La flor del desierto. Margaret Way
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© 2000 Margaret Way
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
La flor del desierto, n.º 1590 - agosto 2020
Título original: The English Bride
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
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Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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I.S.B.N.:978-84-1348-714-4
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Capítulo 1
CAÍA LA tarde cuando el helicóptero de Grant Cameron descendió sobre el césped de Kimbara con la misma suavidad con que un pelícano descendería sobre una laguna. El torbellino de la hélice levantó una pequeña tormenta de polvo, mezclado con briznas de hierba y flores caídas de los arbustos cercanos, que se aplacó en cuanto las largas aspas dejaron de girar. Grant hizo las comprobaciones rutinarias en el interior del aparato y se quitó el casco antes de saltar a la hierba.
La vieja hacienda de Kimbara era la solitaria fortaleza de la familia Kinross desde los primeros tiempos de la colonización, y la más cercana a Opal Downs, la propiedad familiar de Grant, a algunos cientos de kilómetros al noreste.
Rafe, su hermano mayor, estaba de luna de miel en Estados Unidos con su flamante y amada esposa, Ally. Rafe llevaba la hacienda. Él, Grant, había montado un negocio de servicios aéreos que funcionaba con mucho éxito. A los dos les iba bien. Rafe era el ganadero. Él, el piloto.
Lo volvían loco los aviones desde que era un niño. Ni siquiera la pena inconsolable de perder a sus padres en un accidente de avioneta había matado su pasión por volar. En Australia, con un territorio tan inmenso, volar era un modo de vida. Había que sobreponerse a la tragedia.
Tomó su sombrero e, inconscientemente, se lo puso muy ladeado. El sol todavía pegaba con fuerza y Grant no podía descuidar su espeso pelo rubio, la marca distintiva de los Cameron. «Orgullosos como leones», solía decir la gente de Douglas Cameron, su padre, y de los hijos de este, Rafe y Grant.
Orgullosos como leones.
Por un segundo, una profunda tristeza le oprimió el corazón. Deseó con todas sus fuerzas que su padre viviera aún. Su padre y su madre. No habían vivido lo suficiente para verlo triunfar. Se habrían sentido orgullosos. Él siempre había sido el pequeño, una especie de gato salvaje que intentaba crecer a la sombra de su hermano. Rafe, en cambio, era el responsable, el destinado a suceder a su padre.
Ya fuera del helicóptero, Grant dio una vuelta rápida alrededor del aparato, siempre atento a la mínima señal de deterioro, aunque el mantenimiento de su flota se hacía con todo cuidado. El fuselaje amarillo, con una ancha franja azulada y el logotipo de la empresa en azul y oro, crujía a medida que el metal se enfriaba. Satisfecho, Grant pasó la mano por el emblema y se dirigió a la casa.
Había pasado un día agotador dirigiendo desde el helicóptero a un gran rebaño inquieto y exhausto por el calor, desde la enorme y solitaria mole de granito de Sixty Mile, que marcaba el límite oeste de Kimbara, hasta el campamento que los hombres de Brod habían levantado cerca de los turbulentos arroyos de Mareeba Waters. El campamento volvería a trasladarse cuando pasara el rebaño. Los hombres estarían fuera más de tres semanas, en el mejor de los casos. Grant necesitaba una cerveza fría y reposar sus ojos cansados en una mujer bonita.
Francesca.
«No necesariamente en ese orden», pensó. Esos días, Francesca ocupaba casi todos sus pensamientos. Lady Francesca de Lyle, prima hermana de Brod Kinross, propietario de Kimbara y hermano de Ally, la nueva cuñada de Grant. Los Cameron y los Kinross eran grandes pioneros, nombres legendarios en esa parte del mundo.
La boda de Rafe y Ally había unido por fin a las dos familias para satisfacción de todos salvo, quizás, de Lainie Rhodes, que desde su adolescencia alimentaba un insensato amor por Rafe. Y no era que Lainie no fuera un buen partido, pero Rafe nunca había tenido ojos más que para su Ally.
Eran ya marido y mujer, su felicidad era completa y Grant se daba cuenta de que tenía que empezar a hacer sus propios planes.
Aunque la casa de Opal era grande, no tenía intención de entrometerse en la intimidad de su hermano y de Ally. Querrían la casa para ellos, aunque se empeñaran en decir que Opal pertenecía también a Grant. Tal vez le perteneciera una parte de la explotación, con la que había financiado su línea aérea, pero la casa tenía que ser para los recién casados. Lo había decidido. Además, Ally tenía un montón de planes para arreglarla, y bien sabía Grant que la casa lo necesitaba.
¿Cómo sería estar casado?, reflexionó mientras pasaba por las antiguas cocinas y las viviendas de los trabajadores de Kimbara. Estas llevaban mucho tiempo en desuso, pero se las mantenía en perfecto estado por su valor histórico. Estaban rodeadas de