La flor del desierto. Margaret Way
Su tono ligero y distendido adquirió un matiz ligeramente mordaz.
–No, Grant –le reprochó ella con suavidad.
Francesca sabía que los dos hermanos se querían mucho, pero que Grant, por ser un par de años más joven, a veces debía de haberse sentido molesto bajo la autoridad de Rafe. Desde muy joven, tras la muerte de sus padres, Rafe se había visto obligado a hacer el papel de padre. Grant todavía tendía a molestarse, aunque solo fuera por su deseo de probarse a sí mismo que era el hombre que su padre siempre dijo que llegaría a ser. Lo impulsaba una ambición desmedida, una energía irreductible.
–Iba a decir a medida que te haces mayor –continuó ella con dulzura, observando su musculoso cuerpo de atleta.
–Claro que sí –asintió él con una sonrisa irónica y encantadora–. Algunas veces, Francesca, soy un diablo perverso.
–Sí, lo sé –dijo ella.
–Quiero a Rafe tanto como pueda quererse a un hermano.
–Ya lo sé –contestó, comprensiva–, y sé lo que quieres decir, así es que no te molestes en explicármelo.
Las mejores relaciones estaban llenas de pequeños conflictos. Como las de madre e hija. Francesca volvió la cabeza al oír pasos en el vestíbulo.
–Esa debe de ser Rebecca.
Un instante después apareció Rebecca sonriendo, como una brisa de verano. Tocó cariñosamente a Francesca en el hombro antes de dirigirse a Grant, que se estaba poniendo de pie.
–No te levantes, Grant –dijo, dándose cuenta de que estaba cansado–. ¿Has acabado por hoy?
–Afortunadamente, sí –sonrió con ironía.
–Entonces seguro que te apetece una cerveza fría, ¿verdad?
Él se echó a reír y volvió a sentarse.
–Me encantaría, Rebecca. Ha sido un día largo, duro y polvoriento. Estoy muerto de sed.
Grant se sorprendió otra vez de cuánto había cambiado Rebecca desde que llegó a Kimbara por primera vez, siendo una enigmática joven, para escribir la biografía de Fee Kinross. Fee, la madre de Francesca, había tenido una carrera brillante en los escenarios londinenses. La biografía estaba a punto de salir.
Rebecca era amable y acogedora, y la felicidad y la satisfacción resplandecían en sus extraordinarios ojos grises. «Este matrimonio funcionará», pensó Grant complacido. Brod y Ally habían pasado un infierno durante su infancia por culpa de un padre autoritario y brutal. Pero el carácter de Rafe era tan bueno que incluso Stewart Kinross le había dado su aprobación, aunque no viviera lo bastante para verlo casado con Ally, su única hija.
Grant estaba seguro de que Kinross nunca lo habría aceptado a él. «Demasiado insolente», había dicho una vez de Grant. «Tiene la insoportable costumbre de expresar todas sus alocadas ideas».
Unas ideas que, por descontado, se oponían a las del soberbio Kinross. Sin embargo, los Cameron y los Kinross siempre habían estado unidos. Casi como parientes. Y ya lo eran de verdad.
Cuando Rebecca volvió con una cerveza fría para él y té helado para Francesca y para ella, hablaron de asuntos de familia, de los cotilleos locales, y de los planes de Fee y David Westbury, un primo del padre de Francesca que estaba de visita. Fee y él se habían vuelto inseparables, hasta el punto de que Francesca comentó que no se sorprendería si cualquier día recibía una llamada suya diciendo que acababan de pasar por la vicaría. Lo que supondría el tercer intento de Fee por sacar adelante un matrimonio.
Todavía estaban hablando de Fee y del importante papel que iba a interpretar en una nueva película australiana cuando los interrumpió el timbre del teléfono. Rebecca fue a contestar y, al regresar, se había borrado la risa de sus luminosos ojos grises.
–Es para ti, Grant, Bob Carlton –se refería a su ayudante–. Uno de la flota no ha llegado a la base, ni ha llamado. Bob parece un poco preocupado. Puedes hablar desde el despacho de Brod.
–Gracias –Grant se levantó–. ¿Ha dicho de qué base se trata?
–Oh, lo olvidaba. Se trata de Bunnerong.
Esa base estaba aún más lejos que Kimbara. A más de un centenar de kilómetros al noroeste. Grant cruzó la casa de los Kinross, que conocía desde niño. Era espléndida en comparación con la de los Cameron, con su marchito estilo victoriano. Ally, por supuesto, lo cambiaría todo. El torbellino de Ally. Pero, por el momento, Grant debía pensar en lo que Bob tenía que decirle.
Bob, de unos cincuenta y cinco años, era un gran tipo. Un gran organizador y un gran mecánico al que todos apreciaban. Grant confiaba en él, pero Bob era un pesimista de nacimiento. Creía firmemente en la «ley de Murphy», según la cual todo lo que pudiera ir mal, iría mal. Y, al mismo tiempo, estaba decidido a que nada malo les sucediera a «sus chicos».
Por teléfono, le aseguró a Grant que se habían hecho todas las comprobaciones necesarias y que el helicóptero había pasado las cien horas reglamentarias de servicio. Debía haber aterrizado en la base de Bunnerong a eso de las cuatro, pero a las cinco menos cuarto, cuando Bunnerong contactó con Bob por radio, todavía no había llegado. Este, por su parte, tampoco había podido comunicar con el piloto a través de la frecuencia de radio de la empresa.
–Yo no me preocuparía demasiado –Grant no le dio mucha importancia al asunto.
–Ya me conoces, Grant. Yo sí –respondió Bob–. No es propio de Rizo. Siempre cumple el horario a rajatabla.
–Cierto –reconoció–. Pero sabes tan bien como yo que la radio puede fallar. No es tan raro. A mí me ha pasado. Además, es casi de noche. Rizo habrá aterrizado en alguna parte y habrá acampado para pasar la noche. De todas formas, como queda más o menos una hora de luz, daré una vuelta con el helicóptero. Tendré que repostar en Kimbara si voy a acercarme hasta Bunnerong.
–Supongo que también podríamos esperar hasta mañana –suspiró Bob–. Rizo aún podría aparecer. Si Bunnerong nos manda algún mensaje, te lo haré saber.
Rizo, al que llamaban así porque tenía un único mechón de pelo rizado en la cabeza pelada, era un verdadero profesional. Lo más seguro era que hubiera aterrizado junto a una laguna para pasar la noche. Pero, aun así, Grant sintió la responsabilidad de hacer una rápida búsqueda con el helicóptero antes de que anocheciera.
Se le había contagiado el pesimismo de Bob, pensó con ironía. Volvió a cruzar la casa a paso rápido y en cuanto llegó a la terraza les contó sus planes a las dos mujeres.
–¿Por qué no me dejas ir contigo? –sugirió Francesca al instante, dispuesta a ayudar en lo que pudiera–. Ya sabes lo que se dice: cuatro ojos ven más que dos.
Rebecca estuvo de acuerdo.
–Yo ayudé una vez a Brod en una búsqueda de rescate. ¿Os acordáis?
–Eso fue en una avioneta –contestó Grant, un poco molesto–. Pero Francesca no está acostumbrada a los helicópteros, a su forma de volar, al calor y al ruido. Podría marearse fácilmente.
Francesca se levantó.
–Yo nunca me mareo, Grant. Por favor, llévame. Quiero ayudar, si puedo.
La mirada de Grant sugería que podía ser un estorbo. Pero, al final, aceptó de mala gana.
–De acuerdo, señorita. Vámonos.
Unos minutos después, el helicóptero se puso en marcha y se elevó en vertical, alejándose luego hacia el desierto.
Al igual que Grant, Francesca iba sujeta a su asiento con el cinturón de seguridad y llevaba puestos unos auriculares que hacían soportable el ruido ensordecedor de la hélice. Para ella era una experiencia emocionante mirar desde el aire el asombroso despliegue de colores de las formaciones rocosas del inmenso desierto. Se mantuvo tranquila