La vida tangencial. Manuel José Díaz Vázquez
veintisiete), pero no pondría la mano en el fuego, ya que la confusión existente era mayúscula, tales cuales debieron ser las revoluciones mexicana y francesa en sus respectivos apogeos. Creo que ni antes ni después volví a sentir semejante desconcierto por falta de ubicación existencial, aunque no sé, probablemente hubo más veces o nunca estuve en mi sitio desde un principio…
Todos bramaban como carreteros, como un ejército desordenado a la carga furibunda, con una visceralidad tan apoteósica, que, seguramente, la toma de La Bastilla fue menos volcánica en comparación.
Permanecí unos segundos indeciso, pero por eso de “cuando no puedas con tus enemigos, únete a ellos” y por contagio, o acaso por debilidad, todo hay que decirlo, creo que yo también me puse a gritar a todo pulmón algo parecido a: «¡Me cago en San Petersburgo! ¡Yo no pierdo ni al parchís! ¡No me seáis tiquismiquis, carajo!», y algunas cosas más que, por vergüenza, no apuntaré. No estoy orgulloso de esta retahíla ni de la vehemencia exhibida en ese punto, pero en mi descargo diré que no puedo afirmar con rotundidad que todo eso saliese de mis labios. Igual fue un sueño o un deseo escondido en el subconsciente. Posiblemente, en el fondo, quería ser, al menos durante un breve tiempo, como ellos, y ganarme la respetabilidad a mordiscos, entrar a saco en la lucha por asumir el poder del grupo, pelear sin reglas por la admiración de la pandilla, ser un líder nato de las desconcertadas huestes adolescentes…
Eran estos, a pesar de todo, elevados pensamientos, casi heroicos, pero, lo más probable, atendiendo a la lógica de mi carácter, dado a la pusilanimidad y a la imaginación tragicómica, presumiblemente todo fuera una alucinación debida al calor o un delirio mental como los que me provocaban la Trigonometría o la Química (cuando recuerdo los exámenes de estas dos asignaturas se me revuelve el estómago y tengo que tomar sal de frutas Eno a paladas). Todo ello me provocó un impulsivo deseo de estar solo, así que, opté por aislarme, alejarme por la banda, meditar en la quietud del prado como un ocioso grillo solitario, como una vaca apartada rodeada por el bucolismo de la tarde crepuscular y cálida, fundirme (no era difícil, dado el calor) en el paisaje, evadirme con los pensamientos ocasionales que revoloteaban por la mente como palomas en una plaza pública alrededor de la estatua de un renombrado prócer del que nadie recuerda ya sus hazañas, resguardándome con ello, de aquel vendaval de carreras, gritos y balonazos sin sentido, en un córner lindante al universo.
No se presentaba fácil la tarea, empero. Estaba embebido en la contemplación de una araña funámbula, la cual tejía las tangentes de su tela entre dos eucaliptos que a la vera del campo se encontraban, cuando escuché a mi espalda: «¡A ver si te mueves, sabandija!». «¿Era a mí?». No me di por aludido, no tengo por costumbre volverme así, sin más, sé mantener mi dignidad, aunque el concepto sea en sí mismo un tanto farragoso, escurridizo, volátil. Veamos, ¿qué es la dignidad? (soy un manantial de preguntas); la dignidad, en un principio, es una fuente de conflictos, tan subjetiva y voluble, producto, acaso, de una sensibilidad exagerada, consecuencia de nuestra vanidad atmosférica y estratosférica y que depende de nuestra capacidad para sentirnos ofendidos en función del concepto que tengamos, precisamente, de nosotros mismos… Y yo ofendido ya estaba desde el principio, casi desde antes del insulto, casi desde la mismísima noche de los tiempos porque yo me tenía en alta estima (casi tan alta como los eucaliptos, que medían unos cuarenta metros), así que respondí: «¡Cállate, mequetrefe al cubo!». Estas salidas demuestran nuestra personalidad, nuestro ingenio, y nos retratan como figuritas de mazapán. Yo era amante de los buenos insultos por parte de padre. «No se debe insultar, pero si lo haces por un motivo inevitable, hazlo bien, con gracia, originalidad y gusto, escapando de las groserías, hijas de las mentes vulgares», me aconsejaba mi progenitor muy sensatamente.
De toda maneras, el mequetrefe creo que no me oyó porque se lo había dicho en voz baja, en un susurro, casi para mí mismo, y seguramente, más valió así, puesto que por el rabillo del ojo había atisbado sus dimensiones y me hice al instante una composición de su estructura corporal, habilidad esta, la de hacer un croquis fisonomista inmediato, que puede resultar altamente provechosa, ya que, si por una espontaneidad demasiado llana te da por insultar a un armario ropero o a un paquidermo descomunal, pues… Es aconsejable que mires bien a quien injurias antes de emitir un insulto, por excelente que este sea, vislumbrar en segundos la complexión del contrincante, porque te juegas los dientes…, aunque he de decir también que, en determinados momentos, muy especiales eso sí, vale la pena jugarse la nariz si el insulto lo merece, cosa que hay que sopesar en décimas de segundo…
Después del incidente, volví a mi esquina (no estaba muy seguro de haberme ido de ella) y me entretuve con el vuelo geométrico de una mariposa amarilla con puntos negros en sus alas –por otra parte, entretenimiento este, bastante común en las almas que se evaporan con facilidad– y la mente voló libre para pergeñar otras definiciones por mera simpatía y para tener la canana de los insultos llena para lo que fuera menester, por puro amor al arte (muchos años después me enteré que dicha actividad, la de insultar, era un arte genuino –que se lo pregunten si no a Schopenhauer–), y así, despreocupadamente, salieron en tropel distraído varios vilipendios en ristra de ajos o de cebollas: «polilla zurza», «zarigüeya anisada», «melón disecado», «paramecio pelado», «viruta cocida»…, hasta que, inconscientemente, me sumí en otros vaivenes mentales, olvidándome por completo de las incidencias del partido de fútbol, de la mariposa, de los insultos y del cálido paisaje que me rodeaba… e incluso de mí mismo: Ora veía al bizco Turpin en una escena de cine cómico con destartalados coches de la época que cruzaban sin ton ni son por unas calles repletas de tráfico y los policías de la Keystone en tropel de cardumen corriendo en todas direcciones y a toda velocidad, ora a mi abuelo bebiendo de una botella un líquido viscoso y blanco que era, al parecer, un laxante tremendamente efectivo (le dabas medio trago y tenías que volar al retrete), y luego, no sé por qué razón, acabé recitando para mis adentros un poema de Lope de Vega que había leído repetidas veces en el libro de literatura: «Un soneto me manda hacer Violante / que en mi vida me he visto en tal aprieto / catorce versos dicen que es soneto / burla burlando van los tres delante…». Aquí siempre me atragantaba. «¿Qué tipo de nombre era Violante?, ¿de hombre, de mujer, de color?».
Me despertó el silencio. Un silencio chocante de ondas paradójicas. Después de tanto grito, ese mutismo, que se fue introduciendo en mi cuerpo a modo de sensación extraña, me dio casi miedo, como si notase la presencia de un fantasma, y se hizo consciente mientras abría los ojos y observaba absorto la bóveda azul celeste de pisapapeles de cristal, cruzada, en ese instante, por una bandada de pájaros sin rumbo que, indolentemente, se entretenían haciendo filigranas inconcebibles en el aire denso de miel caliente: iban y venían, aparentemente sin lógica, lo que me recordó lo que estábamos haciendo nosotros…
Las copas de los eucaliptos cercanos se mecían suavemente, como arrobadas por una canción de cuna que el universo parecía entonar solamente para ellos. Todo resultaba muy lírico, flotante, ensoñador… como un saltamontes. Volví a cerrar los ojos, y el sol penetraba a través de los párpados: rojo, naranja, violeta… El universo del ojo. El ojo es todo un sistema planetario.
No sé cuánto tiempo pasó antes de que esa calma insólita e insospechada se adueñara de mí. En verdad ya no oía las voces de los jugadores, de mis compañeros de murga, de los piratas titiriteros que despotricaban, hacía un rato, en la cubierta verde de un buque recién abordado, desmantelándolo todo y jurando como carreteros mientras se repartían el botín…
Al abrir los ojos otra vez, no sin cierta dificultad, los vi sentados en mitad del campo y los sonidos de sus voces vibraron de nuevo, tachonados por alguna que otra palabra malsonante, en la atmósfera espesa llena de calor (casi se podía morder como una galleta), como surgida de las fauces de un dragón del Medievo, y llegaban hasta mí en ecos dispersos: rachas de palabras taquigrafiadas, garabatos volantes, sílabas sueltas…
¿De qué hablaban esos beduinos? Sentados y acostados, solo tres o cuatro permanecían de pie, semejaban el relieve de un friso griego en el frontispicio de un templo de Atenas o unos árabes preparando el té caliente en el desierto del Sahara a la espera de alguna visita desorientada entre las dunas ocres… Me acerqué a ellos tangencialmente, dándoles la espalda de forma oblicua a los olorosos eucaliptos, mientras pensaba en el Vicks