era seco, áspero, duro; así que la tragué lo más rápido que pude. Raspó la garganta, escocía.

      Para olvidarla, sin pausa, cogí la otra, igual de aparente, repetí presto la operación. Esta sí, esta era sabrosa, cremosa, dulzona, un placer para los sentidos, así que la paladeé lentamente, con regusto, podía acabarse ya el mundo.

      Sin mirar, había levantado la vista, Julia me sonreía, Daniela era pasado.

      Estrés

      —Perdone, la «aule» de Sevilla.

      Antonio caminaba envuelto en su abrigo y ocupaciones; tardó en encajar la pregunta.

      —¿Cómo?

      —La tienda outlet del Sevilla.

      —Pues no…

      —Del Sevilla FC —añadió el chico.

      —No, no la conozco.

      —Es que está por aquí. Pero no sé bien si por aquí o por aquí —comentó mientras se giraba y señalaba en direcciones opuestas.

      —Lo siento, no la conozco.

      —Bueno, gracias de todas maneras.

      —Nada, nada, adiós.

      Se despidió y reanudó el paseo por el irregular hueco que los transeúntes dejaban en el centro de la calle Sierpes. Antonio no era habitante diario del centro, era solo que, a lo largo del mes, aparecían seis u ocho gestiones que lo llevaban hasta allí. Metía el coche en un aparcamiento y planificaba un itinerario que fuese lo más práctico posible. En esos sitios, a esas horas, con esas tareas, había que ser pragmático.

      No había llegado a la Campana cuando estaba de nuevo aislado en el gentío. Dejaba que su cuerpo de forma autónoma esquivase las prisas de los otros en beneficio de la propia, cuando oyó su nombre que llegaba desde fuera, giró la cabeza.

      —Antonio, ¡Antonio!

      —¡Hombre, Luis! ¿Tú en Sevilla?

      —Mi mujer, que se ha empeñado en venir a las rebajas.

      —Bueno, es lógico, pero ¿dónde está Ana?

      —Metida en el puñetero Corte Inglés, ¿dónde si no? ¿Un café?

      —Voy algo apurado, pero venga, uno rapidillo aquí mismo.

      —¡Pero bueno!, ¡qué bien te veo! —Luis sonreía mientras lo tomaba del brazo y lo dirigía a la cafetería.

      —No me puedo quejar, como para eso está la cosa. ¿Y tú? ¿Cómo te va?

      —Bien, hombre, bien, el mundo de la carne no para de crecer. Ahora justo acabo de ver al gerente de la Maestranza, porque este año está la cosa calentita. Ya sabes la batalla que hay entre ganaderías, los apoderados están conchabados y algo se está tramando. Como siga la cosa así lo mismo pierdo el contrato de la carne. Hay que estar siempre vigilante. Y la carne brava es cada vez más apreciada y tiene margen.

      —Me alegro mucho.

      —Estamos entrando también en el mercado de la carne halal, la de los musulmanes, y la kosher, la que comen los judíos. Ahí hay un filón de los buenos porque esa gente no para de tener niños.

      Antonio veía que la charla podía derivar en un culebrón interminable. Luis era experto en amasar sin descanso, sus charlas eran del estilo sin fin, así que, haciendo ostentación de nerviosismo, consultó el reloj. Luis entendió la indirecta.

      —¿Qué?, ¿vas tarde de nuevo?

      —Sí, Luis, lo siento, pero esperamos un camión para esta tarde y tengo que prepararlo todo.

      —Venga, hombre, ve tirando, yo me quedo y pago, así leo el periódico. Mi mujer está bien con mi tarjeta, pero sin mí —bromeó.

      —Oye, pues sí, si no te importa, voy saliendo, que voy apurado. Dale un beso a Ana.

      —¡Me alegro de verte, amigo! —Se acercó y le dio un abrazo de despedida.

      El agobio se le había subido a la chepa, el estrés empezaba a recorrer la espalda de Antonio como un


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