Huellas del pasado. Catherine George
–Mis invitados me han dicho que están cansados del viaje y quieren retirarse temprano –la interrumpió suavemente–. Ya que usted no quiere comer con nosotros, quizás quiera reunirse conmigo en el bar después, señorita Grant. Deseo discutir ciertos aspectos de la venta de Turret House antes de que volvamos a verla por la mañana.
Portia pensó rápidamente. Sus socios estaban a punto de sugerirles a los dueños que rebajasen el precio. Si lograba hacer la venta al precio actual, se anotaría un tanto. Al ser una de los socios más jóvenes, y además mujer, sentía que tenía que competir con los hombres en Whitefriars.
–¿Después de cenar en el bar? –propuso, divertido por sus dudas.
–Por supuesto –asintió Portia–. Si cree que será útil hablar antes de ver la casa otra vez. ¿Puede usted llamarme cuando termine? –ni pensaba esperarlo en el bar hasta que terminase de comer.
–Desde luego, señorita Grant. Que disfrute de su cena.
Portia sonrió y cerró la puerta, quedándose un momento de pie hasta que se le calmó un poco el corazón. Aunque fuese el encanto personificado, Monsieur Brissac era sólo un cliente, se dijo con seriedad. Y ella estaba allí únicamente para venderle la casa.
La llegada de la ensalada de langosta la dejó de una pieza. No sólo era una perfecta obra de arte, sino que venía acompañada de media botella de vino borgoña, una cucharada de caviar y un helado para acabar el festín.
–No ha habido ningún error, señorita Grant –dijo la recepcionista cuando llamó para preguntar–, es una atención de Monsieur Brissac.
Portia agradeció a la chica, se encogió de hombros y luego comenzó a servirse el caviar en las delicadas tostadas. Se preguntaba por qué tendría tantos detalles con ella. Al fin y al cabo, era ella la que estaba interesada en el negocio. Había algo en él que la inquietaba, pero como no podía identificar qué era, se terminó el caviar y comenzó a comer la ensalada de langosta, un plato que pocas veces se podía permitir. Era la recompensa por un día que la había turbado mucho. Pero el señor Brissac había mostrado especial interés en invitarla a la comida. Sin embargo, si Ben Parrish hubiese sido quien le mostrara la casa, habría pagado la cuenta del cliente también.
Pero ella era una mujer atractiva, lo sabía. Sus amigas envidiaban el perfecto óvalo de su rostro, su hermosa cabellera y su bonita figura. Hacía un momento, había en los ojos de Monsieur Brissac un brillo inconfundible.
Estaba segura de que era un hombre demasiado mundano y sofisticado como para mezclar los negocios con el placer. Esa noche la había tomado por sorpresa, pero de ahora en adelante, estaría en guardia. Y mientras tanto, no permitiría que nada le arruinase la cena.
Capítulo 2
CUANDO el teléfono sonó poco después de las diez, Portia decidió que por más que Monsieur Brissac llamase, no acudiría como un perrillo.
–¿Podría esperar unos quince minutos? –preguntó amablemente.
–Por supuesto. Todo el tiempo que desee –le aseguró él.
Portia se había tomado su tiempo en bañarse y arreglarse el pelo. Lamentó haber traído tan poca ropa. Solo contaba con una camiseta de seda limpia para usar con el traje que llevaba más temprano. Se hizo un apretado moño con el pelo recién lavado y lo sujetó en su sitio con horquillas. Se volvió a poner los pendientes de ámbar y tomando la llave y el bolso, bajó a venderle Turret House a Monsieur Brissac.
Cuando llegó al concurrido bar, su cliente se levantó de una pequeña mesa en un rincón.
–Lamento haberlo hecho esperar –dijo, mientras él le sujetaba la silla para que se sentase.
–No es nada. Ha sido puntual –le aseguró su cliente sonriendo–. ¿Le puedo ofrecer un brandy con el café?
De ninguna manera, pensó Portia. Necesitaba estar totalmente alerta ya que a pesar de haberse conocido por negocios, Monsieur Brissac daba claras señas de disfrutar de su compañía femenina.
–No, gracias –le sonrió–. Sólo café.
La camarera apareció como por arte de magia con una bandeja que dejó sobre la mesa. Su acompañante sirvió el café y le alargó una taza a Portia, que le agregó un chorrito de nata, rechazó un bombón y lo miró, esperando sus preguntas.
Pero él permaneció callado y le estudió los rasgos de una forma que a Portia le resultó enervante.
–Pues bien, Monsieur Brissac, ¿qué le puedo contar de Turret House?
Él se inclinó para ponerle azúcar al café y Portia notó sus delgadas y fuertes manos, el anillo de sello de oro en su dedo meñique, el suave vello oscuro en la muñeca, contrastando con el blanco puño de la camisa que sujetaba un gemelo de oro de igual diseño que la sortija.
–Primero –dijo–, dígame por qué los dueños quieren vender. ¿Tiene alguna pega la casa que no se aprecie a simple vista?
–No –le aseguró–. Le garantizo que la casa es buena y las cañerías y la electricidad están en perfectas condiciones. El tejado es nuevo y, a menos que sea por una cuestión de gustos, ni el interior ni el exterior necesitan arreglos o decoración.
–¿Entonces por qué quieren los dueños vender una casa en la que han invertido tanto?
–Es una lástima, pero por un motivo muy común. El divorcio.
–Comprendo. Una pena. Turret House está diseñada para una familia grande.
–¿Por eso está interesado en ella?
–No. Soy soltero –se encogió de hombros con un gesto muy francés–. Al menos por ahora. Y como usted es la señorita Grant, supongo que tampoco está casada.
–Supone bien –cambió de tema–. Entonces, ¿qué más desea saber?
–Su nombre de pila –dijo, tomándola por sorpresa.
–Portia –respondió, después de una pausa.
–¡Ajá! Así que a sus padres les gustaba Shakespeare.
–Mi nombre no tiene nada que ver con Shakespeare, Monsieur Brissac –respondió con el pulso alterado–. A mi padre le encantaban los coches.
–¿Comment?
–Le encantaban los deportivos, el Porsche en particular. Por eso me puso este nombre. Pero como las dos palabras suenan igual en inglés, mi madre insistió en escribirlo P–O–R–T–I–A, como el personaje de Shakespeare.
–Su padre era un visionario –lanzó una carcajada ronca y divertida.
–¿En qué sentido?
–El Porsche es pequeño, elegante y muy eficiente. Es una descripción perfecta de usted. Me gusta mucho su nombre. ¿Me permite que la tutee?
–Por supuesto, si lo desea –si compraba Turret House, podía dirigirse a ella como quisiese.
–Entonces, usted debe hacerlo también –el francés se incorporó para hacer una ligera reverencia y se volvió a sentar–. Permítame que me presente. Jean–Christophe Lucien Brissac.
–Muchos nombres –dijo, alzando las cejas.
–Me llaman Luc –le informó.
–No suelo tutear a los clientes –negó con la cabeza.
–Pero en este caso, si compro Turret House, tendremos que estar en contacto en el futuro, Portia –señaló.
–¿Va a comprar, entonces?
–Quizás. Mañana, si mi segunda impresión es tan buena como la primera y si llegamos a un acuerdo con respecto al precio, es probable que hagamos negocios, Portia.
–Suena