Educar mejor. Carles Capdevila Plandiura
más coherente. Los padres están desorientados y cuando alguien está desorientado pocas cosas saca en claro de todo esto, porque un libro contradice al otro. Lo que deben intentar es ser coherentes con ellos mismos y que vayan decidiendo lo que funciona con sus hijos y lo que no. Los especialistas sabemos cosas en general, pero quien mejor conoce a un niño en concreto son sus padres, por tanto, las decisiones deben tomarlas ellos. Nosotros hemos de ayudarles a tomar esas decisiones, es decir, a que puedan relacionar causa y efecto. Recuerdo que un día, en una charla en una escuela, un padre me dijo que él hacía que sus hijos compitieran para ver cuál de ellos se acababa antes el zumo de naranja y yo le respondí que aquello no estaba ni bien ni mal, que todo dependía de lo que se propusiera: si quería que la relación entre sus hijos fuera de rivalidad, perfecto, pero si no quería que lo fuese… pues entonces ya no estaba tan bien.
Pensamos poco sobre lo que estamos haciendo.
Sí, aparecen muchos automatismos. Cuando yo era joven regresábamos a casa antes de la diez, lo hacía todo el mundo y ni lo cuestionábamos; la razón es que a aquella hora se cerraban las puertas y no teníamos llave, había un sereno y… Hoy en día, si les preguntas a un grupo de padres que tienen hijos en edad de salir cuál es la hora a la que tienen que regresar, descubres que a algunos directamente no les dejan salir y que a otros les dicen que vuelvan cuando quieran, el abanico es muy amplio. Esto implica riqueza, pero también dificultad, porque nunca están seguros de que lo que deciden sea correcto.
Los padres tenemos poca seguridad, espontaneidad y confianza.
Es necesario tener seguridad en uno mismo. Tenemos la suerte de vivir bastantes años con nuestros hijos, por tanto, tenemos la posibilidad de equivocarnos, de darnos cuenta y de rectificar. No pasa nada. Bruno Bettelheim, que murió hace tiempo, tenía un libro con un título que me encanta: No hay padres perfectos. Los buenos modelos de padre y de madre son aquellos que intentan hacer las cosas lo mejor posible cuando se dan cuenta de que se han equivocado: rectifican y ya está. Además, este es un modelo asequible para los hijos porque los niños también se equivocan y si nos presentamos como perfectos los desanimamos. Yo no puedo alcanzar la perfección.
Tu libro Me gusta la familia que me ha tocado transmite este mensaje de confianza porque es el fruto de la experiencia con muchos grupos.
La frase es de un crío y no mía: en un grupo de padres, una pareja dijo que su vida era un infierno, que no les gustaba porque se pasaban el día gritándose y de mal humor. La gente del grupo quiso trabajar este tema. Uno de los padres comentó que su hijo había dicho esta frase: «Me gusta la familia que me ha tocado»; y otro lo dijo de un modo más poético: «En esta casa siempre hay sol».
¿Crees que a los niños les dejamos poco hacer de niños?
Por un lado, los tratamos como si tuvieran muchos hándicaps, porque se lo hacemos todo. No es tanto el tratarlos como a pequeños, sino como a minusválidos y, en cambio, les exigimos mucho en otros aspectos, sobre todo escolares. Es contradictorio.
Cuando entramos en el mundo extraescolar, se impone el adoctrinamiento hacia el éxito.
El objetivo educativo siempre está presente, pero los niños tienen que jugar; hay muchos críos que no llevan vida de niño y que no juegan porque van a clases de fútbol y a otras actividades, no a jugar. Es evidente que aprendes jugando, pero el objetivo del juego es divertirse, no aprender, porque la manera característica que tiene un niño de aprender es jugando. El objetivo debe ser que los pequeños se diviertan.
Probablemente deberíamos educar más la creatividad y no tanto unos contenidos que evolucionan constantemente.
Los contenidos deben estar porque hay que hacer algo; pero deben estar como un medio de aprendizaje, de aprender a aprender, por decirlo de alguna manera; de ser capaces de buscar, de investigar y de ir construyendo nuestro propio currículum para lo que te llegue o lo que quieras hacer. A veces, la escuela se encorseta sin darse cuenta; pero ese es el problema de readaptación que tiene toda la sociedad y también la escuela.
Cuando hay un problema, cualquier ciudadano o político siempre dice: «Esto debería enseñarse en la escuela».
A la escuela se le encargan cosas para las que los maestros no tienen formación, y esto también produce personas con ansiedad. Una de las cosas que, de entrada, me encantó cuando fui a Bolonia a visitar sus escuelas de preescolar fue el nexo que existía entre estas y la universidad. Era fantástico porque en la universidad investigaban sobre los temas que les transmitía la gente de las escuelas de preescolar. Por ejemplo: si reciben mucha inmigración, piensan qué pueden hacer para acompañar a toda esta gente en su integración en el país y, entonces, la universidad se pone a investigar sobre la inmigración y la integración. Los estudiantes de la universidad hacían prácticas en los parvularios, y estos recibían apoyo educativo y formativo. Así sí que podemos encargar que las escuelas se ocupen de algunos temas, porque todos salimos ganando: los maestros se forman para hacer otras cosas y amplían su abanico de servicios y competencias profesionales, y lo hacen correctamente, no se deprimen y saben cuál es su sitio. No hay nada peor que hacer algo para lo que no te sientes capacitado. No es extraño que los maestros padezcan tantas ansiedades y depresiones: están sometidos a una gran presión social.
¿Qué angustia más a los padres?
Los premios y los castigos, la autoridad, la autonomía, la comida, el sueño, el cambio de pañales… depende de la edad. También están los miedos. Son temas muy cotidianos. Una vez tuve un grupo que formó el «club del tú no». Hay momentos evolutivos en los que los niños tienen conductas curiosas como, por ejemplo, decidir a cuál de los padres quiere, y los padres se toman como un castigo cuando el niño dice «tú no, mamá» o «tú no, papá». Los grupos también permiten descubrir que, si todos los niños se hacen pipí en el pañal, no caminan y te dicen «tú no», es que debe ser lo que toca y que no debes vivirlo como si solo fuera cosa tuya, sino que estás dentro de un proceso evolutivo.
Hagamos una prueba: Carme, cuando le digo algo a mi hijo y me responde «tú no, mamá», ¿qué puedo hacer?
Yo le diría que si la madre lo puede atender, muy bien, pero si no que se aguante. Y lo haría con un poco de gracia para que el niño se lo tome bien. Le diremos que mamá no puede, que a ti te encanta hacerlo y que estás dispuesto a jugar. El juego y el buen humor son la clave. Hace falta alegría porque todo el mundo anda tan liado con el trabajo que, cuando estamos cansados, nos cuesta estar alegres; pero las familias necesitan reírse, jugar, divertirse y estar más relajadas.
Tendemos a sermonearlos.
Exacto, no hacen falta tantas historias. Por ejemplo, si no pegamos no es porque exista una ley, sino porque no queremos hacer daño. Los críos tienen conductas agresivas, pero empiezan a morder antes de saber el daño que causan. Entonces, lo primero que debemos enseñarles es que morder hace daño. ¿Por qué muerden o empujan? Porque quieren el juguete del otro, pero no para hacerle daño. Por tanto, hemos de ayudarlos a descubrir otros recursos y posibilidades para conseguir el juguete que desean. Es lícito desear el juguete del vecino, ¿por qué no?
Tus consejos piden tiempo y paciencia.
Sí. El otro día una madre se peleaba con su hijo porque no quería irse a dormir y al final la madre exclamó: «¡Me da igual que no quieras irte a dormir, tienes que acostarte!». «¡Me da igual!» es una expresión dura que, además, no es cierta. ¿Podríamos decir, por ejemplo, «Lo siento, pero tienes que irte a la cama?» Una frase como esta no puedes decirla enfadado, porque ya has erradicado la violencia añadiendo el «Lo siento». Hay expresiones que no pueden emplearse con violencia y otras que llevan implícita esa violencia.
Reclamas más empatía con los hijos.
Nuestra sociedad