008 contra Sancocho. Hernán Hoyos
destacó del grupo meneando las caderas y la larga melena. Sobre su pecho delgado lucía cadena y medallón y su fina cintura estaba ceñida por un ancho cinturón de descomunal hebilla. Ondulando, «el pior», entró al recinto exterior del establecimiento y se paseó entre las mesas para mirar disimuladamente a los seis atletas y a 008. Después regresó a su base.
El jefe indio lo esperaba con las manos en la cintura.
—¿Y? —preguntó ásperamente.
—Los de la mesa de allá son unos manes cuajadísimos y muy pintas, parecen levantadores de pesas. Uno es igualito a Burt Lancaster y el otro a Alain Delon.
—¿Y el de la otra mesa? —inquirió el jefe.
—Ese es un gordito manteco, mal vestido y chiquito. No puede con nadie. Además es feo.
El jefe reflexionó.
—Toca esperar a que lo dejen solo —comentó lúgubremente.
La suerte estaba echada. Se quedaron inmóviles, lanzando tétricas miradas a la avenida, a los escasos transeúntes, a 008, quién, inocente, había pedido su tercer aguardiente doble y seguía reflexionando.
Pasaban los minutos. Los seis levantadores de pesas se irguieron, pagaron y salieron caminando pesadamente con un balanceo.
—¿Qué música tienen allí? —inquirió roncamente el jefe indio.
—Hay un longplay muy legal con la música de West Side Story —dijo el pior —está toda la pelea de los patios, cuando llega la policía a lo último y los muchachos se escapan— terminó con una vocecita dulzarrona.
—Vos gorila, enfierrás al dueño y le hacés poner el disco. Yo inicio al man. Ustedes se sientan mientras tanto. Apenas el man reaccione, ustedes entran. Hagan buen trabajo. Mucho envase roto, salto alto sobre las mesas, buen grito, grito fino. De vidrieras no debe quedar nada. Al man, duro. Hay que destrozarlo. Bastante sangre, y dejarlo en posición legal: boca arriba sobre una mesa, con las manos y las piernas abiertas. Al dueño hay que dejarlo muy asustado, asustadísimo, pálido, boquiabierto. Yo le doy la cachetada final. Enseguida, desaparecer. Una desaparición bien chévere: silenciosa —arte, mucho arte —hacia varias direcciones —el jefe hizo una pausa —¡Adelante!
El temerario grupo cruzó la avenida y entró al establecimiento con saltos sobre el muro y miradas relampagueantes.
Abondano seguía pensativo. Era la única persona allí presente, fuera del dueño. La banda se estableció ruidosamente en las mesas vecinas a 008. Este ni siquiera levantó los ojos. El gorila fue hasta la barra. El dueño, un cincuentón mal afeitado, ventrudo y con anteojos, estaba acomodando los discos.
El gorila, un mestizo de labios protuberantes y bíceps poderosos, se aproximó al dueño. Este levantó los ojos y le envió una mirada indiferente. El gorila saltó sobre la barra. El dueño, ahora, lo miró con extrañeza. El gorila caminó lentamente con las manos en los bolsillos y juntó su estómago plano contra el voluminoso y flojo del dueño, quien abrió la boca pero no fue capaz de decir nada. Un «click» trágico y un brillo en la derecha del gorila anunciaron la pavorosa navaja automática.
—Este es una atraco anciano… me imagino que usté va a portarse bien… ¿eh? Posiblemente usté quiera volver mañana aquí a vender cerveza, ¿verdad? ¿O prefiere trasladarse a la primera con veintiocho, gastos por cuenta de sus herederos? —pronunció el gorila roncamente mientras permanecía en éxtasis ante sus propias palabras, satisfecho de su perfecta asimilación. Había tomado las palabras de «Juventud enloquecida», película mexicana de gran éxito en la sala de su barrio.
El pobre dueño siguió mudo.
—Qué… qué… quie… quie… quieren… quieren… —musitó.
–Así me gusta viejito… bueno… para empezar… ¿Tiene entre sus discos, el tema de la película «West Side Story»?
—S… s… sí… —gimió.
—Bien anciano… póngalo… pero ligero, ligerísimo, que yo conozco gente que se ha muerto por ser demasiado lenta… —e hizo un pase con su navaja automática.
El dueño buscó temblorosamente entre los discos y puso lo pedido.
—Más volumen anciano…
La música del popular filme acabó con el silencio. El gorila se dirigió al teléfono y cortó el cable de un solo tajo.
El jefe indio se había aproximado a 008. Retiró una silla de la mesa y se sentó sin pedir permiso. El agente Abondano salió de sus reflexiones y lo miró.
—Qué tal gordito…
008 no contestó. Sus ojillos recorrieron rápidamente el vecindario.
—¿Está bueno el aguardiente? —y el jefe indio retiró la copita de 008 y se la sopló de un empujón. Luego hizo chasquear la lengua.
008 estudió el ambiente con otra mirada. Tenía que ser práctico. Dio dos palmetazos y gritó:
—¡La cuenta!
Ah, quién hubiera tenido una Beretta con el proveedor lleno… —tragó grueso.
Nadie vino con la cuenta.
—¡La cuenta! —gritó 008 otra vez.
Y nadie vino.
Entonces se levantó.
—¿Es que no le gustamos gordito? —dijo jefe con una sonrisa mientras agarraba la corbata del agente y con un fuerte tirón lo hacía sentar.
008 comenzó a toser congestionado y trató de zafarse. Pero el jefe indio no lo soltaba. Entonces 008 lanzó por debajo de la mesa un par de puntapiés vigorosos a las espinillas del jefe indio con sus zapatos de gruesa suela. El jefe indio emitió un grito de dolor y soltó la corbata. 008 se levantó y lo empujó encima de la mesa, pero ya estaba perdido. Los pandilleros daban saltos descomunales sobre las mesas y estrellaban botellas y vasos. Le cayeron como una nube de moscas.
008 alcanzó a manotear dos o tres veces, sus gordas piernas lanzaron otro par de puntapiés pero una lluvia de golpes sobre su calva, su espalda redonda y sus brazos, lo hicieron caer de bruces. Los golpes siguieron menudeando, ahora sobre sus amplias posaderas, ahora sobre sus muslos.
El jefe indio, quien todavía se sobaba las espinillas, vino cojeando y dijo con voz de odio y dolor:
—Párenlo… y déjenmelo a mí…
Tres pandilleros pusieron en pie al agente. Estaba semi-inconsciente, sangrando por boca y narices y tuvieron que sostenerlo. El jefe indio se le aproximó y 008 le escupió la cara con el más decantado estilo neoyorquino, a saber: una ceja levantada, el ojo izquierdo casi cerrado, la cabeza ladeada y las manos en las caderas.
—Aquí estoy, bien cerca… manteco inmundo… patéame de nuevo…
Los ojos de 008, adormecidos, se reanimaron ligeramente. A lo que el jefe indio le disparó varias brutales cachetadas a izquierda y derecha en forma altamente dramática.
—Está listo. Colóquenlo adentro —dijo el jefe indio.
Lo cargaron en vilo ante los ojos aterrorizados del dueño. El gorila seguía amenazando a éste con su navaja. El agente Abondano fue depositado de espaldas sobre una mesa. Con los brazos y las piernas abiertas, los ojos volteados, la cara sangrante. En seguida le aflojaron la correa y, a tirones, lo despojaron de los pantalones. A la vista de los pandilleros aparecieron dos robustos muslos, sin vellosidad, pudorosamente ocultos por largos y anchos calzoncillos. Le quitaron los zapatos también.
Y luego, entre gritos bastante bien logrados, que habían acondicionado de la película «Motocicletas del terror», la pandilla armada de asientos metálicos, comenzó a destrozar las vidrieras, la barra, todo menos el tocadiscos para que no cesara de sonar la dramática melodía de «West Side Story».
El dueño, pálido, con los ojos