Lady Aurora. Claudia Velasco
y lo estrelló contra el suelo.
–Escúchame, mocosa –la sujetó con fuerza por el codo y Aurora frunció el ceño e intentó zafarse, pero no pudo–. Un hijo del duque de Buckingham jamás, ¿me oyes?, jamás se casará con alguien como tú, la pobre huérfana del hijo menor de un duque, así que déjalo en paz y olvídate de él.
–Yo no…
–Su padre jamás lo consentirá.
–Charles no es el heredero –contestó más por orgullo que por otra cosa y su tía la señaló con el dedo.
–Es el segundo hijo del duque más poderoso de este país y ya tiene un compromiso apalabrado, así que aléjate de él o te mandaré a vivir a las Colonias.
–No tengo ningún interés en casarme con él, milady –se deshizo de su garra y cuadró los hombros.
–Eso espero, porque antes de que acabe el verano anunciaremos su compromiso con tu prima Rose.
Guardó silencio pensando en que Charles no soportaba a la pobre Rose más de diez minutos seguidos y su tía soltó una risa de satisfacción.
–Tendrán la boda más grande y ostentosa que Londres haya visto jamás, así que olvídate de tus fantasías y esta noche dame el nombre de tu futuro marido. Ya bastante he hecho gestionando estos asuntos por ti, que ni siquiera llevas mi sangre.
–Insisto, milady, es una decisión muy importante que no puedo tomar de forma tan precipitada, así pues, si usted…
–Tienes hasta esta noche, no pienso repetirlo.
–Tía Frances…
–Ya no eres una niña, eres una mujer, y no puedes seguir viviendo bajo el mismo techo que mis hijos. Sé que te persiguen, sé que coqueteas con ellos, que los buscas, y que cualquier día tendremos una desgracia porque, desde luego, niña, aunque te quedes embarazada, ninguno de ellos se casará contigo…
–¿Disculpe?
–Ya me has oído. Todo el mundo sabe lo que haces a mis espaldas.
–Yo jamás…
–¿Te atreves a llamarme embustera?
–No, milady, pero no puedo permitir que se me acuse de semejante falacia.
–La gente habla, nuestros amigos hablan, la servidumbre habla. Si no te casas ahora, te irás a la calle igualmente. No te quiero ya más por aquí.
–Muy bien, tía –cuadró los hombros con los ojos llenos de lágrimas, ofendida hasta lo más profundo de su ser, y Frances FitzRoy ni parpadeó–. Puedo marcharme esta misma noche.
–Hoy no, que es la fiesta de tu tío, pero mañana, a primera hora, Hanson tendrá preparado un carruaje para ti.
–Gracias, milady –le hizo una educada reverencia y se giró hacia la puerta, pero ella la siguió y le cortó el paso.
–Sola, sin una familia que te respalde, vas a terminar arruinada y mancillada en cualquier vereda. ¿No te crees tan lista?, ¿no eres la más inteligente de la familia?, pues piensa un poco y cásate. Esperaré tu decisión hasta la medianoche.
–Me iré con la familia de mi madre a Escocia, milady, y una vez allí decidiré lo mejor para mi futuro.
–¿Con esos plebeyos muertos de hambre? Te desplumarán y luego te echarán a la calle.
Aurora no le contestó, pero la miró desde su altura con toda la impotencia y la rabia que esa mujer solía provocarle y que llevaba años reprimiendo. Forzó una sonrisa, luego salió al pasillo contando hasta veinte, llegó a la escalera y bajó corriendo hacia los jardines, donde a esas horas ya se estaba sirviendo una cena fría con motivo del sesenta cumpleaños de su tío.
Buscó con los ojos a Mary, una de las doncellas de confianza de la casa, la agarró por el brazo y se la llevó hasta su dormitorio sin mediar palabra. La chiquilla se resistió un poco, pero cuando entraron en el cuarto y le ordenó sacar sus baúles, ella asintió entusiasmada y se puso manos a la obra con el equipaje. Parloteaba sobre la ropa, las joyas y los sirvientes de los invitados que llenaban esa semana la casa de campo de los FitzRoy en Amesbury, mansión propiedad de lady Francis, que había sido su valiosa aportación al matrimonio, y que era su máximo orgullo después del castillo que su marido tenía en Suffolk.
El condado de Grafton había sido creado el once de septiembre de 1675 por el rey Carlos II para su hijo ilegítimo, Henry FitzRoy, por lo tanto, era un título nobiliario relativamente nuevo, además, de oscura procedencia al ser ostentado por un hijo bastardo del rey. Pero su tía Francis solía presumir de alcurnia, de sangre y de propiedades, y lo reivindicaba todo organizando cacerías y semanas enteras de festejos para sus aristocráticos amigos, como esa misma semana, cuando el cumpleaños de su tío había motivado un despliegue tan grande de lujos y derroche que Aurora estaba deseando perderlos de vista.
–¡¿Qué haces?! –su prima Rose entró sin llamar y Aurora la miró, pero no dejó de doblar su ropa sobre la cama–. ¿Te marchas a alguna parte?
–Mañana me voy a Escocia a pasar una temporada con la familia de mi madre.
–¿En serio?, ¿puedo ir yo?
–No, cariño, tú estás de vacaciones aquí.
–Pero… ¿qué haré si te vas? –hizo un puchero y Aurora se le acercó y la abrazó por los hombros–. ¿Me quedaré todo el verano sola con mis hermanos?
–Tenéis muchas visitas, ni notarás mi ausencia.
–Pero…
–Seguro que lo pasaréis muy bien.
–De acuerdo, pero ahora tienes que venir con nosotros, los carruajes están llenándose…
–¿Qué carruajes?
–¿Lo has olvidado? No me lo puedo creer, si tú eras la más entusiasta con la visita de monsieur Petrescu.
–¿Monsieur Petrescu? –de repente se acordó de que ese famoso mago rumano, que triunfaba en París y Londres, había accedido en ir a animar la fiesta de cumpleaños de su tío, y respiró hondo poniéndose las manos en las caderas–. Vaya, es cierto.
–Ha organizado algo muy misterioso para nosotros en Stonehenge, no quiere dar detalles, todo es un secreto, pero dice que ocurrirá esta noche. Vamos, no quiero llegar de las últimas.
–Mira, la verdad es que no me apetece nada…
–Ni siquiera has cenado, me vas a abandonar todo el verano y ahora, ¿te niegas a acompañarme a ver la magia de monsieur Petrescu? No puedes hacerme eso, prima, no puedes o me harás llorar.
–Muy bien –miró a Mary, que seguía la charla con la boca abierta, y agarró su chal de seda–. Voy contigo. Mary, por favor, acaba tú sola con el equipaje, mete todo lo que traje de Londres, mis libros, mis acuarelas y todos mis enseres personales. No te dejes nada, ¿podrás hacerlo?
–Claro, milady.
–Muchísimas gracias. Adiós.
Agarró del brazo a Rose, que tenía diecisiete años, pero parecía una niña de doce, y salieron a la entrada principal de la casa donde varios carruajes estaban dispuestos para llevar a los invitados hasta Stonehenge. Un conjunto de piedras megalíticas que componían un círculo pétreo en plena planicie de Salisbury, a tan solo cuarenta minutos de Amesbury, y que parecía ser el escenario elegido por monsieur Petrescu para impresionarlos con un gran número de magia.
A pesar de la conversación con su tía, su frágil situación personal y el inestable futuro que se cernía sobre su cabeza, no pudo evitar emocionarse ante la aventura y se subió a uno de los últimos carruajes acordándose de sus padres, que habían sido unos apasionados de la arqueología y la historia, también de la astronomía y la astrología, y que muchas veces le habían hablado de Stonehenge. De hecho, ellos la habían llevado por primera vez a visitar