Ravensong. La canción del cuervo. TJ Klune

Ravensong. La canción del cuervo - TJ Klune


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vista hacia Marty.

      –Supongo que lo veremos.

      Esa noche Abel se sentó en el porche para saludar a los miembros de su manada que llegaban para la luna llena de la noche siguiente. Se lo veía satisfecho.

      –Gordo –me dijo cuando salí a avisarle que la cena estaba casi lista–, ven aquí un momento.

      Fui.

      Me puso la mano sobre el hombro.

      Y, por un rato, simplemente… existimos.

      La última cena.

      No lo sabíamos.

      Nos reunimos y reímos y gritamos y nos atiborramos de comida.

      Mark presionó su pie contra el mío.

      Pensé en muchas cosas. Mi padre. Mi madre. Los lobos. La manada. Mark y Mark y Mark. Era una elección, lo sabía. Había nacido en esta vida, en este mundo, pero tenía elección. Y nadie podía quitarme eso.

      Me pregunté cuándo me ofrecería Mark su lobo.

      Me pregunté qué le diría.

      Me sentí presente y real y enlazado.

      Thomas me guiñó un ojo.

      Elizabeth arrullaba al niño que tenía en brazos.

      Abel sonreía.

      –Esto somos. Esta es nuestra manada –me susurró Mark, inclinándose hacia mí–. Esta es nuestra felicidad. Quiero esto. Contigo. Algún día, cuando seamos mayores.

      Ella estaba en el restaurante al día siguiente, cuando me tocó ir a buscar el café para los muchachos. Estaba sola en una cabina, la cabeza inclinada mientras rezaba, las manos juntas frente a ella. Alzó la vista en el instante en el que entré al lugar.

      –Gordo –me saludó–. Qué temprano.

      –Hola –le respondí –¿Cómo estás…?

      No recordaba su nombre

      –Elli.

      –Elli. ¿Cómo estás?

      –Bien –contestó, encogiéndose de hombros–. Este lugar… es muy tranquilo. Lleva un tiempo acostumbrarse.

      –Sí –no sabía muy bien qué decirle–. Siempre es así.

      –¿Siempre? No sé cómo lo aguantas.

      –He vivido aquí toda la vida.

      –¿En serio? Qué curioso.

      Una camarera me hizo un gesto desde el mostrador, para que me acercara a buscar los cafés que ya estaban listos.

      Empecé a moverme en su dirección pero una mano me sujetó la muñeca.

      Bajé la vista. Las uñas habían sido pintadas de nuevo. De rojo.

      –Gordo –dijo Elli–. ¿Puedes hacerme un favor?

      Inhalé y exhalé.

      –Claro.

      Me sonrió, pero no con la mirada.

      –¿Puedes rezar conmigo? He estado intentándolo toda la mañana y, por más que lo intento, no me sale bien. Creo que necesito ayuda.

      –No soy la mejor persona para…

      –Por favor –aflojó su agarre.

      –Eh, claro.

      –Gracias –dijo–. Siéntate, por favor.

      –No tengo mucho tiempo. Tengo que volver a trabajar.

      –Ah. No llevará mucho. Lo prometo.

      Me deslicé en el asiento frente a ella. El restaurante estaba vacío, salvo por nosotros dos. El ajetreo del desayuno ya había pasado, y el almuerzo no arrancaría hasta dentro de unas horas. Jimmy estaba detrás de las hornallas y la camarera, Donna, de pie frente a la máquina de café.

      Elli sonrió. Puso las manos delante de ella y las juntó. Miró las mías como alentándome a hacer lo mismo.

      Lentamente, alcé las manos frente a mí. Las mangas de mi camisa de trabajo bajaron un poco.

      –Querido Padre –rezó, mirándome a los ojos–, no soy más que tu humilde servidora, y necesito tus consejos. Me encuentro en un momento de crisis. Padre, existen cosas en este mundo, cosas que salen de tu orden natural. Abominaciones que están en contra de todo lo que tú defiendes. Se me ha dado la tarea, por tu voluntad, de destruir a estas abominaciones en su lugar.

      »Por la gracia de tu Espíritu Santo, revélame, Padre, la existencia de personas a las que deba perdonar y cualquier pecado no confesado. Revela los aspectos de mi vida que no te glorifican, Padre, las maneras en las que he hecho lugar, o podría haber hecho, a Satanás en mi vida. Padre, te entrego mi falta de compasión, te entrego mis pecados y te entrego todas las maneras en las que Satán domina mi existencia. Gracias por tu compasión y por tu amor.

      »Padre mío, en tu santo nombre, reúno a todos los espíritus malignos del aire, el agua, la tierra, lo subterráneo y los infiernos. Reúno, en el nombre de Jesús, a todos los emisarios de los cuarteles satánicos y reclamo la sangre preciosa de Jesús en el aire, el agua, la tierra y sus frutos que nos rodean, en lo subterráneo y en los infiernos a nuestros pies.

      Me moví para incorporarme.

      Extendió una mano y me sujetó de nuevo de la muñeca.

      –No –recalcó–. Te conviene, Gordo Livingstone, quedarte en donde estás.

      –¿Todo está bien, Gordo? –me preguntó Donna al acercarme la bandeja con los cafés.

      –Una plegaria, nada más –asentí con lentitud.

      La mujer frente a mí sonrió.

      Donna no parecía convencida, pero dejó la bandeja sobre la mesa.

      –Ya la puse en la cuenta. Dile a Marty que tiene que pagar a fin de mes, ¿está bien?

      –Sí. Se lo diré.

      Dona se dio vuelta y se alejó.

      –Elijah –dije en voz baja.

      –Bien. Muy bien, Gordo. Eres tan joven –me tomó la mano y la besó. Sentí el toque breve de su lengua contra la piel–. Solo conoces las maneras de la bestia. Te han adoctrinado desde temprano. Es una lástima, la verdad. No sé si estás a tiempo de salvarte. Supongo que solo el tiempo dirá si existe la posibilidad de una limpieza. Un bautismo en las aguas de la salvación.

      –Lo sabrá –murmuré–. Que estás aquí. En su territorio.

      –Ves, en eso te equivocas –afirmó–. No soy un Alfa. O un Beta. O un Omega.

      Ladeó la cabeza.

      –No soy tú.

      –Sabes qué soy.

      –Sí.

      –Entonces, sabes de lo que soy capaz.

      Rio.

      –No eres más que un niño. Qué podrías…

      Estiré la mano libre y alcé la manga.

      Contempló el cuervo rodeado de rosas con algo similar a la admiración.

      –Lo había oído, pero… –sacudió la cabeza–.


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