La muerte de la polilla. Virginia Woolf

La muerte de la polilla - Virginia Woolf


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disfrutar de una ocupación tan simple. Allí estaban los dos, observándolo todo mientras el automóvil continuaba su marcha: una parva de heno; un techo rojo herrumbre; un estanque; un anciano que regresaba a su casa con el talego a la espalda; allí estaban, equiparando cada color del cielo y de la tierra con su caja de colores, construyendo pequeños modelos de los establos y las granjas de Sussex bajo la roja luz de la penumbra de enero. Pero yo, por ser un poco diferente, permanecía retraída y melancólica. Mientras ellos continuaban así ocupados, me dije: ido, ido; acabado, acabado; pasado y pisado, pasado y pisado. Siento que la vida es dejada atrás a medida que dejamos atrás el camino. Ya hemos pasado por ese trecho, y ya hemos sido olvidados. Nuestros faros alumbraron las ventanas por un instante; ahora la luz está apagada. Otros vienen detrás de nosotros.

      Entonces, súbitamente un cuarto yo (un yo que está al acecho, en apariencia dormido, y nos toma desprevenidos por asalto. Sus observaciones a menudo son por completo ajenas a lo que ha estado ocurriendo, pero hay que prestarles atención justamente por su carácter abrupto) dijo: “Miren eso”. Era una luz; brillante, caprichosa; inexplicable. Por un segundo fui incapaz de nombrarla. “Una estrella”; y durante ese segundo mantuvo su raro titilar inesperable y danzó y refulgió. “Sé de qué me estás hablando —dije—. Tú, como el yo errático e impulsivo que eres, sientes que la luz que asoma sobre los cerros pende del futuro. Intentemos comprender eso. Razonémoslo. Repentinamente me siento vinculada, no al pasado, sino al futuro. Pienso en Sussex de aquí a quinientos años. Creo que muchas rudezas habrán desaparecido. Algunas cosas habrán sido abrasadas, eliminadas. Habrá puertas mágicas. Corrientes de aire impulsadas mediante energía eléctrica limpiarán las casas. Luces intensas y firmemente dirigidas cubrirán la tierra y harán el trabajo. Miren aquella luz que se mueve en el cerro: son los faroles delanteros de un automóvil. Sussex, dentro de quinientos años, de día y de noche estará llena de pensamientos encantadores, de rayos veloces y eficaces”.

      El sol estaba ahora bajo la línea del horizonte. La oscuridad se propagó enseguida. Ninguno de mis yoes podía ver nada más allá del atenuado haz de luz de nuestros faroles en la banquina. Los llamé. “Ahora —dije— ha llegado el momento de revisar las cuentas. Ahora debemos volver a unirnos; debemos ser un solo yo. Ya nada se deja ver, excepto una arista de camino y orilla que nuestras luces repiten incesantemente. Estamos perfectamente bien provistos. Estamos bien abrigados y envueltos en una manta de viaje; estamos protegidos del viento y de la lluvia. Estamos solos. Ahora es el momento de los cálculos. Ahora yo, que presido la compañía, pondré en orden los trofeos que hemos reunido entre todos. Déjenme ver; hoy trajimos una gran cantidad de belleza: granjas; acantilados que se adentran en el mar; campos marmóreos; campos veteados; cielos rojos emplumados; todo eso. También hubo desaparición y muerte de lo individual. El camino que desaparecía y la luz en la ventana durante un segundo y luego la oscuridad. Y también la súbita luz danzante que iluminaba el futuro. Lo que hemos hecho hoy, entonces —dije—, es esto: esa belleza; la muerte de lo individual; y el futuro. Miren, trazaré una pequeña figura para complacerlos; aquí viene. Esta pequeña figura que avanza a través de la belleza, a través de la muerte hacia el económico, poderoso y eficiente futuro en que una ráfaga de viento caliente limpiará las casas, ¿no los complace acaso? Mírenla; aquí, sobre mis rodillas”. Nos quedamos mirando la figura que habíamos hecho ese día. Grandes planchas de roca y árboles frondosos la rodeaban. Por un segundo fue muy pero muy solemne. Por cierto, parecía que la realidad de las cosas se hubiera desplegado sobre la manta de viaje. Nos estremeció un violento escalofrío, como si nos hubiera penetrado una descarga eléctrica. Gritamos al unísono: “Sí, sí”, como afirmando algo, en un instante de reconocimiento.

      Y entonces el cuerpo, que había guardado silencio hasta ahora, inició su canción, al principio casi tan baja como el susurro de las ruedas: “Huevos y tocino; tostadas y té; fuego y un baño; fuego y un baño; liebre cocida —prosiguió— y jalea de grosellas rojas; una copa de vino; seguida de un café, seguida de un café… y después a la cama; y después a la cama”.

      “Ya váyanse —les dije a mis yoes reunidos—. Ya cumplieron su cometido. Llegó el momento de despedirnos. Buenas noches”.

      Y el resto del viaje transcurrió en la deliciosa compañía de mi propio cuerpo.

      TRES PINTURAS

      PRIMERA PINTURA

      SERÍA IMPOSIBLE NO VER PINTURAS; porque si mi padre fuera herrero y el del lector fuese par del reino, usted y yo necesariamente seríamos pinturas el uno para el otro. No es posible salirse del marco del cuadro, hablando con naturalidad. Usted me ve apoyada contra la puerta de la herrería, con una herradura en la mano, y cuando pasa junto a mí piensa: “¡Qué pintoresco!”. Yo, al verlo sentado tan a sus anchas en el coche, casi como si fuera a hacerle una reverencia al populacho, pienso: “¡Qué cuadro de la antigua y sibarita Inglaterra aristocrática!”. Sin duda, ambos nos equivocamos de plano en nuestras opiniones, pero eso es inevitable.

      De modo que ahora, a la vuelta del camino, vi una de esas pinturas. Podría haberse llamado “El regreso del marinero” o algo por el estilo. Un joven y elegante marinero con un talego; una chica que lo toma del brazo; los vecinos reunidos alrededor de ambos; el jardín de una casa modesta colmado de flores; y al pasar pude leer en la parte inferior del cuadro que el marinero había vuelto de China; y que había un delicioso banquete esperándolo en el comedor de su casa; y que tenía un regalo para su joven esposa en el talego; y que ella pronto le daría su primer hijo. Todo era correcto y bueno y como debía ser, eso sentí al mirar el cuadro. Había algo pleno y satisfactorio en la visión de tamaña felicidad; la vida parecía más dulce y más envidiable que antes.

      Con ese pensamiento pasé junto a ellos, tratando de absorber los detalles lo más plena y completamente que podía; noté el color del vestido de ella, el de los ojos de él; observé que un gato color arena se escabullía por la puerta de la casa.

      Durante un tiempo la pintura estuvo flotando ante mis ojos e hizo que la mayoría de las cosas parecieran más luminosas, más cálidas y más simples que de costumbre; y también hizo que algunas cosas parecieran tontas; y otras erradas, y otras correctas y más llenas de sentido que antes. En raros momentos —durante ese día y el siguiente— el cuadro me vino a la mente y pensé con envidia, no exenta de amabilidad, en el marinero feliz y su esposa; me pregunté qué estarían haciendo, qué estarían diciendo ahora. La imaginación aportó otras imágenes, a su vez surgidas de la primera: el marinero cortaba leña, juntaba agua; y ellos hablaban de China; y la joven dejaba su regalo sobre la repisa de la chimenea, donde todos los que llegaran pudieran verlo; y cosía las ropas de su bebé; y todas las puertas y las ventanas estaban abiertas al jardín y los pájaros revoloteaban y las abejas zumbaban… y Rogers —así se llamaba el marinero— no podía expresar cuánto le gustaba todo aquello después de los mares de China. Mientras fumaba su pipa, con los pies en el jardín.

      SEGUNDA PINTURA

      En mitad de la noche un fuerte grito resonó en el pueblo. Después se oyó un forcejeo; y luego un silencio mortal. Lo único que se veía por la ventana era la rama del lilo, que pendía inmóvil y pesada sobre el camino. Era una noche calurosa y queda. No había luna. El grito hizo que todo pareciera ominoso. ¿Quién había gritado? ¿Por qué había gritado? Era una voz de mujer, que lo extremo del sentimiento había vuelto casi asexuada, casi inexpresiva. Como si la naturaleza humana hubiera gritado contra alguna iniquidad, contra un horror inexpresable. Reinaba un silencio de muerte. Las estrellas titilaban con regularidad perfecta. Los campos yacían quietos. Los árboles estaban inmóviles. No obstante todo parecía culpable, condenado, ominoso. Se tenía la sensación de que alguien debía hacer algo. Alguna lámpara tendría que aparecer de golpe, oscilando agitada. Alguien tendría que llegar corriendo por el camino. Tendrían que encenderse las luces en las ventanas de las casas. Y luego otro grito, esta vez menos asexuado, menos falto de palabras, aplacado, apaciguado. Pero la luz no llegó. No se oyeron pasos. No hubo un segundo grito. El primero había sido tragado y solo quedaba un silencio de muerte.

      Acostada en la oscuridad, yo escuchaba con atención. Solo había


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