Ocho lecciones de yoga. Aleister Crowley
por ofrecer algún tipo de definición o descripción que nos permitirá hacernos una idea bastante completa de lo que significan. Empezaré, por tanto, con una noticia de la primera, Yama.
¡Atended! ¡Sopesad! ¡Trascended!
De las ocho extremidades, el Yama es el más fácil de definir, ya que se acerca mucho a nuestra palabra «control». Si os digo que algunos lo han traducido como «moralidad», retrocederéis perplejos y horrorizados ante semejante demostración de la descerebrada vileza de la humanidad.
La palabra «control» no es muy distinta aquí de la palabra «inhibición», tal y como la emplean los biólogos. Una célula primaria, como la ameba, goza de una libertad total en ciertos aspectos, pero según se mire también es completamente pasiva. Todas sus partes son semejantes. Cualquier punto de su superficie puede ingerir alimento. Puedes partirla por la mitad, y lo único que obtendrás son dos amebas perfectas en lugar de una. ¡Qué lejos en la escala evolutiva está la condición de la ameba de los asesinatos del baúl!2
Los organismos que se han desarrollado a través de la especialización de las estructuras que los componen deben su desarrollo evolutivo no tanto a la adquisición de nuevas facultades como a la restricción de una parte de sus facultades generales. Así, un especialista de Harley Street3 no es más que un doctor normal y corriente que dice: «No saldré a visitar a los enfermos. No, no y no.»
Ahora bien, lo que vale para las células, vale también para los órganos ya potencialmente especializados. La fuerza muscular se basa en la rigidez de los huesos y en la negativa de las articulaciones a permitir cualquier movimiento que no se dé en las direcciones convenidas. Cuanto más firme sea el punto de apoyo, más eficiente será la palanca. Este mismo comentario vale también para los asuntos morales. Éstos no pueden ser más sencillos, pero se han visto completamente sepultados por las siniestras actividades de curas y abogados.
No tiene sentido plantearse ninguno de estos problemas en los términos abstractos del bien o el mal. Resulta absurdo decir que está «bien» que la clorita se combine entusiasmada con el hidrógeno y sólo a regañadientes con el oxígeno. No por ser virtuosa es la hidra hermafrodita, como tampoco podemos acusar de sedicioso al codo que no quiere moverse libremente en todas direcciones. Quienquiera que sepa en qué consiste su trabajo, sólo tiene una obligación: hacerlo bien. Quienquiera que tenga una función sólo se debe a una tarea: disponer de lo necesario para que esa función pueda desarrollarse sin obstáculos.
Haz lo que quieras será la totalidad de la Ley.
Por tanto, no puede sorprender que un término tan simple como yama (o control) haya sido pasto del maligno ingenio del devoto y equívoco hindú, quien lo vació de todo sentido; interpretó que la palabra «control» significaba sumisión a ciertas prohibiciones fijadas de antemano. Cierto es que existen muchas proscripciones que pueden agruparse bajo el marbete del yama, las cuales quizá eran bastante necesarias para el tipo de pueblo que el Maestro tenía en mente, pero no tiene ningún sentido haberlas elevado a reglas universales. Cualquiera conoce la prohibición del cerdo en la dieta de judíos y musulmanes. Ésta nada tiene que ver con el yama o con una rectitud abstracta. Se debió a que la carne de cerdo estaba infectada de triquina en los países orientales, de modo que, si no se cocinaba adecuadamente, su ingesta causaba la muerte. Era inútil intentar decírselo a los salvajes. Sea como fuere, sólo trasgredían el mandamiento higiénico cuando les superaba la codicia. La recomendación tenía que convertirse en una regla universal, apoyada en la autoridad de una sanción religiosa. No tenían entendederas suficientes para creer en la triquinosis, pero sentían temor de Jehovah y de Jahanam. De modo parecido, bajo el marbete de yama nos enteramos de que el aspirante a yogui debe quedarse «fijo en el no-recibir dones», lo cual significa que si alguien te ofrece un cigarrillo o un vaso de agua, deberás rechazar tales insinuaciones insidiosas con los modales más victorianos. En verdad, es difícil encontrar peor sinsentido, puesto que de esta guisa lo que se logra es que la ciencia del yoga sea objeto de burla. Pero deja de ser un sinsentido si consideramos el tipo de gente para quienes se promulgó la obligación, puesto que, tal y como mostraremos más adelante, la concentración de la mente sólo llegará después de poder ponerla bajo control, es decir, calmarla, y la mentalidad hindú está constituida de tal modo que si le ofreces a un hombre cualquier baratija, la anécdota se convierte en un hito de su vida. La impresión no se le pasará en años.
En Oriente, un acto de generosidad completamente automático e irreflexivo hacia un autóctono puede atarle a ti de por vida, en cuerpo y alma. En otras palabras, seguro que tu generosidad no le va a gustar, de modo que el yogui en ciernes tiene que rechazarla. Pero es que tener que rechazarla también le va a afectar mucho y, en consecuencia, tiene que quedarse «fijo» en su negativa o, lo que es lo mismo, tiene que erigir una barrera psicológica con sus negativas sucesivas, una barrera que sea tan impenetrable que le permita rechazar la tentación sin inmutarse ni por un instante. Estoy seguro de que convendréis conmigo en que resulta necesaria una regla absoluta para lograrlo. Como es obvio, al yogui en ciernes le resultará imposible trazar la línea entre lo que puede recibir y lo que no. De hecho, está sumido en un dilema socrático: si se va al otro extremo de la línea y lo acepta todo, su mente se verá igualmente afectada por el peso de la responsabilidad de manejar las cosas que ha aceptado. Sin embargo, todas estas consideraciones no valen para la mentalidad europea media. Si alguien me da doscientas mil libras, la verdad es que ni siquiera me daré cuenta. Es algo que ocurre con relativa frecuencia. ¡Ponedme a prueba!
Existen muchos otros mandamientos y debemos examinarlos de manera independiente para descubrir si valen para el yoga en general y para los progresos específicos de un estudiante cualquiera. Nos veremos obligados a excluir especialmente todas aquellas consideraciones basadas en teorías fantasiosas sobre el Universo o sobre accidentes relativos a la raza o el clima.
Por ejemplo, en tiempos del finado maharajá de Cachemira, la pesca del mahasir4 estaba prohibida en todo el territorio porque, de niño, el maharajá, mientras estaba acodado en el parapeto de un puente sobre el río Jhelum, en Srinagar, abrió la boca sin darse cuenta, de suerte que un mahasir saltó fuera del agua y engulló su alma. No es propio de un sahib —¡un mechla!— pescar esa carpa.5 Esta historia representa en verdad un buen ejemplo del noventa por ciento de preceptos que se suelen agrupar bajo el epígrafe yama. El diez por ciento restante obedece en gran medida a las características locales y climatológicas, y no siempre pueden aplicarse a nuestro caso particular. Por otra parte, disponemos de todo tipo de buenas reglas que nunca se le habrían ocurrido a un maestro de yoga, porque dichos maestros nunca imaginaron las condiciones en las que muchos vivimos hoy en día. Buda, Patañjali o Mansur el-Hallaj nunca pensaron en recomendar a sus pupilos que no se ejercitasen en un piso con una radio encendida en la habitación de al lado.
En consecuencia, si hay entre vosotros alguien que merezca la pena, seguro que le encantará oír que hay que tirar a la basura todas las reglas recibidas y descubrir las propias. Sir Richard Burton dijo: «Vive y muere noblemente quien dicta y guarda sus propias leyes». Esto es precisamente lo que cualquier hombre de ciencias tiene que hacer en todos sus experimentos. Ésta es la naturaleza misma de un experimento. Hay otro tipo de hombres, los que sólo tienen malos hábitos. Cuando exploras un país desconocido, no sabes con qué situación vas a encontrarte, y no te queda más remedio que hacerte cargo de la situación apelando al método del ensayo y error. Estamos empezando a penetrar la estratosfera, y tenemos que modificar nuestras máquinas de mil maneras distintas que nunca hubiésemos imaginado. Quisiera tronar una vez más que el bien y el mal no atañen a las cuestiones que aquí nos planteamos. Pero en la estratosfera está «bien» que un hombre esté ataviado con un traje que lo proteja del cambio de presión y del frío y que disponga asimismo de una provisión de oxígeno, mientras que estaría «mal» que este hombre llevase puesta la misma indumentaria para disputar una carrera de cinco mil metros en los juegos de verano del desierto del Tanezrouft.
Éste es el agujero en el que todos los grandes maestros religiosos han caído hasta la fecha, y estoy seguro de que todos me miráis ansiosos con la esperanza de verme hacer lo mismo. ¡Pero no! Hay un principio que nos ayuda a superar cualquier conflicto con respecto a la conducta, porque es tan inflexible como elástico: «Haz lo que quieras será la totalidad de la Ley».