La mucama de Omicunlé. Rita Indiana

La mucama de Omicunlé - Rita Indiana


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«Puedo conseguir que te pague la escuela de cocina».

      Acilde juntó los dedos índice y corazón para abrir su correo, extendió el dedo anular y Eric lo tocó con el suyo para ver en su ojo el archivo que Acilde compartía con él. Era el anuncio de un curso de cocina italiana del chef Chichi De Camps, que estaba en oferta aquella semana e incluía un delantal con el logo del famoso cocinero de papada y nariz de cajuil.

      La habitación de Acilde en casa de Esther es uno de esos cuartuchos obligatorios de los apartamentos del Santo Domingo del siglo XX, cuando todo el mundo tenía una sirvienta que dormía en casa y, por un sueldo por debajo del mínimo, limpiaba, cocinaba, lavaba, cuidaba niños y atendía los requerimientos sexuales clandestinos de los hombres de la familia. La explosión de las telecomunicaciones y las fábricas de zona franca crearon nuevos empleos para estas mujeres que abandonaron sus esclavitudes poco a poco. Ahora, los cuartos del servicio, como se llaman, son utilizados como almacenes u oficinas.

      Este trabajo le había caído del cielo. Sus rondas en el Mirador apenas le daban para comer y pagar su servicio de datos, sin el que no hubiese podido vivir. Durante su turno activaba el PriceSpy para ver las marcas y los precios de lo que llevaban puestos sus clientes y cobrarles el servicio con aquello en mente. Para las horas de trabajo preparaba un playlist que terminaba siempre con «Gimme! Gimme! Gimme!» de ABBA. Al final de la noche se retaba a conseguir un cliente, darle el servicio y cobrar antes de que la versión en vivo de la canción terminara. Cuando lo lograba se premiaba con un plato de raviolis cuatro quesos en El Cappuccino, una trattoria a unas cuantas cuadras del Parque. Allí ordenaba en el pobre italiano que aprendía online durante las horas muertas del Mirador e imaginaba conversaciones completas con los tipos que comían en El Cappuccino todos los días, italianos con zapatos que excedían las tres cifras y hablaban de negocios y de fútbol.

      En su mente, uno de ellos, amigo de su padre, la reconocía por su parecido. Pura paja mental. Su padre había permanecido junto a su madre lo que había tardado en echarle el polvo que la preñó. Jennifer, su madre, una trigueña de pelo bueno que había llegado a Milano con un contrato de modelo, se había enganchado a la heroína y terminó dando el culo en el metro de Roma. Se había sacado seis muchachos cuando decidió parir el séptimo y regresar al país para dejárselo a sus padres, dos campesinos mocanos amargados, que se habían mudado a la capital cuando el fenómeno de La Llorona y sus dos años de lluvias acabaron con su conuco para siempre.

      A Acilde le daban golpes por gusto, por marimacho, por querer jugar pelota, por llorar, por no llorar, golpes que ella se desquitaba en el liceo con cualquiera que la rozara con la mirada, y cuando peleaba perdía el sentido del tiempo y un filtro rojizo le llenaba la vista. Con el tiempo, los nudillos se le agrandaron a fuerza de cicatrices forjadas contra frentes, narices y muros. Tenía manos de hombre y no se conformaba: quería todo lo demás.

      Los viejos aborrecían sus aires masculinos. El abuelo César buscó una cura para la enfermedad de la nieta, y le trajo a un vecinito para que la arreglara mientras él y la abuela la inmovilizaban y una tía le tapaba la boca. Esa noche Acilde se fue de la casa. Le pidió a Peri, el maricón de su curso, que la dejara dormir en la suya, un estudio en la Roberto Pastoriza, de los varios que la mamá de Peri, Doña Bianca, alquilaba a estudiantes de pueblo. El día del maremoto, Acilde fue al Mirador, junto a miles de curiosos y gente en pijama que había logrado escapar, a ver cómo la ola terrible se tragaba a sus abuelos en su hediondo apartamentico de la urbanización Cacique.

      Peri sabía diálogos completos de comedias del siglo pasado que nadie había visto, como Police Academy y The Money Pit. En esas películas, Acilde veía la vida paciente de hacía más de cincuenta años, y se sorprendía con aquellas gentes sin plan de datos integrado ni nada. En casa de Peri caían chicos de familias acomodadas a tragar pastillas y a jugar, a veces durante días seguidos, el Giorgio Moroder Experience. El juego-experiencia de Sony te permitía estar en una fiesta disco de 1977 y bailar con otros fevers, como decían los que preferían juegoexperiencias de guerra a los millones de jugadores que acudían a la fiesta virtual, combinando el viaje con pastillas para sucumbir al sintetizador palpitante y sensual de «I Feel Love» de Donna Summer, que en el juego-experiencia duraba una hora completa. En la madrugada, cuando se acababan las tuercas y el dinero para comprarlas, Peri y su amigo Morla organizaban un paseo al Mirador, de donde, tras unas horas de trabajo, regresaban para patrocinar la segunda parte de la fiesta.

      Morla era un chico de barrio, estudiaba derecho y traficaba con lo que estuviese a mano: árboles frutales, drogas de las todavía ilegales y criaturas marinas, lujo codiciado por coleccionistas adinerados ahora que los tres desastres habían acabado con prácticamente todo lo que se movía bajo el agua. El sueño de Morla era trabajar en el gobierno y mentía sobre sus orígenes delante de los demás amigos de Peri, hijos de funcionarios que lo despreciaban comprobando, con el PriceSpy, que las camisas de Versace que se ponía eran falsificadas. Fue él quien habló a Acilde de la Rainbow Bright por primera vez, una inyección que ya circulaba en los círculos de ciencia independiente y que prometía un cambio de sexo total, sin intervención quirúrgica. El proceso había sido comparado al síndrome de abstinencia de los adictos a la heroína, aunque los indigentes transexuales que habían servido de conejillos de Indias decían que era mucho peor. En ese instante los quince mil dólares que costaba la droga se convirtieron en el norte de Acilde: tenía que hacer dinero. Y como no se le ocurrió nada mejor, esa misma noche fue con ellos al Mirador.

      Ya en casa de Esther, soñaba con poner en práctica lo aprendido en los cursos de cocina, que Esther y Eric le pagaban, en un restaurante de Piantini, donde establecería el crédito suficiente para pedir un préstamo y comprar la ampolla maravillosa. Las pastas que preparaba volvían loca a la vieja, que se levantaba de noche a servirse nuevas porciones cuando creía que nadie la veía. Desde la noche infame en casa de sus abuelos, Acilde padecía de insomnio y lo gastaba levantando pesas y buscando en las redes la cara de su supuesto padre. Mientras moldeaba sus bíceps, ponía el nombre de su progenitor en un buscador de imágenes tras alguna con algún parecido al mentón ancho y las tupidas cejas que había heredado y que tanto la ayudarían cuando un día lograra comprar la droga. Ante el hallazgo de este tipo de foto, se le aceleraba el corazón, pero luego imaginaba el breve email con la pregunta que le permitían sus circunstancias: «Hola, ¿te cogiste a una prostituta dominicana en el 2008?». Al final de la sesión iba a la cocina y se tragaba la proteína que necesitaban sus músculos para crecer, y le daba sustos de muerte a su madrina, que comía directamente de un tupperware doblada frente a la puerta abierta de la nevera. Ponían café, que tomaban sentadas en la mesita de la cocina y allí Esther le contaba cosas de su vida y de su vocación religiosa.

      Esther Escudero había nacido en los setenta durante el gobierno de los doce años de Joaquín Balaguer, época sangrienta, «casi tanto como esta», decía sin levantar la vista de la taza, avergonzada de estar tan cerca de un régimen al que los periodistas extranjeros no se atrevían, todavía, a llamar dictadura. «En el 2004 yo tenía treinta años y me enamoré de mi jefa. Editaba su programa televisivo de investigación en el Canal 4; ella era casada y tenía un niño. El marido quería asesinarnos. Yo había vivido toda la vida negando las cosas que veía y sentía. Al parecer, el tipo pagó para que me hicieran un trabajo, brujería mala, y la menstruación no se me quitaba. Yo pensaba que me iba a morir. Ya yo estaba hospitalizada cuando un día llega la que había sido mi nana de chiquita, una mujer de nombre Bélgica, que no se quitaba un pañuelo morado de la cabeza con un bajo a cigarrillos en la boca, y me dice oye, nos vamos a Cuba. Yo le dije que si estaba loca, que con qué dinero, pero ya ella lo tenía todo preparado. Una negra pobre de campo, yo no entendía nada y estaba tan sola y tan débil que me dejé convencer. Resulta que la familia de mi abuela tenía sus cosas y Bélgica había prometido velar por que yo siguiera la tradición. En Matanzas conocí a mi padrino, Belarminio Brito, Omidina, un hijo de Yemayá más malo que el gas, que me hizo santo y me devolvió la vida. Tan pronto entré en el cuarto de santo dejé de sangrar, mira, se me paran los pelos. Ese hombre me sacó de entre los muertos que me querían llevar, muertos oscuros que me habían mandado para que me enfermara de mis órganos. En la profecía de mi iniciación salió que me habían echado maldiciones desde el vientre de mi madre, la amante de mi papá que era una asquerosa, y que las nuevas brujerías habían enganchado con esas. Estas cosas son así,


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