Susurran tu nombre. Alex North
todo, absorto en sus pensamientos.
—¿Jake? —dije.
Levantó la vista hacia mí.
—¿Es nuestra de verdad?
—Sí —respondí—. Es nuestra.
Y entonces se abrazó a mis piernas, tan de repente que casi pierdo el equilibrio. Fue como si le hubiera enseñado el mejor regalo que había visto en su vida y le preocupase no poder conservarlo. Me agaché para que pudiéramos abrazarnos mejor. La sensación de alivio que me invadió era palpable y, de pronto, aquello era lo único importante: saber que mi hijo estaba feliz de estar allí y que yo había hecho algo bueno por él, nada más. Miré por encima de su hombro hacia la puerta abierta y el descansillo al que daba acceso. Aunque seguía con la impresión de que algo acechaba a la vuelta de la esquina, sabía que no era más que fruto de mi imaginación.
Allí estaríamos a salvo.
Seríamos felices.
Y durante la primera semana, lo fuimos.
Me quedé mirando la estantería que acababa de montar, maravillado por mi habilidad. El bricolaje nunca había sido mi fuerte, pero sabía que a Rebecca le habría gustado que lo hiciese y me la imaginé entonces detrás de mí, con la cara pegada a mi espalda, rodeándome por la cintura. Sonriendo para sus adentros. «¿Lo ves? Puedes hacerlo». Y a pesar de que aquello no era más que paladear mínimamente el sabor del éxito, era un hecho excepcional últimamente, y me gustó.
Aunque, claro está, seguía solo.
Empecé a llenar las estanterías. Porque esa era otra de las cosas que Rebecca habría hecho, y a pesar de que éramos Jake y yo los que nos habíamos mudado a la nueva casa, seguía queriendo honrarla en ese sentido. «Tú siempre te encargas de colocar los libros —me dijo en una ocasión—. Es como eso que cuentan de untarles a los gatos las patas con mantequilla, para que olviden el olor de su antigua casa y no se escapen de la nueva». Rebecca nunca había sido más feliz que cuando leía. Habíamos pasado muchas veladas cálidas y dichosas, ambos acurrucados en los dos extremos del sofá, yo escribiendo como buenamente podía en mi ordenador portátil, ella absorta leyendo una novela tras otra. Con el paso de los años, habíamos acumulado centenares de libros y ahora me disponía a desembalarlos y a colocarlos con cariño y uno a uno en su lugar.
Hasta que llegué a los míos. Los estantes que había al lado de la mesa del ordenador estaban reservados a ejemplares de mis cuatro novelas, junto con sus traducciones a varios idiomas. Me parecía ostentoso exhibirlas, pero Rebecca se sentía orgullosa de mí y siempre había insistido en ello. Era, pues, otro gesto hacia ella, igual que lo era el espacio vacío que dejé en las estanterías, destinado a las novelas que aún no había escrito, pero que escribiría.
Miré con recelo el ordenador. Más allá de encenderlo para comprobar si funcionaba la nueva wifi, poca cosa más había hecho con él la última semana. Llevaba un año sin escribir nada. Pero eso era otra cosa que iba a cambiar. Nuevo comienzo, nuevo…
«Crac».
Un ruido arriba, el sonido de un único paso. Levanté la vista. Justo encima de mi cabeza tenía la habitación de Jake, pero acababa de dejarlo jugando en el salón mientras yo me ocupaba de montar la estantería y seguir desembalando.
Me acerqué a la puerta y miré la escalera. En el descansillo no había nadie. De hecho, la casa me pareció de repente muy callada y tranquila, como si en ella no hubiera ningún movimiento. El silencio resonaba en mis oídos.
—¿Jake? —grité, dirigiendo la voz hacia la planta superior.
Silencio.
—¿Jake?
—¿Papá?
Casi salto del susto. La voz venía del salón, la estancia que quedaba a mi lado. Sin despegar la mirada del descansillo, di un paso en dirección al salón y asomé la cabeza. Mi hijo estaba agachado en el suelo de espaldas a mí, dibujando algo.
—¿Estás bien? —dije.
—Sí. ¿Por qué?
—Por nada, simplemente preguntaba.
Retrocedí y me quedé mirando el descansillo unos segundos. Seguía reinando el silencio, pero el espacio tenía un potencial extraño, una vez más como si hubiera alguien que no alcanzaba a ver. Lo cual era ridículo, por supuesto, porque nadie habría podido entrar por la puerta sin que me hubiera enterado. Las casas crujían. Y tardabas un tiempo en acostumbrarte a esos ruidos, eso era todo.
Pero incluso así…
Subí a la planta de arriba despacio y con cuidado, con pasos silenciosos, con la mano izquierda levantada y lista para repeler cualquier cosa que saltara sobre mí desde ese lado. Llegué arriba y, claro está, el descansillo estaba vacío. Cuando entré en la habitación de Jake, comprobé que también estaba vacía. A través de la ventana se filtraba un haz de sol de la tarde y se veían las motitas de polvo flotando en el aire, imperturbables.
Una casa vieja que crujía, simplemente.
Bajé ya más confiado, sintiéndome como un tonto pero también más aliviado de lo que me habría gustado reconocer. Al llegar abajo, tuve que esquivar la montaña de correo que se acumulaba en los últimos dos peldaños. Había mucho: la documentación que inevitablemente acompaña a cualquier mudanza a una nueva casa, junto con los interminables folletos de locales de comida para llevar y demás correo basura. Pero también había tres cartas «normales», dirigidas a alguien llamado Dominic Barnett. Las tres llevaban el sello de «Privado» o «Solo para el destinatario».
Recordé que la anterior propietaria, la señora Shearing, había tenido alquilada la casa durante años y, por capricho, abrí una de las cartas. En el interior encontré un extracto detallado de una compañía especializada en el cobro de deudas de morosos. El corazón me dio un vuelco. Quien quiera que fuese Dominic Barnett tenía más de mil libras de atrasos en el pago de su factura de teléfono móvil. Abrí los demás sobres, y eran lo mismo: avisos por deudas pendientes de pago. Sin poder evitar fruncir el entrecejo en un gesto de preocupación, examiné las cifras. No eran cantidades grandes, pero el tono de las cartas era amenazador. No era un problema insalvable y seguramente se solventaría con unas cuantas llamadas telefónicas, pero siempre había pensado que la mudanza sería un nuevo comienzo para Jake y para mí. No me esperaba que implicara un nuevo conjunto de obstáculos que superar.
—¿Papá?
Jake acababa de aparecer en la puerta del salón y se había quedado a mi lado. Llevaba su Estuche de Cosas Especiales en una mano y un papel en la otra.
—¿Puedo ir a jugar arriba?
Pensé en el «crac» que había oído y durante un segundo quise decirle que no. Pero era absurdo. Arriba no había nadie y era su habitación; tenía todo el derecho del mundo a jugar en ella. Por otro lado, no nos habíamos visto mucho durante lo que llevábamos de día y pensé que dejarlo que subiera era aislarlo un poco.
—Claro —dije—. ¿Pero me dejas ver antes tu dibujo?
Vi que dudaba.
—¿Por qué?
—Porque me interesa. Porque me gustaría.
«Porque estoy intentándolo, Jake».
—Es privado.
Lo cual era una respuesta correcta, y una parte de mí deseaba respetarla, pero no me gustaba la idea de que tuviera secretos conmigo. El Estuche era una cosa, pero si no quería enseñarme sus dibujos, significaba que la distancia entre nosotros debía de estar incrementándose.
—Jake… —empecé a decir.
—Vaale.
Me entregó de mala gana el papel. Y ahora que me lo ofrecía, me mostré reacio a cogerlo.
Pero lo hice.
Jake nunca había sido muy bueno dibujando