Filosofía en la cocina. Francesca Rigotti

Filosofía en la cocina - Francesca Rigotti


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del espíritu», Alain de Lille habla de «paladar de la mente» (palatum mentis) cuando procede a descomponer teológicamente la leche en tres sustancias, suero, queso y mantequilla, que corresponden a los tres sentidos de la sagrada escritura: histórico, alegórico y tropológico (metafórico). El suero corresponde al sentido histórico, porque su sustancia es común y el goce que comporta es escaso; el queso corresponde a la alegoría, porque es alimento sólido y sustancioso; la mantequilla, finalmente, corresponde al sentido metafórico, que es la parte más dulce y más sabrosa10.

      Avanzando en el tiempo, encontramos al autor que probablemente más se extiende sobre el tema de la «literatura alimentaria», Dante, que divaga muy extensamente sobre la cuestión en la Divina Comedia, pero sobre todo en el Convivio.

      En esta obra, explica Dante, se ofrecerán al lector, como «manjar» espiritual e intelectual, catorce canciones, acompañadas del «pan» del comentario. Sentados a la mesa «donde se come el pan angélico» (la referencia no debe considerarse blasfema; a mí este pasaje siempre me ha recordado el dulce «pan de los ángeles» que se prepara con la levadura de vainilla Bertolini), los afortunados asistentes al banquete se alimentarán de manjares selectos, acompañando el condumio con pan, un pan purificado de «máculas mundanas» con el «cuchillo del juicio»; aunque siempre se tratará de un pan de cereal inferior («cebada») porque está escrito en vulgar, y no de trigo, porque no está compuesto en latín11.

      Dejemos ahora a Dante ocupado en «administrar los manjares» y hagamos un recorrido por algunos autores de la literatura europea que utilizan en sus obras metáforas alimentarias.

      Petrarca, en una carta a Boccaccio de 1359, compara su aprendizaje de los autores latinos con la ingestión de comida, cuando explica que ha devorado los autores clásicos12. Montaigne se presenta, en cambio, como cocinero que regala al lector con el fricasé que ha preparado («todo este guiso que voy garabateando aquí no es más que un registro de las experiencias de mi vida...»)13. Béroalde de Verville, autor francés del siglo XVII, utiliza abundantemente la metáfora alimentaria en su lenguaje narrativo invitando al lector a probar, saborear y digerir el texto, además de beber el contenido de su obra, con ricas variaciones sobre el tema de la bibliofagia14.

      Pasemos ahora a escuchar los consejos que Tomás Campanella, filósofo y autor de poesías filosóficas, extendiéndose sobre el tema de la relación entre comida y letras, propone al poeta. Campanella le aconseja que sea «cocinero en el verso», o bien que sazone escrupulosamente sus composiciones poéticas con sabrosas anotaciones. Por otra parte, Campanella se sirve en abundancia de este imaginario, que le hace exclamar, por ejemplo, en la composición poética Anima immortale:

      Mi cerebro en un puño apenas cabe, y devoro

      tanto, que cuantos libros contiene el mundo

      no alcanzan a saciar mi apetito voraz:

      ¡cuánto he comido! y, sin embargo, de ayuno muero.

      Cuanto más me alimentan del gran mundo

      Aristarco y Metrodoro, más hambre siento.15

      Campanella, un voraz lector de libros, un bibliófago y logófago como muchos de nosotros, para quien toda lectura es un banquete y una mesa preparada, de la que se toma el libro/plato con las manos para devorar páginas y páginas ensartando las palabras con el tenedor del ojo. O para quien la despensa adopta el aspecto de una biblioteca que, en lugar de libros, contiene productos alimentarios, como en la ilustración del primer volumen del Almanach des Gourmands de Grimod de la Reyniére, editado a principios del siglo XIX (figura 1): en vez de volúmenes encuadernados, aparecen en los anaqueles toda clase de provisiones, desde el lechón a los patés y salazones, toda clase de golosinas acompañadas de un buen número de botellas de vino de excelente calidad, licores, tarros de fruta en aguardiente, verduras en aceite y en vinagre. A modo de lámpara, pende del techo un enorme jamón16.

      Leer es comer y escribir es cocinar: estas son las imágenes de que se nutren las metáforas alimentarias. Y a veces la coincidencia llega tan lejos, hasta ese punto de frágil equilibrio en que la metáfora se hace realidad, que podríamos llegar a pensar que basta con comer las letras para aprenderlas.

      En este sentido nos encontramos con todo el aparato pedagógico que aconseja dar de comer a los niños dulces, galle- tas, pan y pasta en forma de letras, para que aprendan de manera rápida y fácil el alfabeto. Lo recuerda Horacio en la primera sátira:

      ... ut pueri olim dant crustula bandi

      doctores, dementa velint ut discere prima.

      «Crustula», costrones, golosinas con forma de letras del alfabeto.

      Lo repiten François Rabelais en Gargantúa y Pantagruel, cuando el joven Gargantúa es instruido por un teólogo en las letras latinas con la ayuda de formas hechas de harina, y Oliver Goldsmith, novelista inglés del siglo XVIII, en El vicario de Wakefield, en la escena en que el propio vicario visita una casa y distribuye entre los niños letras del alfabeto elaboradas con pan de jengibre. Por no citar un delicioso libro para niños, que a mis hijos les encantaba, en el que se cuenta que la perrita de la casa, Martha, aprende a hablar precisamente comiendo la pasta de letras que dejaban los niños17. Posibilidad que me veo obligada a contemplar con cierta aprensión cuando se me ocurre darle al perro la pasta de letras que ha sobrado de los míos. En cualquier caso, es un hecho que aún hoy a los niños les produce un placer especial ir pescando de la sopa las minúsculas letras del alfabeto hechas de pasta, o morder las crujientes galletas alfabéticas que en algunos países se llaman, no sé muy bien por qué, «pan ruso».

      Por fortuna el apetito de lecturas, a diferencia del físico, no se sacia nunca, aunque Kierkegaard se sonríe de esta presunta hambre insaciable al recordar la anécdota del escritor que, preguntado por el lector, que acababa de leer un libro suyo, si pronto escribiría otro, se siente halagado «de tener un lector que apenas ha acabado de leer un voluminoso libro y, a pesar del cansancio, conserva intacto el apetito»18.

      De Kierkegaard y de sus metáforas alimentarias hablaremos con mayor extensión más adelante, en la parte dedicada a la dieta filosófica. Sin abandonar de momento el ámbito de la lectura y de la literatura alimentaria, recordaré un pasaje de El difunto Matías Pascal, de Luigi Pirandello. Matías Pascal, el hombre que perderá la propia identidad y cuyo recuerdo perderán los demás, acaba de convertirse en bibliotecario de la biblioteca Boccamazza o de Santa Maria Liberale. «Estando allí solo, consumido por el aburrimiento», decide comer a su vez para no acabar devorado; y comienza por lo que tiene a su alrededor, esto, es, por los libros. De modo que se pone a leer de todo, desordenadamente, y descubre con estupor que el consumo de libros no produce pesadez de estómago, como el de los alimentos. Es cierto que los libros, «especialmente de filosofía», pesan mucho. «Y sin embargo, quien se alimenta de ellos y se los mete en el cuerpo, vive entre las nubes»19.

      Marguerite Yourcenar parece sostener una opinión algo distinta respecto a la ligereza y pesadez de los libros/alimentos: los grandes escritores clásicos —escribe—, Marco Aurelio, Agustín, Petrarca, Montaigne, Saint-Simon, son como «algunos alimentos especialmente nutritivos, que solo se pueden digerir si se diluyen o suavizan con otros de más fácil asimilación». De ahí que, según ella, es mejor alternarlos con la lectura de Fénélon o Chateaubriand, autores que evidentemente considera más ligeros...20

      La palabra es comida, el conocimiento es alimentación, el saber es sabor; la escritura es cocina. Concluiré esta visión panorámica de la lectura y literatura alimentaria con dos escritores casi contemporáneos: el ensayista francés Roland Barthes y el escritor y psicoanalista brasileño Rubem A. Alves.

      Mencionaré la lección inaugural pronunciada por Barthes en el Collège de France en 1977, que es un elogio a la vez del olvido y de la sabiduría; y lo es porque esta nace de aquel, en el momento en que, después de haber estudiado y enseñado mucho, se pasa por la experiencia de desaprender, es decir, de dejar que el olvido proceda a sedimentar conocimientos,


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