Drácula. Bram Stoker

Drácula - Bram Stoker


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agradezco, amigo mío, su estimación tan halagadora. Sin embargo, temo que me falta mucho camino por recorrer para llegar a mi destino. Si bien es cierto que conozco la gramática y las palabras, todavía no sé utilizarlas correctamente.

      —Desde luego que sí —le dije—, lo habla de forma excelente.

      —No tanto —respondió él—. Lo que quiero decir es que si yo fuera a Londres y hablara su idioma, estoy seguro de que todos sabrían que soy extranjero. Eso no es suficiente para mí. Aquí soy un noble; soy un boyardo. La gente común me conoce, y soy su señor. Pero un extranjero en una tierra extraña no es nadie. Los hombres no lo conocen; y no conocer algo es no interesarse en ello. Me sentiría satisfecho si pudiera ser como el resto, de modo que nadie detuviera su paso al verme, ni interrumpiera sus palabras al escucharme hablar para decir: “¡Ja, ja, es solo un extranjero! He sido señor por tanto tiempo que quiero seguir siéndolo, o por lo menos que nadie esté encima de mí. Usted ha venido hasta aquí no sólo como el agente de mi amigo Peter Hawkins, de Exeter, para explicarme todo lo necesario sobre mi nueva propiedad en Londres. Espero que se quede conmigo algún tiempo, para que a través de nuestras conversaciones pueda aprender el acento inglés. Y me gustaría que me indicara los errores que cometo al hablar, por más mínimos que sean. Siento mucho haberme ausentado hoy durante tanto tiempo, pero estoy seguro que usted sabrá perdonar a alguien que tiene tantos asuntos importantes que resolver.

      Naturalmente le dije al Conde que podía disponer de mí como mejor le pareciera, y le pregunté si podía entrar en aquel cuarto cuando yo quisiera, a lo que me respondió:

      —Sí, por supuesto —y agregó—, puede ir a cualquier parte del castillo, excepto a las habitaciones cerradas con llave, a las cuales, desde luego, usted no querrá entrar. Hay una razón para que todas las cosas sean como son, y si usted pudiera ver con mis ojos y supiera lo que yo sé, seguramente entendería mejor las cosas.

      Le respondí que tenía razón, y él continuó:

      —Estamos en Transilvania, y Transilvania no es Inglaterra. Nuestras costumbres no son como las suyas, y seguramente habrá muchas cosas que le parecerán extrañas. Es más, por lo que usted me ha contado sobre las experiencias de su viaje, ya puede imaginarse un poco lo extrañas que pueden ser algunas cosas.

      Hablamos un largo rato sobre este tema. Era evidente que el Conde quería hablar, aunque sólo fuera por el simple placer de hacerlo. Así que le hice muchas preguntas sobre algunas de las cosas que ya me habían sucedido o que había observado. Algunas veces evitaba el tema o cambiaba el giro de la conversación fingiendo no entenderme, pero fuera de eso respondió francamente a todas mis preguntas. A medida que pasaba el tiempo, y mi audacia aumentaba, le pregunté acerca de las cosas extrañas que habían sucedido la noche anterior, por ejemplo, por qué el cochero había ido a todos los lugares donde veía las llamas azules. El Conde me explicó que, según una creencia popular, en una determinada noche del año —la noche anterior, de hecho, cuando supuestamente todos los espíritus malignos tienen poderes ilimitados— puede verse una llama azul en todos los lugares donde hay escondido algún tesoro.

      —Seguramente hay tesoros escondidos en la región por donde viajaron anoche—prosiguió—, pues es la tierra que ha sido disputada durante siglos por los valacos, los sajones y los turcos. De hecho, sería difícil encontrar un solo metro de tierra en toda esta región que no haya sido enriquecido con la sangre de los hombres, patriotas o invasores. En la antigüedad hubo épocas muy turbulentas, cuando los austriacos y los húngaros llegaban en hordas, y los patriotas salían a su encuentro: hombres y mujeres, ancianos y niños, esperaban su llegada en las rocas de los desfiladeros, para destruirlos con sus avalanchas artificiales. Cuando los invasores salían victoriosos encontraban muy pocas cosas, pues todas las pertenencias ya habían sido enterradas bajo tierra.

      —Pero, ¿cómo puede ser —pregunté— que continúen enterradas sin haber sido aún descubiertas, cuando existe una señal tan clara para encontrarlas, si los hombres se tomarán la molestia de seguirla?

      El Conde sonrió, y cuando sus labios dejaron al descubierto sus encías, aparecieron unos caninos largos y afilados.

      —¡Porque los campesinos son en esencia cobardes y tontos! —respondió el Conde—. Esas llamas sólo aparecen una noche al año. Y en esa noche, ningún hombre de este país, si puede evitarlo, tiene la osadía siquiera de asomar la nariz por la puerta. Y aunque lo hicieran, mi querido señor, no sabrían qué hacer. Es más, ni siquiera el campesino del que usted me contó que había marcado el lugar de las llamas, sabría dónde buscar durante el día, aun cuando él mismo hubiera hecho el trabajo. Y me atrevería a jurar que usted tampoco podría encontrar esos lugares nuevamente.

      —En eso le concedo la razón —dije—. Creo que hasta un muerto podría encontrarlos antes que yo.

      Terminado este tema, pasamos a otras cuestiones.

      —Venga —dijo finalmente—, hábleme sobre Londres y la casa que ha comprado para mí.

      Disculpándome por mi negligencia, fui a mi habitación a sacar los documentos de mi maleta. Mientras los colocaba en orden, escuché el tintineo de la vajilla y la cubertería en el cuarto contiguo, y cuando regresé vi que la mesa ya había sido recogida y la lámpara estaba encendida, pues para ese entones ya estaba completamente oscuro. Las lámparas también estaban encendidas en el despacho o biblioteca, y encontré al Conde sentado en el sofá, leyendo nada más y nada menos que una Guía Bradshaw inglesa. Cuando entré, el Conde quitó los libros y papeles de la mesa, y nos embarcamos en una conversación sobre planos, escrituras y cuentas de todo tipo. Estaba interesando hasta en los más mínimos detalles, y me hizo un sinfín de preguntas sobre el lugar en que estaba ubicada la casa y sus alrededores. A todas luces el Conde había estudiado con anticipación todo lo relacionado sobre la región, pues al final fue evidente que él sabía mucho más que yo del tema. Cuando le señalé este hecho, me respondió:

      —Bueno, amigo mío, ¿no era necesario que estuviera bien informado? Cuando llegue allá estaré completamente solo, y mi amigo Harker Jonathan… No, discúlpeme, siempre sigo la costumbre de mi país de anteponer su nombre patronímico; mi amigo Jonathan Harker no estará a mi lado para corregirme y ayudarme. Estará en Exeter, a miles de kilómetros, tal vez trabajando en algún documento legal con mi otro amigo, Peter Hawkins. ¡Así que, ahí tiene!

      Repasamos minuciosamente el tema de la compra de la propiedad en Purfleet. Después de haberle explicado los hechos, pedirle que firmara los documentos necesarios, y redactara una carta informando al Sr. Hawkins, el Conde me preguntó cómo había encontrado un lugar tan adecuado. Entonces le leí las notas que había tomado, y que adjunto a continuación:

      “En Purfleet, a un lado de la carretera, he encontrado un lugar que parece adecuarse exactamente a lo solicitado. Un anuncio destartalado indica que la propiedad está en venta. Está cercado por un muro alto, de estructura antigua, construido con grandes piedras, y que parece no haber sido reparado durante muchos años. Las puertas, que estaban cerradas y completamente carcomidas por la herrumbre, están hechas con antigua y pesada madera de roble y hierro.

      La propiedad se llama Carfax, sin duda se trata de una deformación del antiguo nombre Quatre Face, ya que la casa tiene cuatro lados, que corresponden a los puntos cardinales de la brújula. En total contiene alrededor de veinte acres, completamente rodeados por los sólidos muros de piedra arriba mencionados. La propiedad tiene tantos árboles que por momentos llega a adquirir una cierta apariencia lúgubre. Hay también un estanque o lago pequeño, de apariencia oscura y profunda, alimentado por algunos manantiales, ya que el agua es transparente y fluye en una corriente bastante fuerte. La casa es muy grande, y me atrevería a decir que de la época medieval, pues una de sus partes está hecha de piedra sumamente gruesa, con unas cuantas ventanas ubicadas muy en lo alto y con enormes barrotes de hierro. Parece que formó parte de un torreón, y está ubicada cerca de una antigua capilla o iglesia, a la cual no pude entrar, pues no tenía la llave de la puerta que conducía a su interior desde la casa. Pero he tomado varias imágenes con mi Kodak desde distintos ángulos. La casa ha sido ampliada, pero en una forma extraña, y sólo puedo calcular aproximadamente la extensión de tierra que ocupa y que debe


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