Secretos sin fin. Valerie Parv

Secretos sin fin - Valerie Parv


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      Él le ofreció su mano a Dougal, que la olisqueó. Haley se preguntó si, a continuación, se la comería de un bocado, parecía muy capaz de ello.

      –Amiga, Dougal. Amiga –dijo Sam.

      El perro movió el rabo lentamente al principio, después comenzó a agitarlo como una bandera en un vendaval, y le pegó un lametón. Aliviada, Haley acarició el pecho del peludo perro con la otra mano. Él agachó la cabeza y la golpeó suavemente.

      –Buen perro –sonrió ella, preguntándose cómo podía haber sentido miedo del lanudo animal.

      Sam asintió con aprobación, dándose cuenta de que no había cometido el típico error de intentar acariciarle la cabeza.

      –¿Entiendes de perros?

      –Me encantan. Cuando era niña, tuve un kelpie australiano que se llamaba Buddy –a Haley le costaba pensar a derechas; él seguía teniendo los dedos entrelazados con los suyos, pero no parecía darse cuenta de su incomodidad.

      –Te refugiaste en cuanto Dougal apareció.

      Lógicamente, él había visto su indigna carrera de vuelta al coche. Eso la ponía aún en mayor desventaja, así que se defendió.

      –Podría haber sido un perro guardián, entrenado para comerse a los intrusos –no añadió «igual que su amo», pero su tono de voz reflejó el pensamiento. Él le soltó la mano, y ella sintió una sorprendente sensación de desilusión.

      –Se supone que Dougal es un perro guardián, pero probablemente mataría al intruso a lametones, le encanta tener compañía.

      Ella pensó que al amo no le pasaba lo mismo.

      –¿Vienen muchos intrusos por aquí?

      –No cuando está Dougal. Vete, vuelve a tu hueso –al oír la palabra mágica, el perro meneó las orejas y se fue trotando por donde había llegado–. ¿Entramos? –dijo Sam indicando la escalera con un ademán.

      Su voz adquirió un tono profesional, y fue como si una brisa gélida helara la atmósfera. Por un momento ella se preguntó si conocería su identidad, pero comprendió que su enfado era en respuesta al de ella.

      –Lo siento si fui algo grosera por el intercomunicador –se disculpó Haley, recordando que Miranda confiaba en que supiera comportarse.

      –Lo fuiste –corroboró él–, pero tenías un punto de razón.

      Ella comprendió que eso era lo más parecido a una disculpa que podía esperar, y lo siguió. A través de un arco, entraron en el vestíbulo, cruzaron un salón doble, amueblado con antigüedades, y dejaron a un lado la puerta entornada de un dormitorio que parecía recién utilizado. Haley se preguntó si había estado durmiendo a media tarde; como era escritor, seguramente tenía un horario poco convencional.

      Él cerró la puerta y solo tuvo tiempo de ver una enorme cama con dosel, cubierta con ropa de cama tan revuelta que daba que pensar: o tenía el sueño más inquieto del mundo, o había pasado allí un rato en buena compañía.

      Esa idea la inquietó, y se preguntó por qué le resultaba más difícil imaginárselo como una bestia, solitaria y sin amor, que como un atleta sexual para quien su hermana había sido una conquista entre muchas. Ambas imágenes la llevaban a un terreno que no quería explorar. Su vida personal no tenía nada que ver con la razón por la que deseaba conocerlo.

      Él abrió otra puerta y entraron en una biblioteca con estanterías de suelo a techo, repletas de libros. Ella los miró con curiosidad y descubrió que muchos eran libros de referencia sobre temas variados. Dentro de la biblioteca, una puerta daba a lo que parecía un despacho, a juzgar por los ordenadores, impresoras y demás aparatos que se veían allí. Todo estaba hecho un caos y eso la sorprendió; parecía el tipo de hombre que organizaba su vida con precisión militar.

      –Siéntate –él señaló un sofá. Los pelos grises que había sobre el cuero sugerían que Dougal solía hacerle compañía mientras trabajaba. Esa idea la ablandó un poco, pero la rechazó con resolución: que permitiera al perro dormir en un sofá caro no impedía que fuera La Bestia–. ¿Café? –ofreció Sam, cuando ella se sentó, nerviosa, al borde del sofá. Pensó que él creería que no quería mancharse la ropa de pelos; si conociera la razón de su nerviosismo, seguramente le echaría al perro.

      –Gracias –aceptó ella. Relacionarse socialmente con Sam Winton no era parte de su plan, pero beber algo suavizaría la sequedad de su garganta–. Me gusta solo y sin azúcar.

      –Una mujer sensata –murmuró él. Ella frunció el ceño y él se explicó–. Es la única manera de beber café bueno. A mí me lo traen de Costa Kona, en Hawai.

      –Qué suerte –masculló ella entre dientes, comparando la libertad de él para comprar café en medio del Pacífico, con su necesidad de vigilar cada penique para poder sacar adelante a Joel. Había gastado la mayoría de sus ahorros en las facturas médicas que no había cubierto el seguro de su hermana, así que la escasez de recursos regía su vida.

      Su trabajo como asesora informática estaba bien pagado, pero desde la muerte de Ellen había podido dedicarle menos horas, al tener que ocuparse de Joel. Esa era una de las razones por las que había aceptado trabajar para Miranda durante un par de semanas. Podía llevarse al bebé a la oficina y además el salario pagaba algunas de las interminables facturas.

      Su madre y su padrastro, Greg, habían ayudado en lo posible, pero eran desastrosos en cuestión de finanzas, y Haley tuvo que hacerse cargo de casi todo. No le había negado a su hermana nada que pudiera hacer más felices sus últimos meses de vida, y no le gustó nada ese recordatorio de que Sam Winton podría haberla ayudado si hubiera querido.

      –No he oído eso –dijo él, trayéndola de nuevo al presente–. ¿No te gusta el café hawaiano?

      –Yo…, sí, es muy bueno –improvisó ella. Sintió la necesidad de salir de allí antes de tirarle algo. ¿Cómo pudo pensar que sería bueno encontrarse con él cara a cara? Cuando Ellen le dijo que esperaba un hijo suyo, Sam no la aceptó con los brazos abiertos, sino todo lo contrario. Según Ellen, le dijo que era imposible que fuera el padre del niño y la echó de su casa.

      A Haley la torturaba recordar que el tumor de Ellen llevaba un año en remisión cuando empezó a ilustrar uno de los libros de Sam. Nunca sabrían si habría vuelto a remitir si Ellen no se hubiera quedado embarazada de él, pero el embarazo aceleró el proceso. Ellen murió un mes después de dar a luz. Lo único que consolaba a Haley era lo feliz que el bebé había hecho a su hermana; ella no hubiera querido que nada fuera distinto.

      Excepto la reacción de Sam. Su hermana quedó devastada por su rechazo. Después de los tratamientos médicos, Ellen había estado tan segura de que no podía quedarse embarazada que no había tomado precauciones. No había entrado en detalles, pero Haley asumió que él tampoco lo había hecho. Sam no debía conocerla nada bien, a pesar de haberse acostado con ella, si creía que Ellen era el tipo de mujer que podía dudar sobre la paternidad de su hijo.

      Probablemente él creyó que lo había elegido por su fama y riqueza. Solo Haley sabía que Ellen se había entregado a Sam en un momento de intenso miedo y soledad: esperaba los resultados de la última revisión médica.

      Haley escuchó la historia una noche, varios meses después de que la enfermedad de Ellen volviera. Al oírla dar vueltas y más vueltas, fue a verla. No se podía hacer nada para aliviarla, pero, al menos, charlando Ellen olvidaba momentáneamente el intenso dolor.

      Ellen le contó que cuando llevaba algún tiempo trabajando para Sam, llegó a su casa y se lo encontró rompiendo metódicamente la resolución de divorcio que había recibido esa mañana. Ella misma estaba angustiada, a la espera de que la llamara su médico con los resultados de la última revisión. Ninguno de los dos tenía ganas de trabajar, y se habían consolado el uno al otro. Él no había sabido la razón de la inquietud de Ellen, pero sí comprendió que lo necesitaba tanto como él a ella. Joel había sido el resultado.


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