Piel de mujer. Andrea Mora Zamora

Piel de mujer - Andrea Mora Zamora


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habíamos aparecido.

      Mi bolso no reposaba desacomodado sobre los estantes de madera de la asocia y no, no estaba contestando el teléfono.

      Un rato después y Mary, de nuevo, diciéndome que tenía hambre, que ocupaba almorzar.

      Pero yo sabía que era más que eso. Que lo que le preocupaba es a donde estaría yo, echa una bomba de tiempo que en ese momento se escondía detrás de un árbol que solo dejaba ver lo azul de mis Converse.

      —¿Alguien ha visto a Sofía? –me contará que preguntó mientras entraba a la asocia después de la clase de Socio.

      —No, vino en la mañana, pero se fue temprano –había contestado Nicole, mientras le ayudaba a Johnny a terminar el discurso con el que esa tarde defenderían el presupuesto de la asocia, ante una FEUCR que solo buscaba recortar y recortar.

      —¡Qué raro…! –diría ella mientras se sentaba, ya más que preocupada, en el enorme sillón de cuerina negra que, además de costar dos millones de colones, la asocia anterior había comprado sin razón aparente solo porque estaba muy chuzo.

      —Mae Johnny, ¿¿cómo vamos a defender este sillón?? ¡Los progres nos van a reventar por ese gasto! –exclamaría Diana, mientras entraba a la asocia con aquellas chancletas que sonaban por todo lado y se alborotaba el pelo para tratar de verse más hippie, a pesar de la camisa de más de 30 mil colones que andaba puesta.–Vamos a tener que convencer gente, Sofi… ¿Sofi?

      —No está, Nana –contestaría Mary de manera algo sombría. Diana la volvería a ver pelando los ojos y se quedaría casi petrificada en medio de la asocia. Entendería.

      Ninguna de las dos diría nada más, no sabrían qué.

      Para bajarse el nerviosismo, Mary se sentaría frente a una de las compus de la asocia y la prendería para ver qué pasaba en Facebook y rápido se quedaría fría: se me olvidó cerrar mi última navegación y el “cómo abortar en Costa Rica” saltaría frente a sus ojos para contestarle la pregunta de dónde es que estaba metida esta güila tonta.

      A mi amiga, Diana le apretaría el hombro como para darle apoyo moral. Ella también estaría nerviosa.

      Diana era una de esas amigas que a Mary no le gustaba que yo tuviera. Muy vacía. No le había dado buena espina nunca, pero esta vez creía que sí estaba preocupada.

      Y ¿cómo no? Si en esas tres semanas yo había andado como loca y, siendo realistas, desde que la prueba de sangre dio positivo, yo era otra persona.

      Acepto que me había vuelto taciturna, que andaba preocupada todo el día, que salía corriendo de la nada en medio de las clases para vomitar mientras sudaba frío.

      Acepto que yo esos días daba miedo.

      Desde que la tipa de la Oficina de Salud de la U me dijo que empezara a tomar calcio para proteger a aquello que me crecía en el vientre –tantos años después, aún nos rehusamos a llamarle “bebé”–, yo había cambiado.

      Aquel horrible martes de Semana U, en medio del bullicio molesto de los chivos de la tarima de Ingeniería, yo había salido de las instalaciones verdes de la Oficina de Salud y había avanzado con paso firme hasta el parquecito frente a la biblioteca Tinoco, donde hice un par de llamadas, ante la mirada de Diana y Mary que se preguntaban cómo demonios yo podía estar tan tranquila, cuando ni el pseudo padre aquel me contestaba el celular.

      Roberto era el hermano del novio de una prima. Una estupidez de una noche en la que a los dos nos pareció gracioso no cuidarnos, en medio del ciclo de estupideces que yo había hecho con mi vida en las últimas dos vueltas al sol, luego de sentirme libre y en capacidad para hacer lo que me diera la gana, cuando entré a la U.

      Hasta que ese mes de abril una prueba de sangre positiva me hizo chocar contra pared.

      Y no es que no supiera que tenía que cuidarme. No es que no supiera de métodos anticonceptivos o de las consecuencias de lo que podría pasar si me acostaba con alguien que acababa de conocer; la educación de clase media alta en mi pueblito alajuelense saciaba ese conocimiento.

      Pero en esos estúpidos dos años, yo me sentía invencible.

      Esa es la única explicación que, aún hoy, puedo darme a mí misma, mientras me golpeo el pecho odiándome un poco por haberme dejado caer ahí.

      —Ok, Roberto no contesta –les había susurrado yo a las chicas ese día, con una tranquilidad controlada que las hizo cuestionarse mi estado mental– Pero Paula sí apareció y está haciéndome la vuelta.

      —¿Qué vuelta?– había preguntado Mary.

      —¿Qué vuelta cree usted, Mar? –le había respondido Diana, antes de volverme a ver y hacer la pregunta que todas teníamos en la cabeza– ¿Está segura?

      Sí. Lo estaba. No se los contesté con palabras pero dicen, que fueron mis ojos los que respondieron por mí.

      Por eso no les extrañó cuando vieron la página web abierta y por eso lo único que les corrió por la espalda cuando lo hicieron, fue la inminencia de que estaba pasando.

      La asocia se fue vaciando poco a poco y a las 2 de la tarde ya no quedaba nadie en el cubículo.

      Diana, Johnny, Nicole y los demás se habían ido al Consejo Superior Estudiantil en Económicas y Mary se había comprado un almuerzo para llevar de los de la Soda de Generales y se lo comía con toda la paciencia del mundo, mientras me esperaba.

      Y ahí, cuando ya estaba segura de que no había nadie, aparecí yo.

      —Hola.

      Eran cerca de las 2:30 cuando volví y me paré en la puerta.

      Mary recuerda que andaba vestida con un jeans, unos zapatos negros y una camisa verde de un kiwi y un ratón que había comprado en Happy Hill la navidad anterior, cuando aún era una niña.

      —¿Vio la boda de los duques de Cambridge? –pregunté con toda normalidad.

      ¡Claro que la había visto! El evento había acaparado la TV toda la mañana.

      Mary no contestó porque no sabía cómo contestarle a mis ojos cafés que eran tan negros en ese momento.

      Creo recordar que esperé su respuesta y que cuando vi que no pudo decirme nada, seguí:

      —¿Me presta 10 rojos?

      —¿Para qué los ocupa? –preguntó.

      La ignoré. Sabía que me los prestaría.

      —El tipo de las pastillas llega a las 3 al parqueo de Derecho, ¿me acompaña? Me da miedo ir sola…

      Mary recordará que lo dije suavemente, que le quité la mirada porque no se la pude sostener más y que me prendí otro cigarro. Dirá que le dio un escalofrío.

      Dirá que olía mi miedo. Que debajo de esa máscara, del olor a tabaco y de los kiwis, a mí se me olía el miedo.

      Como a las 2:50 de la tarde, me entró la llamada.

      Estábamos sentadas a la par en aquel sillón y Mary me escuchó contestar mientras se comía un rollo de canela. Yo me fumaba el filtro.

      —Vamos –le dije cuando colgué.

      Caminamos por el Pretil y por la 24 de Abril casi sin decirnos nada. Yo no recuerdo nada de esa tarde realmente, supongo que mi cabeza lo borró, pero Mary recordará verme tocándome el vientre y respirando hondo, supondrá que lo hice para darme valor. Yo no sé.

      Ella no sabía ni qué hacer, como tampoco supo cuando le avisé que Paula me había conseguido las pastillas en la web.

      En aquel tiempo la página se llama Cytotec en Costa Rica, uno mandaba un correo y el tipo lo llamaba en menos de media hora y le llevaba “el servicio” a domicilio.

      Vendían las pastillas más comunes, esas que aún hoy, la Asociación Demográfica Costarricense sigue aconsejando como las menos invasoras y


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