La visión teológica de Óscar Romero. Edgardo Antonio Colón Emeric
Capítulo 2
Micrófonos de Cristo
En el monte de la transfiguración, la voz del Padre emite un imperativo a los discípulos: ¡Escúchenlo! Escuchar a Cristo en su gloria y en su humildad no es una opción sino un mandato que incluye una promesa implícita. Si los discípulos lo escuchan, disfrutarán de la comunión con el Padre y el Espíritu. El plan para la Catedral de San Salvador requería esculpir en piedra la versión latina del mandato del Padre: Ipsum audite.95 La transfiguración de Cristo es un misterio de luz y palabra. No fue un evento pasajero, una experiencia más en la cima de una montaña, sino una invitación a ver, escuchar y ser transfigurado.
Cuando uno lee los relatos de la transfiguración en el Evangelio, es fácil coincidir con Pedro y no saber qué decir. El evento está envuelto en el misterioso lenguaje de las epifanías del Antiguo Testamento: nubes, noche, luz deslumbrante, seres angelicales. La estimulación óptica puede abrumar la entrada por otros canales sensoriales y reducir nuestra mente a las dimensiones auditivas del evento: la voz del Padre. El Padre revela al Hijo a sus discípulos y les ordena que lo escuchen. En el monte Tabor se afirma la capacidad del ser humano para ver y escuchar la revelación de Dios en Cristo. La celebración de este evento como una fiesta de la iglesia se convierte a su vez en una celebración de los orígenes divinos del mensaje cristiano. En las palabras de uno de sus primeros testigos: “… hacéis bien en estar atentos como a una antorcha que alumbra en lugar oscuro, hasta que el día amanezca y el lucero de la mañana salga en vuestros corazones” (2 Pe 1, 19). El monte Tabor no es solo el escenario para una gloriosa teofanía, sino también el púlpito para la predicación de una Palabra luminosa.
En este capítulo consideraremos la teología y la práctica de la predicación de Óscar Romero. Como vimos en el capítulo anterior, así como la mayoría de los padres de la iglesia, Romero fue ante todo un pastor. Sus homilías son sus principales textos teológicos, por lo que vislumbrar su visión teológica requiere prestar atención a su predicación.96 Si estas consideraciones parecen pertenecer más a un libro sobre homilética que a uno de teología, eso puede ser un síntoma de un problema para el cual Romero es una respuesta: nos referimos al cautiverio académico de gran parte de la teología moderna. El hecho de que la teología de Romero se deba extraer principalmente de sermones en lugar de trabajos sistemáticos nos debe hacer recordar que la homilía ha sido uno de los principales portadores de la reflexión teológica a lo largo de la historia. Al escuchar estos sermones, uno puede escuchar el corazón de la fe de Romero y también de las personas que lo escucharon por primera vez.
El capítulo está estructurado de la siguiente manera. Primero, ofreceré un bosquejo general de Romero como predicador, describiéndolo en el contexto de la predicación en América. La Palabra luminosa tuvo un viaje difícil desde Tabor hacia América. Algunos predicadores, de hecho, estuvieron atentos a la luz del evangelio “como a una lámpara que brilla en un lugar oscuro”. Otros fueron atraídos por los fuegos fatuos de la plata y el oro. Es desde el claroscuro de la historia de la iglesia en América que Romero entra al púlpito. La segunda parte del capítulo está dedicada al examen de una homilía predicada el 27 de enero de 1980, titulada “La homilía, actualización de la Palabra de Dios”. En este sermón, Romero nos guía en una catequesis mistagógica de la predicación y nos ayuda a ver que el predicador es el micrófono de Cristo, que es el micrófono de Dios. Como veremos, este micrófono debe usarse para dar voz a los que no tienen voz, lo que plantea una pregunta que se abordará en la tercera parte del capítulo. ¿Puede alguien ser la voz de los que no tienen voz sin ser parte del problema? La teología y la práctica de la predicación de Romero ofrecen criterios para mantener el testimonio de la iglesia genuino para aquellos a quienes se dirige.
Predicar en América
Herman Melville habla del mundo como un barco en un viaje con el púlpito como su proa.97 En su paso a través de la historia latinoamericana, esta proa se ha lanzado directamente al abismo del genocidio una y otra vez. Y sin embargo, desde el vientre del gran pez del imperio, un coro de voces siempre ha predicado una palabra diferente.
En el cuarto domingo de Adviento, el 21 de diciembre de 1511, el padre Antonio de Montesinos predicó desde el púlpito de la iglesia en Santo Domingo.98 Era la voz que gritaba en el desierto a una congregación de conquistadores: “Todos estáis en pecado mortal y en él vivís y morís, por la crueldad y tiranía que usáis con estas inocentes gentes”. Cuestionó la empresa colonial de esclavitud indígena con una serie de preguntas pesadas: “¿Con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre aquestos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras mansas y pacíficas; donde tan infinitas dellas, con muertes y estragos nunca oídos, habéis consumido? … Estos, ¿no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿No sois obligados a amallos como a vosotros mismos? ¿Esto no entendéis? ¿Esto no sentís? ¿Cómo estáis en tanta profundidad de sueño tan letárgico dormidos?”.99
Montesinos no fue un caso aislado. En la carta pastoral presentada en la Fiesta de la Transfiguración de 1978, La Iglesia y las organizaciones políticas populares, Romero escribe que en América la misión profética de Cristo en nombre de los pobres también contó con apóstoles como “Fray Antonio de Montesinos, Fray Bartolomé de las Casas, el Obispo Juan del Valle y el Obispo Valdivieso asesinado en Nicaragua por oponerse al terrateniente y gobernado Contreras” (Voz, 94).100 Hay una línea que conecta el evangelio luminoso del monte Tabor con la predicación en Centroamérica. Sin embargo, esta línea no es brillante y sólida sino que es discontinua, punteada y rota.
Desde el principio la Iglesia en América tuvo dos caras, dos voces: la dominante, representada por soldados y clérigos que justificaron la violencia en favor de la evangelización y la colonización; y otra en gran parte representada por religiosos que protestaron por estos abusos. Las dos caras no son simplemente un signo de hipocresía:101 no todas las personas equivocadas son hipócritas, ni todas las personas sinceras son buenas. Más bien las dos caras son un signo del drama de la redención que se desarrolla en la iglesia, que recorre la historia como un cuerpo mixto (corpus per myxtum) de personas que son santas y pecadoras (simul justus et peccator), son trigo y son cizaña. Las dos caras de la Iglesia han estado presentes a lo largo de la historia de América Latina, desde las guerras de conquista en el siglo XVI hasta las guerras de independencia del XIX, hasta las guerras civiles del XX. En un aspecto, la iglesia publicó Inter caetera (1493), una bula papal que dividía el mundo entre los españoles y los portugueses para que la religión cristiana se ampliara “y las naciones bárbaras fueran sometidas y llevadas a la fe”.102
En otro aspecto, la iglesia publicó Sublimis Deus (1537), una encíclica que declara que “dichos indios y todas las demás personas que luego puedan ser descubiertas por los cristianos, no deben ser privados de su libertad o de la posesión de sus bienes, incluso aunque estén fuera de la fe de Jesucristo”.103 Un aspecto de la iglesia se muestra en Pedro de Córdoba, que en 1510 predicó el primer sermón conocido a los indígenas, y el otro se muestra en Pedro de Alvarado, quien en la Fiesta de la Transfiguración en 1526 conquistó a la gente de Cuscatlán en lo que hoy es San Salvador.104 Estas son las dos caras de la misma iglesia, y fue en este púlpito precariamente sostenido que Romero predicó y llamó a la gente a “escucharlo a Él”.
Romero era por naturaleza un hombre tranquilo y se transfiguraba al predicar.105 Sus palabras fluían con una confianza y una belleza que aún tienen poder para cautivar el oído, iluminar la mente y cautivar el corazón. Tenía dotes para la retórica que fueron obvias desde los primeros años de su vida como sacerdote. De hecho, fue al menos en parte en reconocimiento de estos dones que Romero fue elegido entre sus compañeros de seminario para continuar sus estudios teológicos en la Universidad Gregoriana de Roma.106 Y estos dones crecieron durante su época como arzobispo. A menudo predicaba durante horas los domingos y muchas veces durante la semana.107
Romero solía dedicar los sábados a preparar sus sermones.108 A partir de agosto de 1977, incluye una sección de noticias de eventos eclesiales y nacionales que sirven para enmarcar la homilía.