Córreme que te alcanzo. Marina Elizabeth Volpi
de esta situación era que tendríamos que dejar atrás a Vale porque era casi dos años menor que nosotras y aún le faltaba mucho para irse de allí. Todo en la vida llega y una cosa es soñar con el día y otra es recibir unos pesos que nos ofrecieron con tanto amor las monjitas, diciéndonos que estaríamos un año más en la pensión hasta que pudiéramos valernos por nosotras mismas, que nos habían anotado en un secundario para adultos, así terminábamos los estudios, que debíamos buscar un trabajito para mantenernos y que de ahora en más, ellas confiaban que tanto cuidado y cariño no serían en vano porque nosotras sabríamos ser mujeres de bien. Abracé a Sor Herminia con inmenso cariño, sin saber que esa era la última vez que la vería con vida, a Sor Rosario para agradecerle por tanta paciencia, a Sor Vivian por ayudarnos siempre y ser tan atenta y a la Madre Superiora para jurarle que las haríamos sentirse orgullosas. Finalmente avanzamos hacia la salida y el portón gigante se cerró detrás de nosotras.
Atravesamos la ciudad en el auto que nos llevó al pensionado religioso donde nos recibió Sor Eulalia, quien nos indicó cuáles serían las pautas nuevas a seguir; nosotras estaríamos bajo su tutela hasta los 18 años, debíamos hallar y mantener un trabajo honesto y legal, no podíamos dejar de estudiar, por lo que ella exigía la libreta de notas y a las 20 horas se cerraban las puertas del pensionado, por lo cual si llegabas más de cinco veces tarde te arriesgabas a que te echaran. Llena de recomendaciones y advertencias comenzó esta nueva etapa, pero nada podía opacar el hecho de que estábamos libres en la ciudad más hermosa del mundo. “¡Buenos Aires tiembla! ¡Eli y Maca han llegado!”, pensé.
La primera semana fue acomodarnos, conocer a las demás pensionistas, ir a preguntar datos escolares, aprender a andar en colectivo, buscar incansablemente un trabajo y tratar de no desanimarnos en el proceso. Nada era como lo había soñado; la mayoría de las pensionistas vivía su vida y no tenía tiempo de decirme qué hacer. Al final Maca se encontró con unos familiares que se la llevaron a trabajar con ella y yo me quedé más sola que nunca, o por lo menos, así me sentía.
Los trabajos que conseguí no servían para nada; repartir folletos por pesitos, telemarketer a comisión, vendedora de panchos y un montón más que trato de no recordar porque una se amarga. Hasta que encontré un trabajo re piola en una estación de servicio, aunque confieso que comencé con muy mal pie, porque el anuncio decía: “Señorita con buena presencia para trabajar en estación de servicio”. Hacia allí fui toda bien vestida y llena de esperanzas, pero el señor que debía entrevistarme no estaba, así que su mano derecha, un muchachito desgarbado, medio tartamudo, llamado Miguel, me dijo que si quería podía ir llenando los papeles y esperar sentada la entrevista. Cuarenta minutos después y tres cafés medio fríos pensé que me estaban tomando el pelo, así que le pregunté:
—Che, ¿viene tu patrón? —Y él con poco ánimo me dijo:
—Si querés po-po-podés ayudarme en la playita y te explico cómo es el trabajo. —Sin dudarlo lo seguí hacia la playa de estacionamiento y observé cada movimiento que hacía con la máquina expendedora de nafta.
—¿Me dijiste que te llamás Elizabeth, cierto? Bueno, lo que tenés que hacer es fácil; le preguntás al cliente qué necesita y mientras cargás el auto, le ha-ha-hacés el aseo sin dejar de moverte, más rápido te movés, más-más propina te dan, nena. La verdad es que las explicaciones de científicas no tenían nada, pero me resultaron muy útiles y se lo agradecí. Cuando llegó Esteban, Miguel le dijo que hacía como tres horas que yo estaba esperando y que él me había explicado todo. Esteban me miró como palpando cada parte de mi ser y me dijo:
—Empezás mañana. Gabriela, de la cocina, te da la ropa, luego firmamos contrato. —La palabra “contrato” me sonó exquisita. Me marché hacia la cocina y pedí mi ropa de trabajo; una cocinera con cara de agotada me dio una bolsita flaca con lo que era mi “uniforme”, pero para no despertar suspicacias sonreí y me fui apresuradamente, pero luego en la pensión abrí la bolsita y para mi disgusto, el atuendo era una calza medio traslúcida, con una remera ceñidísima haciendo juego, lo único lindo era la gorrita con el logo que me puse y me quedaba rebien. Viéndome en el espejo me di cuenta de que estaba flaca y que aún no tenía mucho pecho, pero mi mayor problema era mi trasero; ¿recuerdan a Teo? Bueno, la calza mostraba que me faltaba media cola, pero si caminaba hacia la derecha con disimulo se notaba menos. Lo importante era que conseguí un trabajo honrado, por la mañana trabajaría, podía estudiar por la tarde y ¡realmente estaba ganando plata! Si Sor Herminia me viera…
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