El código del garbanzo. Natalia Gómez del Pozuelo
ADN de las moscas en colaboración con los laboratorios de diecisiete universidades de todo el mundo; lo llevaría desde Francia. ¡Desde Francia! ¿Qué diría Ka?
Había buscado una buena primera frase para introducir el tema, pero no se le ocurrió nada. Trató de imaginarse respondiendo a una hipotética pregunta:
—Sí, a París.
No tenía ni idea de cómo reaccionaría…, en el periódico le acababan de dar un puesto en la redacción y los niños eran felices en su colegio. Buscó algún otro obstáculo, pero no lo encontró. En realidad, para los niños parecía bueno; aprenderían francés sin darse cuenta y les serviría para conocer otras formas de vivir.
Los goterones seguían cayendo en el bosque, pero la mente de Andi estaba lejos, recordaba que nada más proponerle su jefe el traslado, ya se imaginaba comprando una baguette y los periódicos la mañana de un domingo gris y misterioso, con Notre Dame quemada de fondo. Al principio le había dado un poco de vértigo: diecisiete universidades… Tendría que poner mucho orden en los procesos, nunca había coordinado a tanta gente. No había conseguido centrarse en todo el día. Seguro que muchas de esas universidades ya hacían desarrollos colaborativos, tenía que investigarlo. Le habían dicho que la misma tecnología de la Wikipedia se podía utilizar para grupos cerrados. En la presentación semanal de los Proyectos se había entretenido contando las persianas verticales, ya solo le importaba el AMR; se había dedicado a seguir las motas de polvo que viajaban por la luz, se imaginó mojando un pincel en el blanco dorado y trazando las líneas blancas sobre la realidad, las palabras de sus colegas (¿o debía decir ex colegas?) eran solo música de fondo, la reunión se había hecho eterna, comió un sándwich frente al ordenador y, en cuanto pudo, salió pitando a coger el tren. Golpeteó la barra en la que se sujetaba y se encajó las gafas una y otra vez. «Quizá podían alquilar un apartamento desde el que se viera Notre Dame. Por fin iba a conocer a la Dama, aunque fuera un poco chamuscada». Recordaba que había subido el volumen de la música en su teléfono para no escuchar sus pensamientos, pero la sonrisa seguía colgada de su boca.
En la cabaña del bosque, bajo la tormenta, también sonreía. Coloreó los goterones en su mente en un amarillo apagado, como viejo.
Había pasado el tiempo y las cosas no resultaban tan fáciles como había imaginado.
Poco más de un año antes Ka, efectivamente, había preguntado:
—¿A París?
Andi miraba fijamente su cara para no perderse ni un gesto; el viento le movía el pelo castaño, los niños dormían. Estaban sentados en la terraza. Sobre la mesita, para preparar el ambiente, Andi había colocado una botella de vino tinto, el sacacorchos y dos copas vacías.
Le había costado mucho comenzar con aquella primera frase, era como estar sobre un trampolín sin decidirse a saltar, pero en cuanto empezó, como siempre que uno se arrojaba en una dirección sin retorno, las palabras salieron a borbotones: «traslado», «oportunidad», «París»...
Tan pendiente estaba de los gestos de Ka que era incapaz de recordar cuál había sido el primero, el más espontáneo, su cara no tenía significado.
Debía dejar que lo asimilara, esperar sin olvidarse de respirar de vez en cuando, pero no fue capaz.
—Sé que es una decisión difícil. Ahora ganas más tú... —Apretó la mandíbula. «Calla la boca, Andi». Se dijo: «Espera, ¡joder!, que lo digiera».
Respiró y siguió la dirección en la que miraba Ka; las estrellas parecían más brillantes que nunca, les superpuso toquecitos plateados y la paz lo inundó todo. No importaba la decisión, la noche estaba en calma y Ka también. Su hogar era cómodo, la terraza daba a un jardín común y a un bosque del que a veces asomaba un ciervo despistado. ¿Por qué le parecía de repente todo más pequeño? Bajo la caldera, en el rincón, seguía su caballete abandonado hacía meses. Tal vez era mejor no aceptar la propuesta.
Ka fue a servir el vino y su mano tropezó con la botella que se estrelló contra el gres de la terraza, un gran charco color sangre rodeó los trozos de cristal verde.
—Esto es una señal, Andi…
—Bah, déjate de tonterías. —Por un momento creyó que Ka, con sus supersticiones, no querría ir a París.
—No es una cuestión de dinero —las palabras de Ka provocaron en Andi un sobresalto; no se había dado cuenta de que ya iba en serio—, es una cuestión poética —el vino se extendía por el suelo y les estaba llegando a los pies, pero Andi no quería interrumpir a Ka—. ¿Qué más da quién gane más? —calló unos pocos segundos y luego continuó con incredulidad en la voz—. A París… ¡Jamás lo habría imaginado!
Andi salió corriendo a la cocina y trajo la escoba, el recogedor y un rollo de papel. Ka despertó del ensueño y se fue a por un cubo y otra botella de vino.
—Blanco, por si las moscas.
Ambos se rieron, aunque Ka no sabía si Andi había pillado su alusión al AMR.
Quitaron los cristales con cuidado. Gastaron buena parte del rollo en limpiar el vino, lo echaron todo dentro del cubo que dejaron en un rincón y se sentaron de nuevo.
Estuvieron un rato callados, escuchando los sonidos de la noche, luego llenaron las copas y brindaron mirándose a los ojos; ocultaban los nervios con una sonrisa.
Andi había dicho:
—Por la decisión.
—Sí —brindó Ka—, siempre es interesante tener que tomar una.
No eran conscientes de que ya lo habían hecho: se iban a París, solo quedaba justificarlo.
Tachaban tareas de una lista repleta de cosas que «no podían dejar de hacer» y el vuelo a París salía en dos días.
Ka se acercó y abrazó a Andi, que se hundió en sus ojos verdes y le besó los labios.
—Gracias, amor.
—¿Por?
—Por todo. Por estar a mi lado, por dejar tu trabajo colgado y venirte conmigo a París.
—No lo dejo colgado.
—Bueno, yo me entiendo.
—Para mí es muy estimulante, pero no sé bien cómo enfocar el encargo de Phil, ¿cómo se afronta un Jodido estudio sobre sesgos inconscientes? Me he pasado días consultando bibliografía para llevarme; espero que funcione lo de trabajar a distancia, no sé si voy a tener las agallas de sentarme cada día y escribir sin tener la obligación de entregarlo al día siguiente. —Ka no paraba de hablar.
Ambos estaban agotados; habían sido dos meses frenéticos: conseguir inquilinos, vender los muebles, el coche, guardar lo demás en un trastero, terminar con los flecos de los trabajos que dejaban, buscar colegio en París, despedidas de todo tipo... Habían discutido mucho, hasta el punto de gritarse. Ka había tonteado con la idea de no ir a París, pero ni siquiera se lo planteó a Andi.
Según se acercaba la fecha de partida, los nervios se agarraban al estómago y las tareas urgentes habían dejado de parecer hasta necesarias; se había producido una calma chicha que les hacía mirarse de reojo cada pocos minutos.
—Vamos a caminar un rato para grabarnos el bosque en la memoria, no se nos vaya a olvidar.
Andi miró a su alrededor: el cuarto vacío, la pila de ropa doblada en el rincón y el saco de dormir extendido sobre el somier animaban a irse.
—Sí, por Dios, vámonos de una vez.
Los colegas de París les habían reservado habitación en un hotel del barrio en el que estaba el laboratorio. Les dieron una habitación grande con una cama doble y dos supletorias, todo era viejo y oscuro; olía a humedad. Andi dejó a Ka y a los niños durmiendo y se fue a dar un paseo. Tenían el hotel pagado solo una semana y querían encontrar piso cuanto antes.
Con una primera mirada a los precios y