La Fe. Armando Palacio Valdés
de fresco. Se habían colgado algunos cortinones en los lienzos de pared cercanos al altar mayor y tapizado una parte del suelo con la alfombra, sucia ya y desgarrada por varios sitios, que salía a relucir hacía cuarenta años, en los días solemnes. D.ª Eloisa, la madrina del nuevo presbítero, y las damas que la habían secundado en la noble empresa de darle carrera, habían añadido algunos pormenores delicados al adorno tosco y rutinario del sacristán. Grandes macetas de flores colocadas en artísticos floreros sacados de las mejores casas de la villa, algunas cortinas de damasco formando pabellón sobre los altares, candelabros, arañas. Donde, como es natural, había recaído particularmente su atención y esmero era en el arreo del joven sacerdote. Alba finísima de batista bordada con primor, estola, casulla del más rico tisú de oro que pudo hallarse en la capital, cáliz, de oro también, con algunas piedras preciosas. Las bondadosas señoras no habían escatimado el dinero para dar remate o coronar la obra de caridad que hacía algunos años acometieran.
Todo el mundo lo recordaba en la villa; unos por haberlo presenciado, otros por haberlo oído contar frecuentemente. Hacía poco más de veinte años había en Peñascosa un pescador de altura llamado Mariano Lastra, a quien todos sus compañeros apreciaban por sus sentimientos honrados y carácter apacible. Este pescador pereció con otros ocho tripulantes de la lancha en que iba, a consecuencia de una galerna de poca importancia. Sólo aquella embarcación había zozobrado. Mariano se había casado hacía dos años y dejaba un niño de pocos meses. La viuda era una joven buena y honrada, pero de escasa disposición para el trabajo, y que sobre esto gozaba de poca salud. Viose gravemente apurada para poder subsistir. El niño le estorbaba mucho en cualquier trabajo. Dedicose a asistir por las casas desempeñando los oficios más bajos y penosos, traer agua o fregar suelos, llevar recados; lo único que era capaz de hacer, pues no tenía oficio alguno. Pero llegó un momento al parecer en que las fuerzas la abandonaron; su salud, cada día más vacilante, la iba dejando inútil para el trabajo. Fue despedida de algunas casas. Otras por caridad la siguieron empleando, aunque con menos frecuencia. Comenzó a pasar hambre y su hijo también.
Un día fue despedida también de la única casa en que ya asistía.
—Basilisa—le dijo la señora—Usted no puede ya traer agua y fregar suelos. Se está usted matando y no consigue cumplir como es debido. Necesito buscar otra asistenta... Bien quisiera seguir manteniéndola... pero no soy rica, como usted sabe... tenemos muchos gastos...
—Sí señora, sí, ya lo comprendo—respondió la infeliz con sonrisa humilde y forzada.—Demasiado ha hecho por mí.
Salió de aquella casa, su último refugio, con el corazón apretado y las piernas vacilantes. Llegó a la zahurda que habitaba en los arrabales. Su hijo dormía en la cuna el sueño dulce y sereno de los ángeles. La infeliz cayó de rodillas y sollozó largo rato. Levantó la cabeza al fin, y dijo sordamente contemplando al niño:
—¡No, no irás al hospicio!
Varias comadres, y hasta alguna señora también, se lo habían aconsejado. Pero la idea de abandonar al hijo de sus entrañas en manos de mujeres sórdidas y empleados brutales la había horrorizado siempre. Luchó bravamente cuanto pudo, privándose ella bastantes veces del necesario sustento para alimentar al niño, que ya contaba cerca de tres años. Había llegado, sin embargo, el fin del combate y resultaba vencida. Le quedaba el recurso de pedir limosna, pero además del espanto que le causaba, comprendía muy bien que sus días estaban contados. Y muriéndose ella, ¿qué iba a ser de aquella criatura?
Meditó un buen espacio con los ojos secos y clavados en el niño, repitiendo de vez en cuando la misma frase:
—¡No, no irás al hospicio!
De pronto se alzó animada por una voluntad fatal, besó a su hijo apasionadamente hasta que logró despertarlo, envolviolo en una manta y cogiéndolo en brazos salió de la casa.
Era la hora del oscurecer. Desde lo alto de la Gusanera, donde Basilisa vivía, veíanse llegar al muelle ya las lanchas pescadoras. Una muchedumbre las aguardaba. Por la plaza, y por la calle larga que va desde ésta a la iglesia a orillas del mar, discurría también bastante gente. Basilisa tomó por la carretera de Rodillero, que ciñe la orilla opuesta da la pequeña ensenada frente por frente de Peñascosa, y marchó apresuradamente, casi a la carrera.
—¿Por qué corres, mamá? ¿Dónde vamos?—preguntó el niño acariciándole con sus manecitas la cara.
—Vamos al cielo, vida mía—respondió la desdichada con los ojos nublados por las lágrimas.
—¿Vamos con papá?
No pudo responder; se le hizo un nudo en la garganta.
—¿Vamos con papá?—insistió el chiquito.
Detúvose un instante para tomar aliento.
—Sí, vamos a verle, rico mío—dijo al cabo.—¿No quieres ir al cielo con él?
—No; yo contigo.
Y al mismo tiempo la apretó el cuello con sus tiernos brazos y la cubrió el rostro de besos.
—¿Por qué lloras, mamá?—preguntó sorprendido al sentir en los labios el amargor de las lágrimas.—¿No tenes nada? Toma mi corneta...
Y le ofreció una de plomo que le había costado a Basilisa dos cuartos. Para Gil, que no comprendía la existencia sin estar enredando con algo, la mayor desgracia que podía pesar sobre un ser humano era el tener las manos vacías.
La madre le apretó contra el pecho, descargó sobre sus rosadas mejillas una granizada de besos y continuó la carrera. Al llegar a cierto paraje en que la carretera se separa de la orilla del mar para internarse, dejola y tomó una veredita que conducía a éste. Llegó a las peñas altas y sombrías que lo circundan por aquel paraje. Puso a su hijo en el suelo y arrodillándose después, rezó entre sollozos comprimidos una oración que, por no ir dirigida en forma, no debió de escuchar el Altísimo.
Era ya casi noche cerrada. El mar estaba inmóvil, sombrío, esperando impasible que las lágrimas de aquella infeliz mujer viniesen como tantas otras a aumentar el caudal amargo de sus aguas. Del lado de allá de la ensenada se veía la silueta del muelle y de tres o cuatro pataches que ordinariamente yacen anclados cerca de él. El grupo de las lanchas pescadoras, un poco apartado, se movía y resonaba aún con los gritos de las mujeres ocupadas en abrir el vientre a los pescados, mientras los maridos descansaban ya gravemente en alguna taberna de la villa. Basilisa atendió un instante a aquellos ruidos tan conocidos. Ella también esperaba a su esposo en otro tiempo, le acariciaba con la mirada al llegar, tomaba de sus manos el capote de agua, la caja de los aparejos y el cesto de las provisiones y los llevaba con alegría a casa. Mariano llegaba poco después y se sentaba al amor de la lumbre, haciendo bailar entre sus manazas al tierno niño que contaba pocos meses.
La viuda estuvo largo rato contemplando fijamente el grupo de la ribera, que parecía ya una masa informe y movible. Su hijo, sentado sobre el césped, jugaba atascando de tierra la corneta. De pronto vino hacia él, le levantó entre sus brazos flacos y corrió hacia el borde del precipicio.
—¡Mamá! ¿Dónde vamos?—gritó el niño.
La respuesta, si se la dio, debió de ser desde el cielo. Saltó con ímpetu al fondo del abismo. Al caer sobre las piedras de la orilla se deshizo la cabeza: quedó muerta en el acto: el niño salvó milagrosamente. El vientre de donde había salido le sirvió ahora de resorte para no despedazarse.
Un marinero viejo, que andaba a la sazón por entre aquellas peñas a la pesca de pulpos, oyó el ruido y prestó los primeros socorros al niño. Corrió a dar la noticia: pronto se inundó el paraje de gente. El caso produjo honda impresión. Las mujeres lloraban y se pasaban al tierno infante de mano en mano prodigándole mil cuidados y caricias. Muchas se ofrecían a adoptarlo y hubo disputa sobre quién había de llevárselo. Enteradas las señoras de la villa y conmovidas, quisieron asimismo recoger al huérfano. Las mujeres de los pescadores renunciaron entonces a ello en interés de aquél. Quedó, pues, en poder de D.ª Eloisa, la señora de D. Martín de las Casas, secundada