Malinche. José Luis Trueba Lara

Malinche - José Luis Trueba Lara


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alimentarse, para seguir vivo sin que le importen los hombres y sus embarcaciones.

      Antes de bajarme toqué el agua con ganas de que me arrastrara la buena muerte. Si ella me atrapaba, yo podría ir al lugar donde todo es verde, donde la comida nunca falta, donde las mariposas siempre andan con las alas abiertas; pero el río no se transformó en una garra, en un remolino hambriento de almas. El ahuizote, con todo y la mano que tiene en la cola, me despreció para siempre. Él sólo atrapa y se come a los que son poderosos, a los que se cuelgan las cuentas verdes y tienen plumas sobre la cabeza.

      Yo no podía escoger mi destino, el futuro estaba lejos de mis anhelos.

      *

      Sin prisa, mis dueños empezaron a reunir las ramas secas y las hojas muertas para encender la lumbre que alejaría las serpientes y los jaguares. Las chispas del pedernal se hicieron grandes y sus tenues soplidos se terminaron. Entonces empezaron a beber hasta que los cuatrocientos conejos se adueñaron de sus almas.

      Las discusiones comenzaron.

      Al principio las palabras eran suaves y sonrientes, quizá mostraban las razones para ser el primero. De nada sirvieron, las voces que se agigantaban se callaron cuando uno les gritó y los amenazó con el puño cerrado. Hasta en los perros hay jerarquías.

      Él había ganado, él era el mandamás y nadie podía oponerse a sus deseos.

      Delante de los otros se apretó los güevos y empezó a caminar hacia mí. Su rostro trataba de sonreír, pero sus gestos eran incapaces de esconder la marranería que le carcomía las tripas.

      Un hilo de baba le escurría entre la comisura de los labios y su lengua se esforzaba por contenerlo.

      El hedor de su hocico me pegó en la cara para contarme la historia de sus borracheras. Él olía como la carne que está a punto de parir gusanos.

      Me tomó de la mano y me llevó junto al fuego.

      Quería verme, robarme la oscuridad.

      Con una delicadeza imposible trató de quitarme la ropa. Intenté resistir, pero su puño cerrado se mostró para revelarme lo que podía suceder.

      No pude negarme, tampoco fui capaz de evitar que su mano callosa tocara mi piel y sus dedos se metieran en mi cuerpo. Apenas pude cerrar los ojos para que siguiera adelante mientras los ríos de sangre de mi cuello se tensaban por el ardor.

      Me obligó a tirarme sobre la arena, me abrió las piernas y sentí su dureza adentrándose en mi sequedad.

      No quise gritar.

      Mis pupilas se clavaron en las llamas de la fogata para perderse en un mundo que estaba lejos. Sus movimientos me dolían y las nalgas me ardían por los raspones de la arena.

      Durante un instante su cuerpo se contrajo y el aire se salió de su pecho.

      Se levantó sin mirarme.

      Entonces, con una señal que fingía cortesía, le entregó mi cuerpo a los otros. Todos me hicieron suya sin que mi mirada abandonara la lumbre.

      *

      Después de que terminaron de montarme se olvidaron de mí. Su hambre era más importante. Las cuerdas con las que me ataron las manos eran suficientes para que no me largara. No pude comer nada de lo que me ofrecieron. La lengua me sabía a su saliva y eso me apretaba el gañote. Lo mejor era quedarme cerca del fuego y desear que la ropa volviera a mi cuerpo. La oscuridad, si era piadosa conmigo, me regalaría el dormir sin sueños para consolarme por lo que jamás ocurriría.

      Lo que había pasado marcaba mi futuro: ningún hombre podría mirarme con los ojos limpios y nunca me sentaría sobre un petate con el huipil anudado a la tilma del marido. La voz del sacerdote que recitaba los viejos consejos no me acariciaría el oído. Yo no podría alimentar a mi esposo y mis dedos jamás tocarían sus labios para ofrecerle el bocado que nos uniría para siempre. Si llegara a matrimoniarme, todos se enterarían de lo que había pasado en la orilla del río. Uno de los invitados a la boda descubriría que su tompeate no tendría fondo y que las tortillas se saldrían sin que pudiera contenerlas. Ese canasto estaría tan profanado como mi sexo que merecería el repudio.

      Yo nunca sería de un solo hombre, nadie vengaría mi carne profanada con una muerte.

      *

      El sueño fue bueno. Toda la noche mi cabeza estuvo vacía y al día siguiente me levanté para lavarme sin que mis labios sintieran el sabor de las dos tortillas abandonadas y tiesas. Mis manos estaban libres de amarres y pudieron recorrer mi cuerpo que ansiaba el vapor y las hierbas que todo lo curan. Quería olvidar, pero la historia estaba labrada en mi carne. El agua fresca se tiñó de colorado y mi piel no pudo escaparse de las huellas de su saliva. Tal vez, si hubiera tenido una raíz de amolli, la espuma la habría borrado por completo; pero nada tenía y sus marcas espesas se quedarían para siempre.

      Volví sobre mis pasos, los rescoldos apenas humeaban.

      En silencio tomé mi ropa. El lodo que la manchaba contaba mi historia.

      La metí en el río sin pronunciar una plegaria, los dioses que hoy agonizan no podrían escucharla y el Crucificado sólo me condenaría. Yo era una puta, yo tenía la culpa. Tal vez los vi de más o de menos, quizás en mis labios se dibujó la sonrisa que debía tragarme… tal vez, tal vez, sólo tal vez. Pero, fueran como fueran las cosas, a como diera lugar necesitaba imaginar que mi ropa estaba limpia y que la corriente borraría la noche.

      Me la puse, la transparencia delató mi cuerpo.

      Ellos me miraron y sus ojos se clavaron en mis nalgas raspadas, en los ojos ciegos de mis pechos, en la negra mariposa que fue profanada. Aunque el deseo los marcaba, ya no podían soltarle rienda, tenían que llegar a Putunchán, al lugar donde alguien me compraría.

      *

      Los cuerpos de mis dueños brillaban por la grasa que se untaron para alejar a los moscos. El olor de las tortugas muertas se metía en mi nariz para machacar mi podredumbre. Sus brazos se movían sin que ningún pensamiento los perturbara. El ritmo de los remos los obligaba a seguir adelante con el compás que no podía perderse.

      Antes de que el Sol llegara al ombligo del cielo, Putunchán se mostró delante nosotros. El lugar casi era tan grande como Xicalanco, pero su gente era distinta: las largas frentes y los ojos bizcos se imponían sobre todos, apenas unos cuantos hablaban con las palabras que yo entendía.

      Casi en silencio amarraron la lancha y empezaron a caminar sin mirarme. La cuerda que me atrapaba las manos estaba en las suyas y yo apenas podía seguirle el paso al mandón.

      Después de ser profanada, mis ojos ya no tenían que seguir clavados al suelo.

      Ahí las vi por primera vez, esas mujeres eran altivas. En su cabello se trenzaban las mariposas de oro y de sus cuellos colgaban los grillos y las tortugas labradas en piedra verde. Sus pasos eran soberbios y su piel contaba las historias que les tatuaron. Ninguna se detuvo a mirarme y sus narices apenas se arrugaban al sentir el olor que salía de mi cuerpo. Yo era un bulto, una nada que no les estorbaba en los ojos.

      Avanzamos. Atrás quedaron las casas que se detenían de los horcones que las alejaban del río y poco a poco fueron asomándose las que tenían paredes de adobe o de cal y canto. Así seguimos hasta que llegamos al lugar donde nos esperaban.

      Los granos de cacao cambiaron de mano y yo quedé delante de mi nuevo amo.

      *

      Ellos se fueron, la canoa reclamaba sus brazos. Los vi perderse entre las calles y la gente. Quería maldecirlos, anhelaba que el odio llegara a mis almas para jurarles venganza. Sin embargo, las palabras se ocultaron y se largaron con los chontales como si nada hubiera pasado. Valía más que tratara de olvidar, la memoria es traicionera y nos llena de ponzoña.

      Los años han pasado. Aquí estoy, tirada, esperando que el Huesudo me abrace y los chontales se vayan de mi cabeza para dejar de sentir mi carne rajada. Todavía quiero odiarlos, pero el mal no me concede su gracia. Ellos hicieron lo que siempre hacían y ni siquiera se preocuparon


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