La claridad. Marcelo Luján

La claridad - Marcelo Luján


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qué insulto?

      Marta no responde. O sí: se mofa. También hace un gesto con la mano, displicente. Y se pone de pie.

      –Vamos –dice.

      Y sin entusiasmo, ambas retoman la marcha.

      Nada de lo que sucederá dentro de un rato debería suceder nunca. Ni en los sueños ni en la vigilia ni en el único y diminuto y a menudo absurdo mundo que habitan los vivos. Porque nadie debería nunca decidir el daño ajeno. Y menos aún desde la lucidez. Ni el daño ni el dolor ni la devastación ni el perjuicio. Nada de lo que sucederá dentro de un rato debería suceder nunca pero sucederá de todos modos.

      Ahora van juntas, casi a la par, y cualquiera que las observara a la distancia podría pensar que son amigas, esto es, que se protegen y se protegerán, que se defienden mutuamente, ahora pero también en el futuro o al menos en el futuro cercano, porque existe entre ellas solidaridad, compañerismo, respaldo y protección, y que ambas desean, para la otra, solo el bien.

      Pero no.

      Van en silencio. La primera en ver la casa es Astrid. Pedalea despacio procurando no dejar atrás a Marta. Lo que ve está a unos doscientos metros y en realidad solo ve el tejado y algún trozo de pared recortado tras la línea del aligustre. Marta también ve el aligustre y el tejado y tampoco dice nada: ya no se siente a rastras pero no consigue olvidar aquello que la perturba.

      Aunque de cerca sería muy fácil de detectar, ninguna de las dos ve todavía el abandono. De la casa y del aligustre y de la hierba que rodea la casa hasta toparse con el aligustre. Tampoco ven la piscina, por supuesto, ni la lona que alguna vez cubrió el rectángulo que forma el vaso. Ni el cartel de SE VENDE amarrado con alambre, ni el que está de cara al bosque ni el de la entrada principal. Vienen pedaleando desde el corazón del valle y todavía no pueden ver nada de eso. Creen que la casa está habitada: ninguna de las dos lo dice pero confían de pleno en ello y es esa confianza la que las ciega.

      La primera en ver la casa había sido Astrid pero es Marta quien se adelanta y llega y, sin bajarse de la bicicleta, se asoma por encima del aligustre. Enseguida intuye que allí no hay nadie desde hace mucho tiempo.

      –Me cago en tus muertos.

      Entonces llega Astrid. Tampoco se baja de la bicicleta. Observa la casa, las maderas que clausuran las ventanas, la hierba crecida como si allí nunca hubiese pisado el ser humano.

      –Abandonado –dice.

      Y enseguida dice algo más, pero lo dice en su lengua y como si lo murmurara. Tal vez haya dicho Lo que nos faltaba. O Qué putada. O Vaya suerte la nuestra. O Vaya suerte la mía: perderme en medio de un valle con esta chiflada dando por saco. No se sabe lo que murmuró. Lo que sí se sabe es que Marta no dijo nada. O sí, dijo:

      –Es tu puta culpa.

      Y nuevamente:

      –Toda esta mierda es tu puta culpa.

      Astrid, los ojos grises bien abiertos, se queda en silencio unos segundos. Tal vez, durante esos segundos de silencio, dude de la realidad. Después de dudar, finalmente dice:

      –Por qué culpa de mí.

      Tarda muy poco la sangre en hervir.

      –¡Que por qué!

      Y más. Y como si se lo dijera a ella misma:

      –Qué huevos tienes.

      Y enseguida, ya con toda la furia desbordándole el cuerpo:

      –Te lo diré, bonita: porque le haces morritos a mi chico, gilipollas. Que eres una zorra y una gilipollas. ¿Te enteras?

      Astrid, quieta encima de la bicicleta, con el rostro encendido de rojo pero sin entender del todo lo que le está recriminando la otra, no solo duda sino que tiene la mala idea de murmurar palabras en noruego.

      Y Marta, la sangre hervida y la ira fuera:

      –Oye.

      Astrid ya no murmura. Puede que se haya dado cuenta a tiempo.

      –Como cuchichees en tu idioma otra vez, te meto.

      No entiende ese último verbo conjugado de ese modo pero sí entiende el carácter agresivo de la amenaza. El peligro siempre se entiende.

      Cualquiera que hubiese oído esa conversación, cualquiera que hubiese visto el gesto de Marta en ese momento, no habría tenido dudas de que le pegaría, de que se le iría encima como una fiera para agarrarla, como mínimo, de los pelos, de la coleta rubia que le sobresale a Astrid a la altura de la nuca. Cualquiera que las hubiese visto así, una frente a la otra, los ojos bien abiertos y los dientes bien apretados, la duda y el peligro y la sangre hervida, diría que sí, que el puño cerrado de Marta volaría directo hacia la cara de Astrid, cerca de la nariz o de la boca o incluso, de modo exacto, en medio de la nariz o en medio de la boca.

      Y eso es lo que habría pasado de no ser por un sonido. Un sonido que salió de la mochila de Marta y que nadie más que ella alcanzó a percibir. Por eso saltó de la bicicleta y se quitó la mochila y sin tiempo a casi nada cogió el móvil y comprobó que tenía cobertura.

      Lo primero que hizo fue marcar el número de Fran.

      Varias veces. Porque ninguna de las veces Fran contestó.

      Ahora Marta va de un lado a otro por el sendero de tierra: tres o cuatro metros, gira sobre sus pasos, y otros tres o cuatro metros en dirección contraria, siempre con el teléfono pegado a la oreja. Vuelve a marcar el número, vuelve a pegarse el teléfono a la oreja, vuelve a andar para un lado y para otro. Nada.

      La sombra del bosque ya cubre toda la tierra del camino y también el aligustre contra el que Astrid, después de bajarse de la bicicleta, había apoyado la espalda y enseguida flexionado las piernas y ahora, después de todas esas acciones, allí está sentada, viendo cómo la otra insulta sin dejar de caminar e intentar comunicarse.

      Yendo de un lado a otro, Marta dice:

      –Coge el teléfono, joder.

      Y lo repite.

      Astrid, de cara al bosque, no dice nada. No sabe que los árboles son abedules y tampoco sabe que dentro de muy poco, Marta se adentrará entre esos abedules para orinar. Lo que sí sabe es que su teléfono también tiene cobertura. Y no se lo dijo a la otra pero ya le envió un mensaje a su chico con la localización. Y cualquiera que la viese allí sentada, las rodillas flexionadas, los brazos descansando sobre las rodillas, se percataría de su relajación, de su tranquilidad, de que sabe que más temprano que tarde vendrán a recogerla. Porque Thomas ya le confirmó que irá a por ella. Se comunicaron en noruego y puede que él le haya dicho: Vale, no te preocupes. O mejor: Descuida, cariño. Ella lo sabe. Lo que no sabe es que ni Thomas ni Fran saldrán del camping antes de que termine el partido de fútbol que están viendo juntos, en el bar, mientras beben cervezas y ríen e ignoran, porque esas cosas siempre se ignoran, que les aguarda la desgracia. Sobre todo a Thomas.

      Marta, de pie en medio del camino, con todos esos altísimos árboles detrás de ella, ve a Astrid sentada y relajada y con las muñecas apoyadas en las rodillas. En una mano el teléfono, en la mirada el descontento que las separa. Y desde esa distancia que las separa, cae en la cuenta de que es muy posible que Thomas sí haya atendido la llamada de Astrid.

      Conecta el GPS. Busca el camping arrastrando el dedo por la pantalla.

      Pero el camping no aparece porque ni siquiera sabe el nombre. De hecho, ni siquiera sabe si tiene un nombre. Solo puede verse el pantano de San Nicolás, al noroeste. Marta acaba de comprobarlo. Y hurgando en el mapa ve, además, que tienen cerca la carretera nacional. Y que la carretera nacional bordea todo el valle hasta desembocar en la orilla norte del pantano. Da igual, piensa Marta. Y piensa eso porque sabe que, aun con la carretera cerca, ya no alcanzan las horas de luz para llegar al pantano y al camping. Y que no es buena idea pedalear por una carretera en medio de la oscuridad.

      Por eso aceptará quedarse allí hasta que las recojan.

      Ahora


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