Canción de Navidad. Charles Dickens
mío.
—¡Celebrar la Navidad! —repitió el sobrino de Scrooge—. Pero tú no la celebras.
—Déjame que no la celebre —dijo Scrooge— ¡Mucho bien puede hacerte a ti! ¡Mucho bien te ha hecho siempre!
—Hay muchas cosas que podían haberme hecho muy bien y que no he aprovechado, me atrevo a decir —replicó el sobrino—, entre ellas la Navidad. Mas estoy seguro de que siempre, al llegar esta época, he pensado en la Navidad, aparte la veneración debida a su nombre sagrado y a su origen, como en una agradable época de cariño, de perdón y de caridad; el único día, en el largo almanaque del año, en que hombres y mujeres parecen estar de acuerdo para abrir sus corazones libremente y para considerar a sus inferiores como verdaderos compañeros de viaje en el camino de la tumba y no otra raza de criaturas con destino diferente. Así, pues, tío, aunque tal fiesta nunca ha puesto una moneda de oro o de plata en mi bolsillo, creo que me ha hecho bien y que me hará bien, y digo: ¡Bendita sea!
El dependiente, en su mazmorra, aplaudió involuntariamente; pero, notando en el acto que había cometido una inconveniencia, quiso remover el fuego y apagó el último débil residuo para siempre.
—Que oiga yo otra de esas manifestaciones —dijo Scrooge— y te haré celebrar la Navidad echándote la calle. Eres de verdad un elocuente orador — añadió, volviéndose hacía su sobrino—. Me admira que no estés en el Parlamento.
—No te enfadéis, tío. ¡Vamos, ven a comer con nosotros mañana!
Scrooge dijo que le agradaría verle... Sí, lo dijo. Pero completó la idea, y dijo que antes le agradaría verle... en el infierno.
—Pero, ¿por qué? —gritó el sobrino—. ¿Por qué?
—¿Por qué te casaste? —dijo Scrooge.
—Porque me enamoré.
—¡Porque te enamoraste! —gruñó Scrooge, como si aquello fuese la sola cosa del mundo más ridícula que una alegre Navidad—. ¡Buenas tardes!
—Pero, tío, si nunca fuiste a verme antes, ¿por qué hacer de esto una razón para no ir ahora?
—Buenas tardes —dijo Scrooge.
—No necesito nada tuyo, no pido nada; ¿por qué no podemos ser amigos?
—Buenas tardes —dijo Scrooge.
—Lamento de todo corazón encontrarte tan decidido. Nunca ha habido el más pequeño disgusto entre nosotros. Pero he insistido en la celebración de la Navidad y llevaré mi buen humor de Navidad hasta lo último. Así, ¡Felices Pascuas, tío!
—Buenas tardes —dijo Scrooge.
—¡Y feliz Año Nuevo!
—Buenas tardes —dijo Scrooge.
Su sobrino salió de la habitación, no obstante, sin pronunciar una palabra de disgusto. Se detuvo en la puerta exterior para desearle felices Pascuas al dependiente, que, aunque tenía frío, era más ardiente que Scrooge, pues le correspondió cordialmente.
—Este otro que tal —murmuró Scrooge, que le oyó—; un dependiente con quince chelines a la semana, con mujer y con hijos hablando de la alegre Navidad. Es para llevarle a una casa de locos.
Aquel maniático, al despedir al sobrino de Scrooge, introdujo a otros dos visitantes. Eran dos caballeros corpulentos, simpáticos, y estaban en pie, descubiertos, en el despacho de Scrooge.
Tenían en la mano libros y papeles y se inclinaron ante él.
—Scrooge y Marley, supongo —dijo uno de los caballeros, consultando una lista—: ¿Tengo el honor de hablar con el señor Scrooge o con el señor Marley?
—El señor Marley murió hace siete años —respondió Scrooge—. Esta misma noche hace siete años que murió.
—No dudamos que su liberalidad estará representada en su socio superviviente —dijo el caballero, presentando sus cartas credenciales.
Era verdad, pues ambos habían sido tal para cual. Al oír la horrible palabra "liberalidad", Scrooge frunció el ceño, meneó la cabeza y devolvió al visitante las cartas credenciales.
—En esta alegre época del año, señor Scrooge —dijo el caballero, tomando una pluma—, es más necesario que nunca que hagamos algo en favor de los pobres y de los desamparados, que en estos días sufren de modo atroz. Muchos miles de ellos carecen de lo indispensable; cientos de miles necesitan alivio, señor.
—¿No hay cárceles? —preguntó Scrooge.
—Muchísimas cárceles —dijo el caballero, dejando la pluma.
—¿Y casa de corrección? —interrogó Scrooge. ¿Funcionan todavía?
—Funcionan, sí, todavía —contestó el caballero—. Quisiera poder decir que no funcionan.
—¿El Treadmill y la Ley de Pobreza están, pues, en todo su vigor? — dijo Scrooge.
—Ambos funcionan continuamente, señor.
—¡Oh!, tenía miedo, por lo que decías al principio, de que hubiera ocurrido algo que interrumpiese sus útiles servicios —dijo Scrooge—. Me alegra mucho saberlo.
—Persuadido de que tales instituciones apenas pueden proporcionar cristiana alegría a la mente o bienestar al cuerpo de la multitud —continuó el caballero—, algunos de nosotros nos hemos propuesto reunir fondos para comprar a los pobres algunos alimentos y bebidas y un poco de calefacción. Hemos escogido esta época porque es, sobre todas, aquella en que la necesidad se siente con más intensidad y la abundancia se regocija. ¿Con cuánto quiere contribuir?
—¡Con nada! —replicó Scrooge.
—¿Quiere guardar el aninimato?
—Quiero que me dejen en paz —dijo Scrooge—. Puesto que me preguntas lo que quiero, señores, ésa es mi respuesta. Yo no celebro la Navidad, y no puedo contribuir a que se diviertan los vagos; ayudo a sostener los establecimientos de que les he hablado... y que cuestan bastante; y quienes estén mal en ellos, que se vayan a otra parte.
—Muchos no pueden, y otros muchos preferirán morir.
—Si prefieren morir —dijo Scrooge—, es lo mejor que pueden hacer y así disminuirá el exceso de población. Además, y ustedes perdonen, no entiendo de eso.
—Pues... debería entender —hizo observar el caballero.
—No es de mi incumbencia —replicó Scrooge—. Un hombre tiene bastante con preocuparse de sus asuntos y no debe mezclarse en los ajenos. Los míos me absorben por completo. ¡Buenas tardes, señores!
Comprendiendo claramente que sería inútil insistir, los dos caballeros se marcharon. Scrooge reanudó su tarea con mayor estimación de sí mismo y más animado de lo que tenía por costumbre.
Entretanto, la bruma y la obscuridad se hicieron tan densas, que las personas marchaban alumbrándose con antorchas, ofreciéndose a marchar delante de los caballos de los coches para mostrarles el camino. La antigua torre de una iglesia, cuya vieja y estridente campana parecía estar siempre atisbando a Scrooge por una ventana gótica del muro, se hizo invisible, y daba las horas envuelta en las nubes, resonando después con trémulas vibraciones, como si le castañeteasen los dientes a aquella elevadísima cabeza. El frío se hizo intenso. En la calle Mayor, en la esquina de la calleja, algunos obreros se hallaban reparando los mecheros de gas y habían encendido una gran hoguera, a la cual rodeaba un grupo de mendigos y chicuelos, calentándose las manos y guiñando los ojos con delicia ante las llamas. Taponados los sumideros, el agua sobrante se congelaba con rapidez y se convertía en hielo. El resplandor de las tiendas, donde las ramas de acebo cargadas de frutas brillaban con la luz de las ventanas, ponía tonos dorados en las caras de los transeúntes. Las pollerías y los comercios de comestibles estaban deslumbrantes: era un glorioso espectáculo, ante el cual era casi increíble que los prosaicos