La Fe. Armando Palacio Valdés

La Fe - Armando Palacio Valdés


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       Armando Palacio Valdés

      La Fe

      Publicado por Good Press, 2019

       [email protected]

      EAN 4057664171733

       I

       II

       III

       IV

       V

       VI

       VII

       VIII

       IX

       X

       XI

       XII

       XIII

       XIV

       XV

       Índice

      No cabía en la iglesia una persona más. Hablando con verdad, tampoco cabían las que estaban dentro si ocupase cada cual el espacio que por derecho natural, el que la naturaleza enseñó a todos los animales, le correspondía. Pero en aquel momento no sólo se infringía este derecho, pero se violaba descaradamente también la ley de impenetrabilidad de los cuerpos. D. Peregrín Casanova, persona que hacía viso en la villa, y que hasta entonces había guardado rigurosamente la ley en todas las solemnidades, lo mismo profanas que religiosas, tenía ahora metidas en los riñones las rodillas de otro bípedo racional de seis pies de alto, lo cual le producía algunos movimientos convulsivos en el epigastrio y un vivo desasosiego acompañado de sudor copioso. D.ª Teodora, señorita de cincuenta años, castísima, limpísima, pulquérrima, que había huido toda su vida cualquier contacto, fuere cual fuere, se vio obligada a sentarse sobre los pies del jorobado Osuna, sujeto de malísimos antecedentes, que no se estaba quieto un momento. D. Gaspar de Silva, poeta famoso en la villa, tanto por sus versos como por sus callos, sufrió la operación cesárea de uno de éstos que le hizo con gran destreza el chico mayor de D.ª Trinidad. De igual modo otra porción de vecinos respetables experimentaron molestias sin cuento en aquella mañana memorable en que por vez primera cantaba misa un joven de la villa.

      Como siempre pasa, había bulas para difuntos. En sitio privilegiado, entre la verja de madera y el altar, no sólo estaban la madrina y las señoras que habían pagado la carrera al preste, sino otras a quienes no asistía derecho alguno; y lo que es aún más digno de censura, unos cuantos hombres. El nuevo presbítero era casi un niño por la apariencia: los ojos azules, profundos y tristes, la tez blanca y nacarada como la de una dama, los cabellos rubios, el cuerpo delgado y esbelto. La emoción le tenía ahora muy pálido: esto hacía aún más interesante su fisonomía espiritual. Asistíanle como diácono y subdiácono el párroco de Peñascosa y D. Narciso, un capellán suelto procedente de Sarrió, establecido hacía algunos años en la villa.

      En la iglesia sonaba murmullo sordo originado por el cuchicheo de las comadres, que se disputaban el sitio o se comunicaban sus impresiones, por las exclamaciones y suspiros de malestar de los hombres. El calor se iba haciendo por momentos intolerable. D. Peregrín dejaba escapar por sus narices de trompeta unos bufidos semejantes a los de las locomotoras, y se alzaba sobre las puntas de los pies, sin lograr enterarse de nada. ¡Si al menos tuviera la estatura de su hermano Juan! Pero éste, que muy bien pudiera haberse quedado atrás, estaba perfectamente acomodado en el presbiterio entre los curas, el alcalde y varios concejales, lo cual levantaba en su corazón una ola de envidia que le sofocaba aún más que las rodillas del jayán que tenía detrás. Tal era su destino. Aunque se considerase mucho más inteligente que su hermano, y sirviera largos años a la Administración pública en varias provincias de España, y hubiese leído la Historia universal de César Cantú y la de España de Lafuente, sin faltar un tomo, y poseyese los mismos bienes de fortuna, con más la jubilación de 2.500 pesetas anuales, lo cierto es que D. Juan, sin haber salido jamás de Peñascosa ni haber leído en su vida más que el periódico a que estaba suscrito, gozaba de mucho mayor prestigio en la villa. Esto, en concepto de D. Peregrín, no procedía más que de la estatura. En efecto, D. Juan Casanova era hombre alto y seco, de rostro aguileño, ojos grandes de párpados caídos y mirar imponente, calva venerable, cortas patillas blancas y marcha acompasada y majestuosa. Estas dotes extraordinarias, unidas a un hablar mesurado y prudente, le habían captado el respeto y hasta la veneración de sus convecinos. Así que fue grande el estupor de éstos cuando a la llegada de D. Peregrín de Andalucía, donde había estado empleado últimamente, le oyeron llamar ignorante y majadero a su hermano en una discusión que con él tuvo en el casino a propósito de la renta de tabacos. Vivían juntos, ambos solteros y entregados al cuidado despótico de D.ª Mariquita, ama de llaves y dueño absoluto de sus vidas y haciendas.

      D. Juan, a fuerza de pasear su mirada severa y majestuosa por el mar de cabezas que se extendía desde la valla hasta la puerta del templo, tropezó con la calva reluciente del pigmeo de su hermano. Viendo la congoja pintada en su semblante, se apresuró noblemente a hacerle señas para que avanzase, ofreciéndole sitio en el banco que ocupaba. Pero D. Peregrín, por ventura notando la imposibilidad de dar un paso, o sofocado por la cólera, que se le había ido aumentando poco a poco, respondió con una mueca de ira y desdén que sobrecogió a su infeliz hermano y le quitó por completo las ganas de insistir.

      —¿Qué es eso?—preguntó D. Martín de las Casas, que estaba sentado a su lado.—¿No quiere venir D. Peregrín?

      —Es que lo ve imposible. ¿Quién rompe esa muralla de carne?

      —Pues cualquiera. Verá usted cómo voy allá y lo traigo en seguida—replicó D. Martín, hombre de carácter enérgico y expeditivo, disponiéndose a levantarse.

      D. Juan le retuvo por la manga de la levita.

      —No; déjelo usted... Acaso no quiera venir... Ya conoce usted su carácter.

      —¡Pues hombre, no es plato de gusto estarse ahí sudando café con leche!—repuso con aspereza, alzando al mismo tiempo los hombros.

      La iglesia es de las más espaciosas que pueden verse en una villa. Verdad que Peñascosa, con tener de siete a ocho mil almas, no cuenta con más templo que éste. Quizá por ser demasiado espaciosa, el sacristán y sus ayudantes no quieren encargarse de limpiarla a menudo. Su aspecto es lóbrego y sucio. De las paredes, que no se enjalbegaron hace ya muchos años, penden cadenas, cuadros sombríos y borrosos, una muchedumbre de piernas, brazos, cabezas de cera amarilla y otra mayor aún de barquitos y lanchas que la fe de los marineros


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