La Fe. Armando Palacio Valdés
Lorito no era un vándalo vulgar de los que se dejan atrapar como un ratoncillo inocente. Sin ver a D. Miguel sintió su hálito poderoso, y bajándose repentinamente al tiempo que aquél llegó a echarle la zarpa, consiguió que fallara el golpe y fuera a dar de bruces en el altar. Antes que el párroco pudiera revolverse, ya había emprendido la carrera hacia la puerta. Fue en vano. D. Miguel se apoderó rápidamente del Cristo de bronce que había sobre el altar, y se lo arrojó con tal ímpetu y certera puntería que le alcanzó en la cabeza y le hizo venir al suelo soltando chorros de sangre.
Al grito del chico y al ruido que produjo su caída acudió la gente; le levantaron y le prestaron los primeros socorros, estancándole la sangre con telas de araña y poniéndole un pañuelo a guisa de venda. Mientras se llevaron a cabo estas operaciones, no dejó de murmurarse, aunque en voz baja, de la brutalidad del cura. Éste, perfectamente satisfecho de su obra, se retiró majestuosamente a la sacristía, no sin que tuviera ocasión antes de administrar dos patadas en el trasero al cómplice, que andaba por allí trémulo y abatido con la desgracia de su maestro.
Pero es el caso que el glorioso progenitor de éste, Pepe el de la Pepaina, como le llamaban en la población, para distinguirle de los otros muchos Pepes que había, pescador de oficio y un bruto muy pacífico, que hablaría sobre tres docenas de palabras por semana, al contemplar a su hijo en aquel estado, comenzó a vociferar en el atrio de la iglesia como un energúmeno. La síntesis de su discurso era que él no sentía respeto alguno hacia el estado eclesiástico, y que padecían una equivocación lamentable los que se atrevieran a suponer que él, Pepe Raya, dejaría de dar al cura, en cuanto pusiese el pie fuera de la iglesia, una de babor y otra de estribor, y acaso también una buena patada en la popa que se la metiera bajo el agua.
D. Miguel, que desde adentro había creído percibir alguno de los extremos de este discurso, se empeñó en salir al atrio por ver su demostración; pero se lo impidieron D. Narciso y el sacristán. Lleváronle a la sacristía, y allí le tuvieron entretenido hasta que desapareció el peligro.
Al salir la gente del templo, el sol nadaba en el espacio azul, bañándolo de luz y de alegría. Repicaban las campanas con frenesí creciente. Estallaban multitud de cohetes, que impregnaban el aire con el humo de la pólvora. Y las olas estallaban también suavemente en los peñascos que casi rodean por completo la iglesia de la villa. En aquel concierto gozoso de una naturaleza que sonríe pocas veces, sólo se oía la nota áspera de bajo profundo que entonaba el marido de la Pepaina.
II
Peñascosa está situada en el fondo de una pequeña ensenada del Cantábrico. Su caserío se extiende todo él por la orilla del mar, sin penetrar más de cien varas en lo interior. Sólo allá en el vértice de la angostura hay una plaza medianamente espaciosa, de la cual arranca la carretera que conduce a Nieva. La parte de la villa que se extiende a la derecha es menos importante y extensa que la de la izquierda. Por esta orilla corre la mejor y aun puede decirse la única calle del pueblo. Es larga, empinada a trozos, a trozos llana, ancha en algunos parajes y en otros estrecha, con ánditos de un lado para los transeúntes. Las casas de la derecha tienen todas salida a la mar por medio de escaleras mejor o peor labradas, según la importancia del edificio. Termina en el Campo de los Desmayos, donde se alza la iglesia, sobre una punta de tierra que avanza en el mar. Este campo toma su nombre de algunos sauces que allí dejan caer sus ramas sobre toscos bancos de piedra, donde los honrados vecinos se sientan a tomar el sol en invierno o a respirar la brisa en verano. Es el paraje en que se efectúan todas las fiestas y regocijos públicos de la villa, las iluminaciones y verbenas, fuegos de artificio, ascensión de globos, música, danza y giraldilla: sirve además de punto de reunión para el gremio de mareantes cuando necesitan congregarse y tomar algún acuerdo, y de real para la feria y de campo de maniobras para los chiquillos de la escuela. No es maravilla que así suceda, dada la particular estructura de la población, donde fuera de la plaza, no hay ningún otro espacio abierto y cómodo más que éste.
El muelle es un espolón de piedra que arranca de la calle mencionada hacia su promedio y avanza poco más de cien varas por el mar. Bajase a él por una rampa suave donde hay media docena de tabernas por lo menos y dos cafetuchos, el de la Marina y el Imperial. Unas y otros hierven de gente a todas horas, pero muy especialmente a la del crepúsculo, cuando llegan del mar las lanchas pescadoras y termina sus faenas la tripulación de los pataches y quechemarines anclados. Éstos son los únicos buques que llegan hasta Peñascosa. Hay, no obstante, un vapor que surca de vez en cuando las aguas de la ensenada y osa acercarse al muelle. Es un remolcador de Sarrió llamado Gaviota: sus largos quejumbrosos silbos estremecen al vecindario de orgullo. Porque en lo tocante a amar a su pueblo y despreciar a los demás de la tierra, nadie ha ganado jamás a los peñascos, ni los romanos siquiera. No hay peñasco que no esté plenamente convencido de que su puerto es el más favorecido por la naturaleza en toda la costa española: si no tiene la importancia comercial de Barcelona, Málaga o Bilbao, consiste en que nadie se ha ocupado en proporcionársela por medio de obras adecuadas. Hacia Sarrió, villa que quintuplica su población y que ha adquirido gran importancia en los últimos años, sienten un odio y un desprecio inveterados. Cuando ven los vapores cruzar por delante de la «abrigada, tranquila y segura ensenada» de Peñascosa y meterse en el «sucio y peligroso fondeadero» de Sarrió, todo buen peñasco siente latir su pecho con indignación, como el que ha sido víctima de un robo mira cruzar en coche a su estafador. Hay que oírles hablar de las cualidades del puerto de Sarrió, sobre todo cuando les escucha un forastero. Principia a dibujarse en sus labios una sonrisa levemente irónica y despreciativa que poco a poco se va acentuando hasta trasformarse en sonora, homérica carcajada cuando llegan a aquello de: «Los cangrejos están muy satisfechos todos de la boca de Sarrió. Dicen que entran y salen sin peligro alguno.» Si alguna vez las lanchas pescadoras de este puerto se ven precisadas a arribar a Peñascosa a causa del temporal, ¡con qué protección tan humillante los reciben los indígenas! Y cuando por sus negocios van éstos a la aborrecida villa, están allá inquietos, nerviosos: el tráfago y los ruidos del muelle les suena dolorosamente en el corazón: llegan a su pueblo con el estómago sucio y excitados, narrando los mil disgustos que la envidia de los sarrienses les ha causado. Llevan cuenta exactísima de todos los siniestros ocurridos en la barra de su rival y no se cansan jamás de compadecer a los pobres buques extranjeros a quienes la suerte impía conduce a un puerto tan inhospitalario.
No sólo en el calado, en el abrigo, en la seguridad del puerto, cifran su orgullo los peñascos. Poseen además otra porción de ventajas naturales verdaderamente inapreciables. Existe en las afueras de la villa una fuente de agua ferruginosa que es admiración de propios y extraños, sobre todo de propios. Los extraños consideran que si el agua no viniese unida a tantos cuerpos heterogéneos, se bebería con más facilidad y produciría los mismos resultados. Y verdaderamente nosotros también nos inclinamos a pensar que su virtud saludable no se acrecienta con que los chicos del barrio orinen en ella y a veces se desahoguen de otro modo aún menos diplomático. Por influencia del clima, críanse en Peñascosa los mejores cerdos del orbe, con lo cual está dicho que en ningún país del extranjero saben lo que es comer jamón mas que en éste afortunado pueblo. Dicho se está igualmente que, si los cerdos de Peñascosa son los mejores del mundo, las castañas con que se crían estos cerdos son las más gordas, las más suaves y nutritivas. El mar de Peñascosa tampoco es igual al de otros puertos: sobre todo con el de Sarrió no guarda parecido alguno. Hay personas que, sin saber por qué, se van debilitando paulatinamente en este pueblo, pierden el apetito y el humor: pues bien, hasta que van a tomar los baños de mar en Peñascosa no se ponen buenas. Los de Sarrió no producen efecto alguno medicinal: al contrario, todo el que se bañe allí se expone a erupciones, catarros, reuma y otros desarreglos tristísimos. Por la parte de Oeste, o mejor dicho Noroeste, la villa está resguardada de los vientos más vivos y constantes. El clima es, por lo tanto, suave y benigno: las epidemias no prosperan. Los peñascos hacen saber con orgullo que, mientras en el último cólera murieron en Sarrió trescientas doce personas, en Peñascosa sólo murieron sesenta y una, y de éstas por lo menos treinta bajaron a la tumba por descuidos lamentables que las familias respectivas debieron