Drácula. Bram Stoker
y me encontré dentro de una antigua capilla en ruinas, que evidentemente había sido usada como cementerio. El techo estaba agrietado, había dos escaleras que conducían a las criptas pero el suelo había sido excavado recientemente y la tierra estaba colocada en grandes cajas de madera. Claramente se trataba de las cajas traídas por los eslovacos.
No había nadie alrededor, así que inspeccioné cada centímetro del terreno para no pasar nada por alto. Bajé incluso a las criptas, donde la tenue luz luchaba por alumbrar, aunque al hacerlo me sobrecogió un terrible miedo. Entré a dos de ellas, pero no vi nada, con excepción de algunos fragmentos de ataúdes viejos y montones de polvo. Sin embargo, en la tercera, descubrí algo.
Ahí, en una de las grandes cajas, de las que había cincuenta en total, sobre un montón de tierra recién excavada, ¡yacía el conde! Parecía muerto o dormido, no podría decir cuál de las dos, porque sus ojos estaban abiertos y parecían de piedra, pero sin tener la vidriosidad de la muerte, y en las mejillas podía verse el calor de la vida, a pesar de su palidez. Los labios tenían el tono rojo habitual, pero no había la menor señal de movimiento. No tenía pulso, no respiraba y su corazón no latía.
Me incliné sobre él intentando encontrar alguna señal de vida, pero no tuve éxito. No podía llevar mucho tiempo allí, pues el olor de la tierra se habría disipado en unas cuantas horas. A un lado de la caja estaba la tapa, perforada con hoyos en distintos lados. Pensé que tal vez el conde tenía las llaves consigo, pero cuando estaba a punto de registrarlo me encontré con esos ojos muertos que, a pesar de estar apagados y no tener conciencia de mi presencia, tenían una mirada de odio tan terrible, que huí despavorido de aquel lugar. Salí de la habitación del conde por la ventana, arrastrándome por la pared del castillo. Ya de regreso en mi mis habitaciones, me tiré sobre la cama jadeando y tratando de pensar.
29 de junio.
Hoy es el día de mi última carta, y el conde ha tomado las medidas necesarias para demostrar su autenticidad, pues nuevamente lo vi abandonar el castillo por la misma ventana y ataviado con mi ropa. Mientras se deslizaba por la pared, como una lagartija, deseé tener una pistola o alguna otra arma letal que pudiera destruirlo. Pero mucho me temo que ningún arma forjada por la mano de un hombre tenga algún efecto sobre él. No me atreví a esperar su retorno, pues temí volver a ver a esas espantosas hermanas. Regresé a la biblioteca y me puse a leer hasta que me quedé dormido.
Fui despertado por el conde que, mirándome tan sombríamente como puede hacerlo un hombre, dijo:
—Mañana, amigo mío, debemos separarnos. Usted regresará a su hermosa Inglaterra y yo proseguiré con algunos asuntos, que pueden terminar de tal forma que no nos volvamos a ver. Su carta a casa ha sido enviada. Mañana no estaré aquí, pero todo estará listo para su viaje. En la mañana vendrán los gitanos, que tienen algunas cosas que hacer por aquí, y también vendrán algunos eslovacos. Cuando se hayan ido, mi carruaje vendrá por usted para llevarlo al Desfiladero Borgo, donde encontrará la diligencia que lo llevará de Bucovina a Bistrita. Pero tengo la esperanza de que volveremos a encontrarnos en el castillo de Drácula.
Sus palabras me parecieron sospechosas y decidí comprobar su sinceridad. ¡Sinceridad! Parece que profano esta palabra al relacionarla con un monstruo como este. Así que le pregunté directamente:
— ¿Por qué no puedo partir esta noche?
—Porque, mi querido señor, tanto mi cochero como mis caballos se encuentran lejos en una misión.
—Pero puedo caminar gustosamente. Quisiera irme lo más pronto posible.
El conde sonrió, con una sonrisa tan suave, amable y diabólica, que en ese instante supe que ocultaba algo detrás de su amabilidad, y me dijo:
—¿Y qué hay de su equipaje?
—No me importa en lo más mínimo. Puedo enviar a alguien a recogerlo después.
El conde se puso de pie y, en un tono tan cortés y amable que me hizo frotarme los ojos por lo sincero que parecía, me dijo:
—Ustedes los ingleses tienen un dicho que me gusta mucho, pues su espíritu es el mismo que nos rige a nosotros los boyardos: “Da la bienvenida al que llega y apresura al huésped que parte”. Venga conmigo, mi querido y joven amigo. Usted no permanecerá ni una sola hora más en mi casa en contra de su voluntad, aunque debo decirle lo mucho que esto me entristece, no menos que su súbito deseo de partir. ¡Venga!
Alumbrándose con la lámpara, el conde me condujo escaleras abajo y a través del vestíbulo con una seriedad majestuosa. De pronto se detuvo.
—¡Escuche!
De algún lugar cercano provenía el aullido de muchos lobos. Era casi como si el sonido brotara cuando él levantaba la mano, así como la música de una gran orquesta que surge bajo la batuta del conductor. Luego de una breve pausa, siguió caminando en la misma manera majestuosa, hacia la puerta, recorrió los pesados cerrojos, desató las enormes cadenas y la abrió de un jalón.
Para mi mayor asombro vi que no tenía echada la llave. Eché un vistazo a mi alrededor sospechosamente, pero no vi ninguna llave.
Cuando la puerta empezó a abrirse, los aullidos de los lobos crecieron en intensidad y rabia. A través de la puerta entreabierta trataban de introducir sus rojas quijadas llenas de dientes afilados, y las enormes garras de sus pezuñas. En ese momento supe que era inútil luchar contra el conde. Con aliados como estos bajo su mando no había nada que yo pudiera hacer.
Pero la puerta continuó abriéndose lentamente, y ahora lo único que se interponía en el paso era el cuerpo del conde. Súbitamente caí en la cuenta de que tal vez este sería el momento de mi muerte. Iba a ser echado a los lobos y por mi propia iniciativa. Había una malicia diabólica en la idea, digna del conde. Finalmente, como última posibilidad, grité:
—¡Cierre la puerta! ¡Esperaré hasta mañana!
Y me cubrí el rostro con las manos para ocultar las lágrimas de mi amarga decepción.
Con un solo movimiento de su poderoso brazo, el conde cerró la puerta, y los pesados cerrojos resonaron al volverlos a cerrar lanzando su eco por todo el vestíbulo.
Regresamos en silencio a la biblioteca, y luego de algunos minutos me fui a mi habitación. Lo último que vi hacer al conde Drácula fue agacharse para besarme la mano, con un brillo rojo de triunfo en su mirada, y con una sonrisa de la que Judas se hubiera sentido orgulloso en el infierno.
Cuando me encontré solo en mi habitación y estaba a punto de acostarme, escuché susurros detrás de mi puerta. Me acerqué en silencio y escuché. A menos que mis oídos me engañaran, pude escuchar la voz del conde:
—¡Atrás! ¡Regresen a su lugar! Su hora aún no ha llegado. ¡Esperen! ¡Tengan paciencia! Esta noche me pertenece a mí. ¡Mañana por la noche será suyo!
Se escuchó un débil y suave murmullo de risas. Y en un ataque de ira, abrí la puerta de golpe. Allí estaban esas tres terribles mujeres lamiéndose los labios. En cuanto me vieron empezaron a reírse espantosamente al unísono y huyeron.
Regresé a mi habitación y caí al suelo de rodillas. ¿Quiere decir que mi final está tan cerca? ¡Mañana! ¡Mañana! ¡Señor, te pido ayuda para mí y para aquellos que me aman!
30 de junio.
Tal vez estas sean las últimas palabras que escriba en este diario. Dormí casi hasta el amanecer y al despertar volví a echarme al suelo de rodillas, pues había decidido que si la Muerte iba a venir por mí, estaría listo para recibirla.
Finalmente, sentí ese sutil cambio en el aire y supe que la mañana había llegado. Luego alcancé a escuchar el agradable canto de un gallo y comprendí que estaba a salvo. Con el corazón lleno de alegría, abrí la puerta de mi habitación y bajé las escaleras hacia el vestíbulo. La noche anterior pude ver que la puerta no estaba cerrada con llave y ahora la libertad estaba ante mí. Con las manos temblando por la ansiedad, desaté las cadenas y descorrí los pesados cerrojos.
Pero la puerta