Los sonámbulos. Arthur Koestler
bajo los auspicios del Doctor Angélico, Tomás de Aquino. Esto significaba esencialmente, un cambio de frente, por el cual se pasaba de la negación a la afirmación de la vida; representaba una nueva actitud positiva respecto de la naturaleza y respecto del empeño del hombre por comprender la naturaleza. Acaso la realización histórica mayor de Alberto el Grande y de Tomás de Aquino esté en el hecho de que ambos reconocieron que la “luz de la razón”, aparte de la “luz de la gracia”, era una fuente independiente de conocimiento. La razón, considerada hasta entonces como ancilla fídei, servidora de la fe, se consideró ahora novia de la fe: una novia debe, desde luego, obedecer al esposo en todas las cuestiones importantes, pero, así y todo, se le reconoce un derecho propio.
Aristóteles había sido no solo un filósofo, sino también un enciclopedista en cuyas obras podía encontrarse un poco de todo. Al concentrarse en los elementos no platónicos, positivos, terrestres, de Aristóteles, los grandes escolásticos cedieron a Europa un soplo de la edad heroica de Grecia. Enseñaron a respetar los “hechos irreductibles e inquebrantables”, enseñaron “el precioso hábito de buscar un punto exacto y de aferrarse a él una vez hallado. Galileo debe a Aristóteles más de lo que parece a primera vista...: le debe su visión clara, su espíritu analítico”.2
Alberto y Tomás, empleando a Aristóteles como catalizador mental, enseñaron a los hombres a pensar de nuevo.
Platón sostenía que el verdadero conocimiento solo podía obtenerse intuitivamente a través de los ojos del alma, no de los del cuerpo; Aristóteles había subrayado la importancia de la experiencia –empiria– frente a la aperia intuitiva.
Es fácil distinguir a quienes discurren partiendo de los hechos de quienes discurren partiendo de nociones... Los principios de toda ciencia derivan de la experiencia, de suerte que derivamos los principios de la ciencia astronómica de la observación astronómica.3
La triste verdad es que ni el propio Aristóteles ni sus discípulos tomistas obraron de acuerdo con sus elevados preceptos, y como resultado de ello el escolasticismo decayó rápidamente.
Pero durante el período de luna de miel de la nueva alianza, todo lo que importaba era que “el filósofo” (título cuyo monopolio exclusivo había adquirido Aristóteles entre los escolásticos) había sostenido el carácter racional e inteligible de la naturaleza, que había considerado como deber del hombre interesarse por lo que lo rodeaba mediante la observación y el razonamiento, y que esta nueva concepción naturalista había liberado al espíritu humano de su enfermiza obsesión con el Weltschmerz neoplatónico.
El renacimiento de la erudición, en el siglo XIII, fue muy promisorio. Era como los primeros estremecimientos de un paciente que sale de un prolongado estado comatoso. Fue el siglo de Roberto de Lincoln y de Rogerio Bacon, primeros que comprendieron, adelantándose mucho a su tiempo, los principios y los métodos de la ciencia empírica; de Pedro Peregrino, que compuso el primer tratado científico sobre la brújula magnética, y de Alberto el Grande, primer naturalista serio desde los Plinios, que estudió insectos, ballenas y osos polares e hizo una descripción completa de las aves y los mamíferos alemanes.
Las jóvenes universidades de Salerno y Bolonia, de París, Oxford y Cambridge, irradiaron el nuevo fervor de los estudios provocado por el deshielo.
II. POTENCIA Y ACTO
Sin embargo, después de estas grandes y promisorias excitaciones, la filosofía de la naturaleza tornó de nuevo a congelarse gradualmente en la rigidez escolástica, aunque no por completo esta vez. La causa de este breve esplendor y de esta larga decadencia puede resumirse así: el redescubrimiento de Aristóteles, que fomentó el estudio de la naturaleza, modificó el clima intelectual de Europa; las doctrinas concretas de la ciencia aristotélica, elevadas a la categoría de dogmas, paralizaron el estudio de la naturaleza. Si los escolásticos se hubieran limitado a escuchar la regocijante y alentadora voz del Estagirita, todo habría ido bien, pero cometieron el error de ajustarse estrictamente a lo que la voz decía y en lo atañedero a las ciencias físicas, lo que aquella voz decía resultaba morralla pura. Sin embargo, durante los trescientos años siguientes aquella morralla fue considerada como verdad del Evangelio.4
Debo decir ahora algunas palabras sobre la física aristotélica, pues esta constituye una parte esencial del universo medieval. Los pitagóricos habían demostrado que el tono de una nota dependía de la longitud de la cuerda, y señalaron así el camino para el tratamiento matemático de la física. Aristóteles separó las ciencias de la matemática. Para el espíritu moderno el hecho más notable de la ciencia medieval estriba en que ignore los números, los pesos, las longitudes, las velocidades, la duración, la cantidad. En lugar de proceder mediante la observación y la medición, como lo hicieron los pitagóricos, Aristóteles construyó –valiéndose de ese método del razonamiento a priori que él mismo tan elocuentemente había condenado– un fantasmagórico sistema de la física, “discurrido partiendo de nociones y no de hechos”. Al tomar sus ideas de su ciencia favorita, la biología, Aristóteles atribuyó a todos los objetos inanimados una tendencia hacia un fin, definida por la naturaleza o esencia inherente a la cosa. Por ejemplo, una piedra es de naturaleza terrestre, y mientras cae hacia el centro de la Tierra aumentará su velocidad a causa de su impaciencia por llegar a “su patria”. Y una llama tiende hacia arriba porque su patria está en el cielo. De suerte que todo movimiento y todo cambio, en general, es la realización de todo cuanto existe potencialmente en la naturaleza de la cosa: es un paso de la “potencia” al “acto”. Pero este paso solo puede darse con ayuda de algún otro agente que esté, él mismo, en el “acto”;5 así, por ejemplo, la madera, que es potencialmente caliente, puede llegar a ser realmente caliente solo mediante la acción del fuego que es realmente caliente. De análoga manera un objeto que se mueve desde A hacia B, que se halla en un estado de potencia con respecto a B, únicamente puede llegar a B con la ayuda de un motor activo: “cualquier cosa que se mueva debe ser movida por otra”. Toda esta terrible acrobacia verbal puede resumirse en la afirmación de que las cosas se mueven únicamente cuando se las empuja, lo cual es tan sencillo como falso. En realidad, la frase de Aristóteles omne quod movetur ab alio movetur –cualquier cosa que se mueva debe ser movida por otra– llegó a ser el obstáculo principal del progreso de la ciencia durante la Edad Media. La idea de que las cosas solo se mueven cuando se las empuja, como lo hace notar un estudioso moderno,6 parece originarse en el penoso movimiento de las carretas tiradas por bueyes, que recorrían los malos caminos griegos con una fricción tan grande que se anulaba el impulso. Pero los griegos también arrojaban flechas y venablos y lanzaban discos y, sin embargo, prefirieron ignorar el hecho de que una vez impartido a la flecha el impulso inicial, esta continúa su movimiento sin que se la empuje, hasta que cae por efecto de la gravedad. Según la física aristotélica, la flecha, desde el momento en que deja de tener contacto con su motor –la cuerda del arco– debe caer a tierra. Los aristotélicos alegaban, respondiendo a esto, que cuando la flecha comenzaba a moverse, impulsada aún por el arco, se creaba una perturbación en el aire, una especie de torbellino que la mantenía en su curso. Antes del siglo XIV, es decir, durante mil setecientos años, no se formuló jamás la objeción de que la conmoción del aire, determinada por el disparo de la flecha, no era lo bastante fuerte para hacer que la flecha continuara su vuelo contra el viento; ni tampoco la objeción de que si era verdad que un bote empujado desde la costa continuaría moviéndose tan solo porque lo impulsaba la conmoción del agua determinada por el propio bote, el empellón inicial, por lo tanto, debía bastar para hacerlo cruzar el océano.
Esta ceguera ante el hecho de que los cuerpos en movimiento tienden a persistir en él, a menos que se los detenga o se los desvíe, impidió que surgiera una verdadera ciencia de la física hasta Galileo.7 La necesidad de que cada cuerpo móvil estuviera constantemente acompañado y fuera impulsado por un motor creó “un universo, en el cual invisibles manos debían estar constantemente en acción”.8 En el cielo, una hueste de cincuenta y cinco ángeles mantenía en movimiento las esferas planetarias; en la Tierra, cada piedra que rodaba por una pendiente, cada gota de lluvia que caía del cielo, requerían una finalidad casi consciente, que obraba como su “motor”, para hacerlas pasar de la “potencia”