El cuarto poder. Armando Palacio Valdés

El cuarto poder - Armando Palacio Valdés


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se había quedado inmóvil, pálida, con los ojos clavados en la escena. Su madre y hermana la miraban en tanto con semblante risueño.

      —¿Por qué me miráis de ese modo?—exclamó volviéndose de pronto. Y al decir esto se puso fuertemente colorada.

      Doña Paula y Venturita soltaron una carcajada.

       Índice

      del feliz arribo de la «bella-paula»

      El pelotón de espectadores corrió por las calles en dirección al muelle. Delante, rodeado de seis u ocho marineros, de su hijo Pablo y algunos amigos, iba don Rosendo, silencioso, preocupado, escuchando los comentarios de sus acompañantes, que los pronunciaban con la voz entrecortada por la fatiga.

      —Tiene suerte don Domingo; llega con más de media marea—dijo un marinero aludiendo al capitán de la Bella-Paula.

      —¿Qué sabes tú si llega ahora? Bien puede estar fondeado desde la tarde—respondió otro.

      —¿Dónde?

      —¿Dónde ha de ser, mamón? en la concha—replicó el otro enfureciéndose.

      —Si hubiera estado se vería, tío Miguel.

      —¿Cómo lo habías de ver, papanatas?... ¿Has estado por si acaso en la peña Corvera?

      —La bandera de la Bella-Paula se ve por encima de la peña, tío Miguel.

      —¡Qué bandera ni qué mal rayo que te parta!

      —¿Qué carga trae, don Rosendo?—preguntóle al armador uno de los que le acompañaban.

      —Cuatro mil quintales.

      —¿Escocia?

      —No; todo Noruega.

      —¿Viene a bordo el señorito de las Cuevas?

      Don Rosendo no contestó. Al cabo de un momento de marcha cada vez más precipitada, se volvió diciendo:

      —A ver; es necesario avisar a don Melchor que está entrando la Bella-Paula.

      —Yo iré—respondió un marinero destacándose del pelotón y marchando a internarse otra vez en el pueblo.

      Llegaron al muelle. La noche estaba fría, sin estrellas: el viento acostado: la mar en calma. Dejaron el antiguo y diminuto muelle y se dirigieron a la punta del Peón recién construída que avanzaba bastante más por el mar. Brillaba en la obscuridad tal cual farolillo de los barcos anclados. Apenas se advertía la espesa red de su jarcia. Los cascos aparecían como una masa negra informe.

      Los recién llegados no vieron un grupo mucho mayor de gente que se apiñaba en la punta misma del malecón hasta que dieron sobre él. Todos guardaban silencio con los ojos puestos en el mar, esforzándose por advertir entre las tinieblas las maniobras del buque. Las olas, que rompían blandamente contra las peñas más próximas, blanqueaban de vez en cuando en la obscuridad.

      —¿Dónde está?—preguntaron varios de los espectadores del teatro sacándose los ojos por ver algo.

      —Allí.

      —¿Dónde?

      —¿No ve usted aquí, hacia la izquierda, una lucecita verde?... Siga usted mi mano.

      —¡Ah, sí, ya la veo!

      Don Rosendo subió al segundo cuerpo del paredón, y encontró allí ya a don Melchor de las Cuevas. Era éste un caballero alto, muy alto, enjuto, afeitado a la usanza de los marinos, esto es, dejando la barba por el cuello como una venda. Tenía más razón para ello que la mayoría de los vecinos de Sarrió que se afeitaban de este modo, pues pertenecía al honroso cuerpo de la Armada, si bien en calidad de retirado. Pero en los puertos de mar, particularmente cuando la población es pequeña, como la en que nos hallamos, el elemento marítimo predomina y se infiltra de tal modo, que todos los habitantes, sin poderlo remediar, sin darse cuenta de ello, adoptan ciertos usos, palabras y formas de vestir de los marinos.

      Habría sido apuesto y galán el señor de las Cuevas en sus tiempos juveniles; porque hoy, a los setenta y cuatro años, es un hombre brioso, erguido, de vivos y penetrantes ojos, nariz aguileña, noble y descubierta frente. Toda su figura anuncia energía y decisión.

      Estaba en pie sobre uno de los asientos adheridos al pretil del paredón, con unos enormes anteojos de mar dirigidos hacia la lucecita verde que brillaba con intermitencias allá a lo lejos. Era con mucho la figura más elevada que salía del grupo de espectadores.

      —¡Don Melchor, usted aquí ya!... Acabo de enviarle un recado a su casa.

      —Hace una hora que he venido—repuso el señor de las Cuevas, separando los anteojos de la cara.—He visto la barca desde el mirador poco después de puesto el sol.

      —Debía suponerlo. ¿Cómo se le había a usted de escapar nada que pase por ahí afuera?

      —Tengo mejor vista que cuando era un mozo de veinte años—dijo don Melchor con firme entonación y en voz alta para que lo oyesen.

      —Lo creo, lo creo, don Melchor.

      —A quince millas veo virar una lancha bonitera.

      —Lo creo, lo creo.

      —Y si me apuran un poco—profirió en voz más alta aún,—les cuento las portas a las fragatas que cruzan para el Ferrol.

      —Arríe, arríe un poco, don Melchor—dijo una voz.

      Hubo en la obscuridad carcajadas reprimidas, porque el señor de las Cuevas inspiraba respeto profundo a toda la marinería.

      El viejo marino volvió airado la cabeza hacia el sitio donde había salido la cuchufleta. Esforzóse en penetrar las tinieblas en silencio algunos instantes, y al cabo dijo con voz ronca:

      —Si supiese quién eres, pronto te arriaba yo en banda a la mar.

      Nadie osó decir una palabra, ni hubo el más leve conato de risa. En Sarrió se sabía que el señor de las Cuevas era muy capaz de hacerlo como lo decía. Había servido en la marina de guerra más de cuarenta años, gozando siempre opinión de oficial bravo y pundonoroso, pero al mismo tiempo de una severidad que rayaba en barbarie. Cuando ya ningún comandante de buque se acordaba de nuestras antiguas ordenanzas marítimas, don Melchor se empeñaba en ponerlas en práctica y en todo su rigor. Contábase con terror en el pueblo, que había ahogado a un marinero por pasarlo tres veces debajo de la quilla, según prescribía la ordenanza para ciertas faltas; y a más de ciento había derrengado a palos o les había levantado el pellejo con el chicote. Además no había en Sarrió piloto o marinero que se las pudiese haber con él en lo referente a la mar, lo mismo en el conocimiento del tiempo, que en las maniobras de los barcos; en todos los secretos de la navegación.

      La lucecita verde se iba acercando con lentitud. Percibíase ya el bulto de la Bella-Paula a simple vista, y además otros dos o tres puntitos negros cerca de ella, que cambiaban a menudo de sitio. Eran la lancha del práctico y los botes auxiliares para tirar del barco cuando fuese necesario. Como el viento no soplaba apenas, la corbeta mantenía izadas todas las velas. Sin embargo, ya estaba demasiado cerca del paredón para que esto no constituyese un peligro. Al menos don Melchor así lo entendió, porque comenzó a jurar por lo bajo y a mostrarse inquieto. No pudiendo resistir más, a sabiendas de que no le habían de oir, gritó:

      —Aferra las gavias, Domingo. ¿Qué aguardas?

      Apenas había acabado de pronunciar estas palabras, cuando se vieron sobre las cofas los bultos casi imperceptibles de los marineros.

      —¡Acabáramos!—exclamó don Melchor.

      —¡Sí, que Domingo se chupa el dedo!—dijo por lo bajo


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