La llamada (de la) Nueva Era. Vicente Merlo
trenes y autobuses, anhelo desmesurado y un poco infantil de encontrar a nuestro Maestro, suciedad de los hoteles, pues nuestra economía no era de lujo, decepción por lo noencontrado, todo ello hizo que el viaje se convirtiera en una pesadilla. Queríamos ver demasiadas cosas: Delhi, Bombay, Benarés, Madrás, Pondicherry, Tiruvanamalai-Arunachala, Rishikesh, etc., y sobre todo anhelábamos encontrar al Tibetano, el Maestro D.K., cuyas obras devorábamos por aquel entonces como la máxima revelación esotérica habida hasta el momento. Nuestro sueño secreto era que en algún lugar aparecería, esperándonos con los brazos abiertos, para reconocer nuestra altura espiritual y regalarnos su presencia, su dharsan, su mirada, sus palabras, su existencia confirmada. Pero ni apareció el Maestro D.K., ni nos iluminamos en la cueva donde meditaba Ramana Maharshi en Arunachala, ni en Benarés nos cautivó el Ganges, ni en Rishikesh pudimos alojarnos en el âshram de Sivananda, ni acertamos en nuestra negativa de ir a ver a un iluminado al que uno de los improvisados guías que con tanta facilidad y en ocasiones sospechosamente aparecen a los occidentales a su llegada a la India nos quería llevar: desafortunadamente, se trataba del entonces desconocido, para nosotros, Sri Nisargadatta Maharaj, por muchos considerado uno de los grandes jñânis y realizados más recientes, en la linea del advaita más puro. Al menos Manuel se trajo el I am That, antes de que aquí se conociera. Frente a todo ello, sólo el remanso de paz de Pondicherry, la ligereza magnética y la luminosidad vibrante de las proximidades del samâdhi de Sri Aurobindo y Madre, quedó en mi corazón como algo verdaderamente valioso.
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A medida que voy escribiendo van saltando recuerdos que piden su inclusión en estos fragmentos de memoria que nacían como una confesión de las influencias mayores que han marcado mi trayectoria humana, espiritual y esotérica. Pero entre todas las influencias recibidas hay que establecer diferencias de grado. Y, como acto de justicia, debe quedar claro desde el principio que tres han sido las grandes influencias recibidas por personas vivientes, de carne y hueso, encarnadas, físicamente presentes: Antonio Blay, Vicente Beltrán Anglada y Jean Klein. Del mismo modo, entre las enseñanzas leídas o escuchadas, hay que destacar de modo muy especial las de A. Bailey (D.K.) y más recientemente las de Pastor-Omnia, éstas con un carácter distinto y quizás más impactante por el hecho de poder escuchar la voz (en grabaciones) y ver al canal (Ghislaine Gaualdi) que transmitía tales enseñanzas, así como presenciar algunas de las inolvidables transmisiones. Un caso aparte, especial por muchos motivos, por la profundidad de su impacto y por el significado que ha tenido en mi vida, es el de Sri Aurobindo (y junto a él, siempre, Mirra Alfassa –Madre–), pues si bien no puede hablarse de presencia física, la vivencia en su entorno, en el âshram en el que residieron, la presencia prolongada, durante dos años, en su samâdhi, en su pensamiento, en su atmósfera, quizás en su Presencia sutil, hacen que ocupe un lugar especial.
Pero, vayamos, de momento, a la figura de Antonio Blay. Su influencia sobre mí (y sobre tantos otros que fui conociendo en sus cursos) ha sido enorme y nunca le agradeceré lo suficiente su ejemplo, sus palabras, su transmisión, su presencia. Con él no se trataba ya de leer o escuchar unas ideas que te convencían o no; no se trataba sólo de una “filosofía,” sino de un “estado de ser,” de una experimentación con “estados de conciencia,” de un descubrir la dimensión estrictamente “espiritual” o “superior” de nuestro ser. “Estar centrado” sería uno de los lemas que podrían caracterizar la actitud de Blay, de Antonio. Fuese o no un Maestro o un Iluminado (aquel que se ha instalado en Brahman, que ha trascendido su ego, que se ha convertido en un canal para la iluminación de otros seres humanos), el caso es que para mí ha desempeñado la función de un maestro no del pensar (maestro del pensar o maestro-filósofo), sino del ser esencial. Esto significa la trascendencia de la filosofía como sentido último, la superación de la reflexión discursiva como valor supremo y actividad predilecta, tal como suele ser el caso en el “intelectual”. Esto significa que descubrir, alimentar y vivir-en un “estado de conciencia superior” se convierte en algo más importante que el manipular ideas. Es en presencia de Blay cuando voy –en cada uno de sus cursos con mayor claridad– experimentando lo que significa el silencio mental y la conciencia despierta más allá de las ideas. Esta lucidez de la conciencia brilla ya como la joya que otorga un nuevo sentido a la vida intelectual y a la vida en su conjunto.
Al mismo tiempo estaban sus libros, desde Creatividad y plenitud de vida hasta Caminos de realización, pasando por los libritos sobre cada uno de los principales “yogas” (Hatha, Bhakti, Raja, Karma, Mahâ-yoga, etc.) o el que tenía sobre Tantra-yoga, antes de que el Tantra se pusiera tan de moda. Y es que Blay ha sido un precursor del yoga y de la espiritualidad oriental (o lo que sería más exacto, de una espiritualidad integral) en España, aunque muchos hoy lo ignoren ya, a pesar de la multiplicación de libros que tras su muerte se ha producido (recordemos que uno de ellos lleva justamente el título de Palabras de un Maestro).
En algunas ocasiones, cuando venía a dar un curso a Valencia, el grupito yóguico-esotérico reunido en torno al centro Aurobindo íbamos a cenar con él. Para nosotros era todo un acontecimiento.
Una de las cosas más impresionantes de Blay es el carácter integral de su trabajo, integralidad evidente no sólo en el planteamiento de sus enseñanzas, sino sobre todo en su propia persona. Fuerza, amor e inteligencia tienen que ser trabajadas simultáneamente. Aquel aspecto que no desarrollamos nos deja a merced de aquellos que sí lo han desarrollado (aunque no siempre sea del modo correcto). Además, el trabajo psicológico y el desarrollo espiritual conviene que sean integrados. Esta cuestión sería pronto el campo de discusión favorito de algunos de sus alumnos o discípulos al compararlo con Jean Klein, cuando éste comenzó a dar cursos aquí en España. Al margen de esas referencias que a mí me resultan más cercanas, constituye, sin duda, una de las grandes cuestiones en la Búsqueda intensa que cada vez más personas están iniciando o tomándose en serio, una Búsqueda que no se limita a la narcisista satisfacción afectiva personal, al compromiso social y político más o menos ciego, limitado o fanático, o la investigación científica o filosófica, pero en cualquier caso meramente teórica, mental, intelectual. Si Klein representaba –como veremos más tarde– el advaita puro, la Realización espiritual que prescinde del trabajo directo sobre lo psicológico, Blay encarnaba perfectamente el trabajo integral psico-espiritual. Qué duda cabe que cualquier generalización es un poco grosera y que cada individuo tiene unas necesidades y una línea propia de desarrollo. Qué duda cabe que algunos logran una cierta experiencia o hasta Realización espiritual, sin profundos trabajos psicológicos. Sin embargo, “la experiencia enseña” –como gustaba decir Blay– que en muchos casos los conflictos psicológicos impiden la estabilización de la conciencia espiritual. Muchos de nosotros hemos podido comprobar suficientemente que es posible gozar de estados de meditación, de éxtasis, de expansión de conciencia, de centramiento, de apertura, de lucidez, etc., pero que luego resulta difícil mantener ese estado, pues el peso de los conflictos psicológicos personales no resueltos nos hace gravitar hacia ellos. Esto Blay lo sabía muy bien, sin duda por propia experiencia, y debido a ello se esforzó por conciliar e integrar el trabajo psicológico de limpieza del inconsciente con el desarrollo espiritual y el acceso a estados superiores de conciencia. Blay firmaba sus libros como “psicólogo” y ofrecía sus enseñanzas bajo la denominación «Curso de psicología de la auto-realización». Y aquí entraba en juego su conocimiento de Oriente, en particular de la India. Le escuché hablar con admiración sobre todo de Anandamayee Ma, de Ramana Maharshi (a propósito del cual hablaba del mahâ-yoga) y de Sri Aurobindo.
La auto-realización suponía, pues, la realización del âtman o de brahman (términos que Blay se cuidaba de no utilizar, pues otra de sus grandezas es la simplificación del lenguaje evitando todo exotismo y tecnicismo innecesario), la Realización del Ser, del Yo profundo. Para ello, y no sólo para poder gozar de puntuales experiencias de lo Superior, sino para integrarlo e instalarse en Eso, es preciso la auto-observación y el trabajo con el ego y con el inconsciente. La lucidez de Blay en el análisis psicológico es, quizás, otro de sus rasgos destacados. Su conceptualización del problema en términos del “yo-idea,” el “yo-ideal” y el “yo-experiencia,” desenmascarando el papel que el “personaje” que desempeñamos, impulsados por nuestra errónea o limitada y desfigurada